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– ¿Se refiere a la cinta?

– No, me refiero a usted. Me refiero… Lo que quiero decir es…-Estaba ruborizándose de manera inapropiada bajo su apariencia seria-. Toda su presentación, su explicación de por qué la gente cree cosas, de por qué creen cosas con más fuerza, todo eso. Me ha gustado eso de la falacia del eureka, me ha hecho pensar. Toda la presentación ha sido muy buena.

– Sus contribuciones han ayudado a hacerla buena.

Ella sonrió.

– Supongo que estamos en la misma longitud de onda.

6

En casa

Cuando Gurney se acercaba al final de su trayecto de dos horas desde la academia de Albany hasta su granja en Walnut Crossing, el atardecer se iba asentando sigilosamente en los valles serpenteantes de los Catskills occidentales.

Al desviarse de la carretera rural al camino de tierra y grava que conducía a su propiedad, situada en lo alto de la colina, la energía que le habían proporcionado las dos tazas grandes de café cargado que se había tomado durante la pausa de la tarde del seminario se diluían. La luz agonizante generaba una imagen alterada, quizá producto de la necesidad de cafeína: el verano saliendo furtivamente del escenario como un actor anciano mientras el otoño, el sepulturero, esperaba entre bambalinas.

«Cielo santo, mi cerebro se está haciendo puré.»

Aparcó el coche como de costumbre en el trozo de maleza aplastada en lo alto del prado, en paralelo a la casa, de cara a una franja de nubes crepusculares rosadas y violetas que flotaban más allá de la cima.

Entró en la casa por la puerta lateral, se sacudió los zapatos en la sala que servía de despensa y lavadero y continuó hasta la cocina. Madeleine estaba arrodillada delante de la isleta, barriendo trozos de una copa de vino rota con escoba y pala. Gurney se quedó de pie mirándola durante varios segundos antes de hablar.

– ¿Qué ha pasado?

– ¿A ti qué te parece?

Dejó que pasaran unos cuantos segundos más.

– ¿Cómo van las cosas en la clínica?

– Bien, supongo.

Madeleine se levantó, sonrió, entró en la despensa y vació la pala ruidosamente en el oscuro cubo de basura de plástico. Dave se acercó al ventanal y contempló el paisaje monocromático, los troncos junto a la leñera, que aguardaban a ser troceados y apilados, la hierba que precisaba la última siega de la temporada, los espárragos que había que cortar para el invierno; cortarlos y luego quemarlos para evitar el riesgo de que aparecieran escarabajos de espárrago.

Después Madeleine regresó a la cocina, encendió las luces empotradas del techo y volvió a guardar la pala bajo el fregadero. La creciente iluminación en la estancia pareció oscurecer más aún el mundo exterior, convirtiendo las paredes de cristal en espejos.

– He dejado un poco de salmón en el horno-dijo-, y un poco de arroz.

– Gracias.

Dave la observó en el reflejo del cristal. Madeleine parecía estar mirando en el interior del lavaplatos. Él recordó que su mujer había dicho algo de que salía esa noche y decidió arriesgarse.

– Noche de club de lectura.

Madeleine sonrió. Dave no estaba seguro de si era porque había acertado o por lo contrario.

– ¿Cómo ha ido en la academia?-preguntó ella.

– No ha ido mal. Un público variopinto: todos los tipos básicos. Siempre está el grupo cauto, los que esperan y observan, los que creen en decir lo menos posible. Los pragmáticos, que quieren saber exactamente cómo pueden usar toda la información que les das. Los minimalistas, que quieren saber lo menos posible, implicarse lo menos posible, hacer lo menos posible. Los cínicos, que quieren demostrar que cualquier idea que no se les ha ocurrido a ellos antes es una estupidez. Y, por supuesto, el grupo «positivo», que es probablemente el más numeroso, los que quieren aprender todo lo que puedan, ver más claramente, convertirse en mejores policías. -Se sentía a gusto hablando, quería continuar, pero ella estaba estudiando otra vez el lavaplatos-. Así que… sí-concluyó-, el día ha ido bien. El grupo positivo lo ha hecho interesante.

