Siguieron la banda que mantenían bien segada a lo largo del linde del bosque para impedir que árboles jóvenes invadieran el campo. Dieron un lento rodeo hasta el banco del estanque, donde se sentaron en silencio.
El entorno del estanque era silencioso en septiembre, a diferencia de mayo y junio, cuando el croar de las ranas y los gorjeos de los mirlos mantenían un constante jaleo de control territorial.
Madeleine tomó la mano de su marido en la suya.
Dave perdió la noción del tiempo, víctima de la emoción.
En un momento dado, ella dijo en voz baja.
– Lo siento.
– ¿Por qué?
– Por mis expectativas… de que todo debería ser tal y como yo quiero que sea.
– Quizás es así como debería ser. Tal vez la forma en que quieres que sean las cosas está bien.
– Eso me gustaría pensar. Pero… no creo que sea cierto. Y no creo que debas renunciar al trabajo que has accedido a hacer.
– Ya lo he decidido.
– Entonces deberías cambiar de opinión.
– ¿Por qué?
– Porque eres detective, y no tengo ningún derecho a exigir que te conviertas, como por arte de magia, en otra cosa.
– No sé mucho de magia, pero tienes todo el derecho del mundo a pedir que vea las cosas de otra manera. Y Dios sabe que no tengo ningún derecho a poner nada por encima de tu seguridad y tu felicidad. A veces… miro las cosas que he hecho…, situaciones que he creado…, peligros a los que no he prestado atención… Y pienso que debo de estar loco.
– Puede que a veces-dijo ella-. Quizá solo un poco.
Madeleine miró al estanque con una sonrisa triste y le apretó la mano. El aire estaba en perfecta calma. Incluso las largas hojas de las aneas permanecían tan inmóviles como en una fotografía. Cerró los ojos, pero la expresión de su cara se hizo más dolorida.
– No debería haberte atacado de la manera en que lo hice, no debería haber dicho lo que dije, no debería haberte llamado «cabrón». Eso es lo último que debería haber hecho. -Abrió los ojos y lo miró directamente-. Eres un buen hombre, David Gurney. Un hombre sincero. Un hombre brillante. Un hombre de talento extraordinario. Quizás el mejor detective del mundo.
Una risa nerviosa estalló en la garganta de Gurney.
– ¡Dios nos salve a todos!
– Hablo en serio. Quizás eres el mejor detective en el mundo entero. Así que ¿cómo puedo pedirte que dejes de serlo para ser otra cosa? No es justo. No está bien.
Dave miró al estanque vítreo, a los reflejos invertidos de los arces que se alzaban al otro lado.
– