– Menuda sorpresa.
– Yo también me alegro de verte.
– ¿Te apetece cenar?
– Te decía en la nota que te he dejado esta mañana que estaría en casa para la cena, y aquí estoy.
– Felicidades-dijo Madeleine, sacando otro plato de uno de los armarios altos y poniéndolo al lado del que ya estaba en la encimera.
Dave la miró con los ojos entrecerrados.
– Quizá deberíamos intentarlo otra vez. ¿Puedo salir y volver a entrar?
Ella le devolvió una parodia ampliada de su expresión, pero luego la suavizó.
– No. Tienes razón. Aquí estás. Coge cuchillo y tenedor, y comamos. Tengo hambre.
Entre los dos sirvieron los platos de la bandeja de verduras asadas y muslos de pollo y los llevaron a la mesa redonda, junto a la puerta cristalera.
– Creo que hace el calor suficiente para abrirla-dijo, y lo hizo.
Al sentarse, los envolvió un aire refrescante, dulce. Madeleine cerró los ojos y una sonrisa a cámara lenta le arrugó las mejillas. En la quietud, Gurney pensó que podía oír el leve arrullo de las huilotas en los árboles del otro lado del prado.
– ¡Qué maravilla!-exclamó Madeleine casi en un susurro. Luego suspiró, abrió los ojos y empezó a comer.
Al menos pasó un minuto antes de que hablara otra vez.
– Bueno, cuéntame cómo te ha ido el día-dijo, mirando una chirivía en la punta del tenedor.
Gurney pensó en ello, frunciendo el ceño.
Madeleine esperó y lo observó.
Él colocó los codos en la mesa y entrelazó los dedos delante de la barbilla.
– ¿El día? Bien. Lo más destacado fue el momento en que el psicópata se deshizo en risitas. Se le ocurrió una imagen graciosa. Una imagen en la que salían dos mujeres a las que había violado, torturado y decapitado.
Madeleine examinó su expresión, con los labios apretados.
Al cabo de un rato, él dijo:
– Así que ha sido esa clase de día.
– ¿Has conseguido lo que esperabas?
Se frotó el nudillo de su índice lentamente por los labios.
– Eso creo.
– ¿Significa eso que has resuelto el caso Perry?
– Creo que tengo parte de la solución.
– Enhorabuena.
Se hizo un largo silencio entre ellos.
Madeleine se levantó, recogió los platos y a continuación los cuchillos y tenedores.
– Ha llamado hoy.
– ¿Quién?
– Tu cliente.
– ¿Val Perry? ¿Has hablado con ella?
– Dijo que estaba devolviendo tu llamada, que tenía a mano tu número de casa pero no el del móvil.
– ¿Y?
– Y quería que supieras que no tienes que molestarla por tres mil dólares. «Debería gastar lo que demonios necesite gastar para encontrar a Héctor Flores.» Textual. Parece el cliente ideal. -Se oyó el ruido de los platos cuando Madeleine los dejó en el fregadero-. ¿Qué más se puede pedir? Oh, por cierto, hablando de decapitación…
– ¿Hablando de qué?
– Tu hombre en Florida que decapita gente… Acaba de recordarme que te pregunte por la muñeca.
– ¿La muñeca?
– La de arriba.
– ¿Arriba?
– ¿Qué es esto, el juego del eco?
– No sé de qué estás hablando.
– Te estoy preguntando sobre la muñeca que está en la cama de mi cuarto de costura.
Gurney negó con la cabeza, levantando las palmas de las manos en ademán desconcertado.
Hubo un destello de preocupación en los ojos de Madeleine. -La muñeca. La muñeca rota de la cama. ¿No sabes nada de eso?
– ¿Te refieres a una muñeca de niña?
La voz de Madeleine se alzó, alarmada.
– ¡Sí, David! ¡Una muñeca de niña!
Gurney se levantó y caminó deprisa hacia las escaleras del vestíbulo, las subió de dos en dos, y en cuestión de segundos estaba de pie en el umbral del dormitorio desocupado que Madeleine usaba para sus labores de costura. El anochecer agonizante solo proyectaba una luz tenue y gris sobre la cama de matrimonio. Gurney pulsó el interruptor de la pared y una lámpara de la mesita de noche le proporcionó toda la iluminación que necesitaba.
Había una muñeca corriente apoyada en una de las almohadas. Sentada, sin ropa. No tenía nada de especial, salvo el hecho de que le habían quitado la cabeza, que habían colocado sobre la colcha, de cara al cuerpo.
62
El sueño se estaba desmontando, resquebrajándose como los compartimentos de un envase frágil, incapaz de seguir manteniendo en su lugar su incontrolable contenido.
Cada noche su victoria de cimitarra sobre Salomé era menos clara, menos inequívoca. Era como una transmisión de televisión de los viejos tiempos, interrumpida por un programa que tenía una frecuencia similar. Voces que competían y se superponían una y otra vez. Imágenes de Salomé bailando eran sustituidas por vívidos destellos de otra bailarina.
En lugar de la visión fuerte y tranquilizadora de su misión y su método-el valor y la convicción de Juan el Bautista-había fragmentos de recuerdos, cascos afilados que recordaba de momentos abrumadoramente familiares, nauseabundamente familiares.
Una mujer bailando, levantándose el vestido de seda, mostrando sus piernas largas, enseñando a las niñas a bailar como Salomé, a bailar delante de los niños.
Salomé bailando samba en una alfombra de color melocotón entre plantas tropicales, hojas enormes y húmedas, goteando. Enseñando a los niños cómo bailar la samba. Cómo agarrarla.
La alfombra de color melocotón y las plantas tropicales estaban en su dormitorio. Le estaba enseñando samba a él y a su mejor amigo de la escuela. Cómo agarrarla.
La serpiente se movía de la boca de ella a la suya, buscando, deslizándose.
Después él vomitó, y ella rio. Vomitó en la alfombra de color melocotón, bajo las plantas tropicales gigantes, sudando, boqueando. El mundo le daba vueltas, tenía arcadas.
Ella lo llevó a la ducha y apretó sus piernas contra él.
Ella estaba reptando en la alfombra de color melocotón hacia un niño y una niña, exhausta e infatigable.
– Espera en el pasillo, cielo. -Jadeando-. Estaré contigo dentro de un minuto. -Su cara brillando de sudor, sonrojada. Se mordió el labio. La mirada desorbitada.
63
El equipo de investigación del DIC llegó en dos fases: Jack Hardwick a medianoche y el equipo de recogida de pruebas una hora más tarde.
Al principio, los técnicos, con sus monos blancos anticontaminación, se mostraron escépticos ante una escena del crimen donde el único «crimen» era la presencia inexplicable de una muñeca rota. Estaban acostumbrados a la carnaza, a los restos sangrientos del caos y el asesinato. Así que quizás era comprensible que sus primeras reacciones fueran cejas levantadas y miradas de soslayo.
Sus sugerencias iniciales-que un niño de visita podría haber puesto allí la muñeca o que podría tratarse de una broma-quizá fueran comprensibles, pero eso no era tolerable para Madeleine, cuya pregunta directa a Hardwick probablemente habían oído, a juzgar por las expresiones de sus caras.
– ¿Están borrachos o solo son estúpidos?
No obstante, una vez que Hardwick los llevó aparte y les explicó el gran parecido de la posición de la muñeca con la del cadáver de Jillian Perry, hicieron un trabajo tan concienzudo y profesional al registrar el escenario como si la habitación hubiera quedado acribillada a balazos.
Los resultados, por desgracia, no aportaban nada. Todo el proceso de peinado fino, toma de huellas y aspirado de fibras y del suelo no resultó en nada de interés. La habitación contenía huellas de una persona, sin duda las de Madeleine. Y lo mismo cabía decir de los pocos pelos encontrados en el respaldo de la silla junto a la ventana donde ella hacía punto. El interior del marco de la ventana contigua, la que le pidieron a Gurney que abriera cuando se quedó atascada, contenía un segundo juego de huellas, sin duda suyas. No las había en el cuerpo ni en la cabeza de la muñeca. Era de una marca popular, que se vendía en todos los Walmart del país. Las puertas de entrada de la planta baja tenían múltiples huellas idénticas a las encontradas en el cuarto. No había ninguna puerta o ventana de la casa que mostrara signos de haber sido forzada. No había huellas en el lado exterior de las ventanas. Un examen con Luma-Lite de los suelos no reveló huellas de pisadas claras que no coincidieran con las del tamaño de zapato de Dave o Madeleine. El examen de todas las puertas, barandillas, encimera, grifos y mandos del lavabo en busca de huellas dactilares acabó con los mismos resultados.