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Entró en la cocina y puso las manos bajo el agua caliente.

Cuando el dolor remitió, anunció:

– Ya tienes los frenos arreglados.

– Gracias-dijo Madeleine, alborozada pero sin levantar la vista del libro.

Media hora más tarde-con sus pantalones de lana color lavanda, cortavientos rosa, guantes rojos y gorra de lana naranja bajada hasta las orejas-salió al cobertizo, se montó en su bici, bajó despacio y, dando botes por el sendero del prado, desapareció en el camino más allá del granero.

Gurney pasó la siguiente hora pensando sobre lo que sabía de aquel crimen, a partir de lo que le había contado Hardwick. Cada vez que repasaba el escenario, le inquietaba más su exceso teatral, casi operístico.

A las nueve en punto de la mañana, la hora señalada para su reunión con Val Perry, se acercó a la ventana para ver si ella estaba subiendo por el camino.

Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. En este caso, al volante de un Porsche Turbo del color verde de los coches de carreras británicos, un modelo que Gurney creía que costaba unos 160.000 dólares. El elegante vehículo, con su poderosísimo motor ronroneando con suavidad, pasó junto al granero y el estanque, y ascendió lentamente por el prado hasta la pequeña zona de aparcamiento contigua a la casa. Gurney, con una mezcla de curiosidad cauta y un poco más de excitación de la que habría querido reconocer, salió a recibir a su invitada.

La mujer que bajó del coche era alta y sinuosamente delgada; vestía con una blusa de raso de color crema y pantalones negros también de raso. Llevaba el cabello negro cortado en un flequillo recto sobre la frente, como Uma Thurman en Pulp Fiction. Era, como Hardwick había prometido, una preciosidad. Pero había algo más, una tensión tan atractiva como su aspecto.

Ella examinó su entorno con unas pocas miradas apreciativas que daban la sensación de absorberlo todo sin revelar nada. Un arraigado hábito de circunspección, pensó Gurney.

La mujer caminó hacia él con el atisbo de una mueca, ¿o era la expresión habitual de su boca?

– Señor Gurney, soy Val Perry. Le agradezco que haya encontrado tiempo para recibirme-dijo, extendiendo la mano-. ¿O debería llamarle detective Gurney?

– Dejé el cargo en la ciudad cuando me retiré. Llámeme Dave. -Se estrecharon las manos. La intensidad de la mirada y la fuerza del apretón de la mujer sorprendieron a Gurney-. ¿Quiere pasar?

Ella vaciló, examinando el jardín y el pequeño patio de piedras azules.

– ¿Podemos sentarnos aquí fuera?

La pregunta sorprendió a Gurney. Aunque el sol ya estaba muy por encima de la cumbre oriental en un cielo sin nubes, y pese a que el rocío prácticamente había desaparecido de la hierba, la mañana seguía siendo fría.

– Trastorno afectivo estacional-dijo ella con una sonrisa a modo de explicación-. ¿Sabe lo que es?

– Sí. -Le devolvió la sonrisa-. Creo que yo también padezco un caso leve.

– El mío es algo más que leve. A partir de esta época del año necesito el máximo de luz, a ser posible, solar. De lo contrario me dan ganas de suicidarme. Así que, si no le importa, Dave, ¿podríamos sentarnos aquí fuera?-En realidad no era una pregunta.

La parte de detective de su cerebro, dominante e integrada, no afectada por el tecnicismo de su retiro, se preguntó sobre el trastorno estacional y se preguntó si no habría otra razón. ¿Una necesidad de control excéntrica, un deseo de que los demás se plegaran a sus caprichos? ¿Un deseo, por la razón que fuere, de mantenerlo a contrapié? ¿Claustrofobia neurótica? ¿Un intento de reducir el riesgo de que la grabaran? Y si el hecho de que la grabaran constituía una preocupación, ¿tenía una base práctica o paranoica?

Dave la condujo al patio que separaba las puertas cristaleras del lecho de espárragos. Le indicó un par de sillas plegables a ambos lados de una mesita de café que Madeleine había comprado en una subasta.