– ¿Hombres o mujeres?

– ¿Qué?

Madeleine sacó la espátula del agua, frunciendo el ceño como si se fijara por primera vez en lo rayada que estaba.

– ¿El grupo positivo era de hombres o de mujeres?

A Gurney le resultaba curioso lo culpable que podía sentirse cuando en realidad no había nada por lo que sentirse así.

– Hombres y mujeres-respondió.

Madeleine sostuvo la espátula más cerca de la luz, arrugó la nariz en un gesto de desaprobación y la tiró en el cubo de basura que había debajo del fregadero.

– Mira-dijo él-. Sobre esta mañana. Ese asunto con Jack Hardwick. Creo que hemos de volver a empezar esa discusión otra vez.

– Vas a ver a la madre de la víctima. ¿Qué hay que discutir?

– Hay buenas razones para verla-insistió Dave a ciegas-. Y podría haber buenas razones para no verla.

– Una forma muy inteligente de contemplarlo. -Madeleine parecía divertida. O, al menos, de un humor irónico-. Aunque ahora no puedo hablar de eso. No quiero llegar tarde. Al club de lectura.

Gurney percibió un sutil énfasis en la última frase, solo lo justo, quizá, para hacerle notar que sabía que él lo había mencionado sin estar seguro. Una mujer excepcional, pensó. Y a pesar de su ansiedad y su cansancio no pudo evitar sonreír.

7

Val Perry

Como de costumbre, Madeleine fue la primera en levantarse a la mañana siguiente.

Gurney se despertó con el silbido y el gorgoteo de la cafetera, y de repente cayó en la cuenta de que había olvidado arreglar los frenos de la bici de su mujer.

Justo después de esa punzada notó una sensación de inquietud respecto a su plan de reunirse esa mañana con Val Perry. Aunque en su conversación con Jack Hardwick había hecho hincapié en que su voluntad de hablar con ella no implicaba un compromiso posterior-que la reunión era sobre todo un gesto de cortesía y condolencia con alguien que había sufrido una pérdida terrible-, ya empezaba a formarse una nube de arrepentimiento sobre su cabeza. Dejándola de lado lo mejor que pudo, se duchó, se vistió y salió con paso firme a la despensa a través de la cocina, murmurando un buenos días a Madeleine, que estaba sentada en su posición habitual a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan tostado en la mano y un libro abierto delante. Tras ponerse el chaquetón, que había descolgado del gancho de la despensa, Gurney salió por la puerta lateral y se dirigió al cobertizo del tractor, donde guardaba las bicicletas y kayaks. El sol todavía no había aparecido, y la mañana era fría, al menos para primeros de septiembre.

Sacó la bicicleta de Madeleine de detrás del tractor y la colocó a la luz, a la entrada del cobertizo abierto. El cuadro de aluminio estaba asombrosamente frío. Las dos llaves pequeñas que eligió del juego que tenía en la pared del cobertizo estaban igual de frías.

Maldiciendo, golpeándose dos veces los nudillos con los bordes afilados de la horquilla-la segunda vez se hizo sangre-, ajustó los cables que controlaban la posición de las zapatas defreno. Crear el espacio adecuado-permitiendo que la rueda se moviera con libertad cuando el freno estaba sin apretar y al mismo tiempo proporcionando una presión adecuada contra la llanta cuando se apretaba la manilla-era un proceso de ensayo y error que tuvo que repetir cuatro veces hasta que quedó bien. Por fin, con más alivio que satisfacción, declaró el trabajo finalizado, guardó las llaves y se dirigió de nuevo a la casa, con una mano entumecida y la otra dolorida.

Pasar junto a la leñera y la pila de troncos adyacentes le hizo preguntarse por décima vez en otros tantos días si debería alquilar o comprar una sierra cortaleña. Ambas decisiones comportaban desventajas. El sol todavía no estaba alto, pero las ardillas ya habían iniciado su actividad diaria de ataque a los comederos para pájaros, suscitando otra pregunta que parecía no tener una respuesta feliz. Y, por supuesto, estaba la cuestión del abono para los espárragos.