– Por supuesto que soy policía. ¿Por qué iba a decir que era policía si no lo fuera?
– ¿Quién es realmente y qué quiere?
– Quiero ir a verle.
– ¿A verme?
– No me gusta mucho el teléfono.
– No entiendo qué quiere.
– Solo charlar un poco.
– ¿Sobre qué?
– Basta de tonterías. Es un tipo inteligente. No hable como un estúpido.
De nuevo, Ballston parecía aturdido en el silencio. Gurney pensó que casi podía oír el temblor en la respiración del hombre. Cuando Ballston habló de nuevo, su voz había caído a un susurro aterrorizado.
– No estoy seguro de quién es, pero… todo está bajo control.
– Bien, todos estarán contentos de oírlo.
– En serio. Lo digo en serio. Todo está bajo control.
– Bien.
– Entonces, ¿qué más…?
– Una charla. Cara a cara. Solo queremos estar seguros.
– ¿Seguros? Pero ¿por qué? O sea…
– Como he dicho, Jordan… ¡No me gusta el puto teléfono!
Otro silencio. Esta vez Ballston apenas parecía respirar.
Gurney volvió a recuperar su tono de aterciopelada calma.
– Muy bien, no hay de qué preocuparse. Así que esto es lo que haremos. Subiré hasta allí. Hablaremos un poco. Nada más. ¿Lo ve? No hay problema. Es fácil.
– ¿Cuándo quiere hacerlo?
– ¿Qué le parece dentro de media hora?
– ¿Esta noche?-La voz de Ballston estaba a punto de quebrarse.
– Sí, Jordan, esta noche. ¿Cuándo coño va a ser dentro de media hora?
En el silencio de Ballston, Gurney imaginó su sensación de puro temor. El momento ideal para terminar la llamada. Colgó y dejó el teléfono en la punta de la mesa del comedor.
A la luz tenue, detrás del otro lado de la mesa, Madeleine estaba de pie en pijama en el umbral de la cocina. La parte de arriba no coincidía con la de abajo.
– ¿Qué está pasando?-preguntó, pestañeando con somnolencia.
– Creo que tenemos un pez en el anzuelo.
– ¿Tenemos?
Con un deje de enfado, reformuló su comentario.
– El pez de Palm Beach parece que ha picado, al menos por el momento.
Ella asintió reflexivamente.
– ¿Y ahora qué?
– Hay que recoger el hilo. ¿Qué si no?
– Entonces, ¿con quién te vas a reunir?
– ¿Reunirme?
– Dentro de media hora.
– ¿Me has oído decir eso? De hecho, no voy a reunirme con nadie dentro de media hora. Quería sugerirle a Ballston la idea de que estaba cerca. Aumentar su inquietud. También le dije que subiría hasta allí, para que creyera que estaba en Lake Worth o South Palm.
– ¿Qué pasará cuando no aparezcas?
– Se preocupará. Tendrá problemas para dormir.
Madeleine parecía escéptica.
– ¿Y luego qué?
– Todavía no lo he preparado.
A pesar de que en parte era verdad, la antena de Madeleine pareció detectar cierta falsedad en la respuesta.
– Entonces, ¿tienes un plan o no?
– Tengo una especie de plan.
Ella lo miró expectante.
No se le ocurrió manera alguna de salir del embrollo que no fuera tomando el toro por los cuernos.
– Necesito estar cerca de él. Es obvio que tiene alguna relación con Karmala Fashion, que la relación es peligrosa y que le aterroriza. Pero necesito saber más, cuál es exactamente la conexión, de qué trata Karmala, cómo se relacionan Karmala y Jordan Ballston con las otras piezas del caso. No hay forma de que pueda hacer todo eso por teléfono. Necesito verle los ojos, leer su expresión, observar su lenguaje corporal. También necesito aprovechar el momento, mientras el hijo de perra se retuerce en el anzuelo. Ahora mismo su miedo juega a mi favor. Pero no durará.
– ¿Así que te vas a Florida?
– Esta noche no. Quizá mañana.
– ¿Quizá mañana?
– Seguramente mañana.
– Martes.
– Sí. -Se preguntó si había olvidado algo-. ¿Tenemos algún otro compromiso?
– ¿Cambiaría algo?
– ¿Lo tenemos?
– Como he dicho, ¿cambiaría algo?
Una pregunta tan sencilla y, en cambio, qué extrañamente difícil de responder. Quizá porque Gurney la oía como un sucedáneo de las preguntas más importantes que esos días no habían estado nunca lejos de la mente de Madeleine: «¿Alguna cosa que planeemos hacer juntos cambiaría algo? ¿Alguna parte de nuestra vida en común sería alguna vez más importante que el siguiente paso en una investigación? ¿Estar juntos alguna vez importará más que el hecho de que seas detective? ¿O perseguir lo que sea que siempre estás persiguiendo estará siempre en el centro de tu vida?».
Claro que quizás estaba leyendo demasiado en un comentario huraño, en un malhumor pasajero en plena noche.
– Mira, dime si se supone que tengo que hacer algo mañana que de alguna manera he olvidado-dijo con sinceridad-, y te diré si cambia algo.
– Eres un hombre muy razonable-contestó ella, burlándose de su sinceridad-. Me vuelvo a la cama.
Durante un rato después de que ella se fuera, sus prioridades se mezclaron. Fue al lado no iluminado de la sala, a la zona de asientos entre la chimenea y la estufa Franklin. El aire se notaba frío y olía a ceniza. Se hundió en su sillón de piel. Se sentía inquieto, a la deriva. Un hombre sin puerto.
Se quedó dormido.
Se despertó a las dos de la madrugada. Se levantó de la silla, estiró los brazos y volvió al trabajo.
Su mente se había aclarado y, en apariencia, había resuelto las dudas que podría tener sobre sus planes para ese nuevo día. Sacó la tarjeta de crédito de la cartera, fue al ordenador del despacho y escribió en el formulario de búsqueda: «Vuelos desde Albany, NY, a Palm Beach, FL».
Mientras se estaban imprimiendo sus billetes de ida y vuelta, junto con su guía de turismo de Palm Beach, se dirigió a la ducha. Y cuarenta y cinco minutos más tarde, después de escribir una nota a Madeleine en la que le prometía que volvería a casa esa tarde a las siete, estaba de camino al aeropuerto, sin llevar nada más que su cartera, su teléfono móvil y lo que había impreso.
Durante el trayecto de cien kilómetros hacia el este por la I-88, hizo cuatro llamadas. La primera fue a un servicio de limusinas de lujo, abierto las veinticuatro horas del día, para encargar la clase de vehículo adecuado para que lo fueran a recoger a Palm Beach. La siguiente fue a Val Perry, porque iba a gastar su dinero en algunas compras caras pero necesarias, y quería que constara, aunque fuera en el buzón de voz en las primeras horas de la mañana.
Su tercera llamada, a las 4.20 de la mañana, fue a Darryl Becker. Para su sorpresa, Becker no solo lo cogió, sino que sonó suficientemente despierto, o tan despierto como puede parecer un hombre con acento sureño a oídos de un hombre del norte.
– Me iba al gimnasio-dijo Becker-. ¿Qué pasa?
– Tengo algunas buenas noticias y necesito un gran favor.
– ¿Cómo de buenas y cómo de grande?
– He probado suerte con Ballston por teléfono y he pinchado en hueso. Voy a verlo, a ver qué ocurre si sigo pinchando.
– No habla con policías. ¿Qué demonios le ha dicho para que hable con usted?
– Es una larga historia, pero el hijo de perra se derrumba. -Gurney aparentaba más confianza de la que en realidad tenía.
– Estoy impresionado. ¿Cuál es el favor?
– Necesito un par de tipos grandes, con mala pinta, para que estén junto a mi coche mientras estoy en la casa de Ballston.
Becker sonó incrédulo.
– ¿Tiene miedo de que se lo roben?
– Necesito crear cierta impresión.
– ¿Cuándo hay que crear esa impresión?
– Alrededor del mediodía de hoy. Por cierto, pagaré bien. Quinientos dólares a cada uno por una hora de trabajo.
– ¿Por quedarse junto a su coche?
– Por quedarse junto a mi coche y simular ser matones de la Mafia.
– Por quinientos la hora se puede arreglar. Puede recogerlos en mi gimnasio de West Palm. Le daré la dirección.