– ¿Aquí está bien?

– Muy bien-dijo ella, apartando una de las sillas y sentándose sin molestarse en limpiar el asiento.

«No le preocupa estropear sus, obviamente, caros pantalones. Y lo mismo vale para el bolso de color crudo que ha dejado encima de la mesa todavía húmeda.»

La mujer estudió la cara de Gurney con interés.

– ¿Cuánta información le ha dado ya el investigador Hardwick?

«Tono duro en la voz, expresión fuerte en los ojos almendrados.»

– Me dio los datos básicos que rodearon los hechos que condujeron y siguieron al… asesinato de su hija. Señora Perry, si me permite parar un momento, lo primero que he de decirle es que la acompaño en el sentimiento.

Al principio, ella no reaccionó en absoluto. Luego asintió, pero el movimiento fue tan leve que podría haberse tratado de un simple temblor.

– Gracias-dijo abruptamente-, se lo agradezco.

Estaba claro que no lo hacía.

– Pero la cuestión no es lo que yo siento. La cuestión es Héctor Flores. -Articuló el nombre con labios apretados, como si mordiera a propósito con una muela cariada-. ¿Qué le contó Jack Hardwick de él?

– Dijo que había pruebas claras y convincentes de su culpabilidad…, que era un personaje extraño y controvertido…, que su historial sigue sin determinar y que su móvil es incierto. Se desconoce su paradero actual.

– ¡Se desconoce su paradero actual!-repitió la mujer con cierta furia, inclinándose hacia él sobre la pequeña mesa y apoyando las manos sobre la superficie de metal húmedo. Su anillo de boda era una simple alianza de platino, pero el de compromiso estaba coronado por el diamante más grande que Gurney había visto jamás-. Lo ha resumido a la perfección-continuó ella, con un brillo en los ojos tan desaforado como el de la joya-. «Se desconoce su paradero actual.» Eso es inaceptable. Intolerable. Voy a contratarle para que le ponga remedio.

Gurney suspiró suavemente.

– Creo que nos estamos adelantando un poco.

– ¿Qué se supone que significa eso?-La presión de sus manos en la mesa le había puesto los nudillos blancos.

Él respondió como si estuviera medio dormido, su reacción habitual a las muestras de emoción.

– Todavía no sé si tiene sentido que me involucre en una situación que es objeto de una investigación policial activa.

Los labios de ella se torcieron en una sonrisa fea.

– ¿Cuánto quiere?

Gurney negó lentamente con la cabeza.

– ¿No ha oído lo que le he dicho?

– ¿Cuánto quiere? Ponga un precio.

– No tengo ni idea de lo que quiero, señora Perry. Hay muchas cosas que no sé.

Ella separó las manos de la mesa y las situó en su regazo, entrelazando los dedos como si fuera una técnica para mantener el autocontrol.

– Lo diré de manera sencilla. Encuentre a Héctor Flores. Deténgalo o mátelo. Haga lo que haga, le daré lo que quiera. Lo que quiera.

Gurney se apartó de la mesa, dejando vagar su mirada por las matas de espárragos. Al fondo, había un comedero rojo para los colibríes colgado de un gancho. Él oía el tono que subía y bajaba, provocado por el batir de las alas de dos de los pequeños pájaros al volar con violencia el uno hacia el otro, ambos reclamando el derecho exclusivo al agua con azúcar, o eso parecía. Por otra parte, podría tratarse de un extraño resto de una danza primaveral de apareamiento y lo que parecía directamente un instinto asesino podía ser otro instinto.

Se esforzó por concentrar su atención en los ojos de aquella mujer, tratando de discernir lo que había detrás de esa belleza: el contenido real de ese envase perfecto. Había rabia en su interior, sin lugar a dudas. Desesperación. Un pasado difícil, apostaba a ello. Remordimientos. Soledad, aunque ella no admitiría la vulnerabilidad que implicaba esa palabra. Inteligencia. Impulsividad y terquedad: el impulso de coger algo sin pensar, el empeño terco de no soltarlo. Y algo más oscuro. ¿Un desprecio de su propia vida?