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Después de descartar las contestaciones llenas de furia y bravuconería que se le ocurrieron, se decidió por tres palabras carentes de emoción: «Quiero saber más».

Al pulsar el botón de «enviar», se fijó en que eran las 9.59. Se apresuró a entrar en el edificio.

Cuando llegó a la gris sala de conferencias, las seis sillas de la mesa ovalada ya estaban ocupadas. Lo más cercano a una bienvenida que recibió fue un gesto de Hardwick señalando unas cuantas sillas plegadas apoyadas contra la pared, junto a la cafetera. Rodriguez, Anderson y Blatt no le hicieron caso. Gurney podía imaginar sus reacciones poco entusiastas al ingenio absurdo del fiscal sobre controlar el cañón suelto invitándolo a sus reuniones.

La sargento Wigg, una pelirroja enjuta que conocía como la eficiente coordinadora del equipo de análisis de pruebas en el caso Mellery, estaba sentada a un extremo de la mesa, estudiando la pantalla de su portátil; exactamente como la recordaba. Su prioridad sería la búsqueda de certeza factual y coherencia lógica. Gurney abrió su silla plegable y la colocó al final de la mesa, enfrente de ella. Eran las 10.05, según el reloj de la pared.

Sheridan Kline miró su reloj frunciendo el ceño.

– Muy bien. Vamos con un poco de retraso. Tengo una agenda apretada hoy. ¿Quizá podamos empezar con algo nuevo, algún progreso significativo, direcciones prometedoras?

Rodriguez se aclaró la garganta.

– Dave tiene alguna noticia-intervino Hardwick-, una peculiaridad en la escena del crimen. Podría ser una buena forma de empezar la reunión.

Kline arqueó las cejas.

Gurney pretendía esperar hasta más avanzada la reunión para sacar a relucir el problema, con la esperanza de que, entre tanto, nuevos datos arrojaran cierta luz al respecto. Pero ahora que Hardwick estaba forzando la cuestión, sería poco elegante retrasarlo.

– Creemos que después de matar a Jillian, Flores huyó a través del bosque hasta el lugar donde encontramos el machete, ¿es así?-dijo Gurney.

Rodriguez se ajustó sus gafas de montura metálica.

– ¿Creemos? Diría que tenemos pruebas concluyentes al respecto.

Gurney suspiró.

– El problema es que tenemos algunos datos de vídeo que no apoyan esa hipótesis.

Kline empezó a parpadear con rapidez.

– ¿Datos de vídeo?

Gurney explicó pormenorizadamente cómo la continua visibilidad del tronco del cerezo en el vídeo de la recepción probaba que Flores no podía haber tomado la ruta necesaria a través del bosque, porque cualquiera que hubiera seguido ese camino tendría que haber pasado entre la cámara de esa esquina de la propiedad y el árbol, y debería aparecer, aunque fuera de forma fugaz, en la imagen.

Rodriguez estaba torciendo el gesto como un hombre que sospecha que le están engañando, pero que no sabe cómo. Anderson estaba torciendo el gesto como alguien que trata de permanecer despierto. Wigg levantó la mirada de la pantalla de su portátil, lo que Gurney interpretó como un signo de gran interés.

– Así que fue por el otro lado, por detrás del árbol-dijo Blatt-. No veo el problema.

– El problema, Arlo, es el terreno. Estoy seguro de que lo han comprobado.

– ¿De qué problema con el terreno está hablando?

– El barranco. Ir desde la cabaña hasta el sitio donde se encontró el machete sin pasar por delante de ese árbol requeriría ir recto desde la parte de atrás de la cabaña, luego deslizarse por una larga y empinada pendiente con un montón de piedras sueltas, después recorrer otros ciento cincuenta metros por el suelo rocoso e irregular del fondo del barranco para llegar al primer lugar donde hay alguna posibilidad de volver a escalar. E incluso allí las piedras sueltas y la tierra no lo hacen tarea fácil. Por no mencionar que el punto en el cual se llega al nivel inicial no está cerca de donde se encontró el machete.

Blatt suspiró como si ya fuera consciente de todo ello y no significara nada.

– Solo porque no sea fácil no quiere decir que no lo hiciera.

– Otro problema es el tiempo que tardaría.

– ¿Qué significa?-preguntó Kline.

– He estudiado esa zona con atención. Ir por la ruta del barranco hasta el machete requeriría demasiado tiempo. No creo que quisiera estar escalando por allí atrás cuando se descubriera el cadáver y la gente empezara a arremolinarse. Además, hay dos problemas más importantes. Uno: ¿por qué complicarlo tanto cuando podría haber enterrado el machete en cualquier sitio? Dos, y esta es la clave: el rastro de olor sigue la ruta por delante del árbol y no por detrás.

– Espere un segundo-dijo Rodriguez-. ¿No se está contradiciendo? Ha dicho que todos estos factores prueban que Flores tomó la ruta por delante del árbol, pero el vídeo prueba que no lo hizo. ¿Adónde demonios nos lleva eso?

– A una ecuación con un error grave-dijo Gurney-, pero que me parta un rayo si sé cuál es.

Durante la siguiente hora y media, el grupo le preguntó sobre la fiabilidad del vídeo, de la posibilidad de que faltaran algunos fotogramas, de la posición del cerezo en relación con la cabaña, del machete y del barranco. Sacaron los dibujos de la escena del crimen del expediente maestro del caso, los pasaron por la sala, los estudiaron. Compartieron anécdotas sobre los legendarios talentos y éxitos de la Brigada Canina. Debatieron sobre escenarios alternativos para la desaparición de Flores después de que depositara el arma del crimen, sobre la posible implicación de Kiki Muller como cómplice a posteriori, y sobre cuándo y por qué la habían matado. Siguieron unas pocas digresiones especulativas relacionadas con la psicopatología de cortar la cabeza de una víctima. Al final, no obstante, la solución al enigma básico no parecía más cercana.

– Así pues-soltó Rodriguez, resumiendo el acertijo central con la máxima sencillez posible-, según Dave Gurney, podemos estar absolutamente seguros de dos cosas. Primero, Héctor Flores tenía que pasar por delante del árbol. Segundo, no pudo pasar.

– Una situación muy interesante-dijo Gurney, sintiendo él mismo lo excitante de la contradicción.

– Podría ser un buen momento para hacer una pequeña pausa para comer-intervino el capitán, que parecía estar sintiendo más frustración que otra cosa.

52

El factor Flores

La comida no fue una reunión de gente ni nada parecido, lo cual ya le iba bien a Gurney, pues estaba tan lejos de ser un animal social como podía estarlo un hombre casado. En lugar de ir hacia la cafetería, todos se dispersaron durante la media hora de pausa para comunicarse con las BlackBerry y los portátiles.

No obstante, Gurney podría haberlo pasado mejor con treinta minutos de camaradería masculina que sentado solo en un banco congelado en el exterior de la fortaleza de la Policía del estado, absorbiendo el último mensaje que había encontrado en su teléfono, evidentemente una respuesta a su «Quiero saber más».

Decía: «Es un hombre muy interesante, debería haber sabido que mis hijas lo adorarían. Fue fantástico que viniera a la ciudad, la próxima vez ellas irán a verle. ¿Cuándo? ¿Quién sabe? Ellas quieren que sea una sorpresa».

Se quedó mirando aquellas palabras, pese a que eran un bofetón que llevaba su mente otra vez a las sonrisas desconcertantes de esas mujeres jóvenes, de nuevo al pálido Montrachet levantado en un brindis, de regreso al amenazante muro negro de su amnesia.

Fantaseó con la idea de enviarle un mensaje que comenzara: «Querido Saul…», pero decidió mantener en secreto que sabía quién era, al menos por el momento. No sabía qué valor podría tener esa carta y no quería mostrarla antes de comprender el juego. Además, aferrarse a ella le daba, de una manera minúscula, una sensación de poder. Como llevar un cortaplumas en un barrio peligroso.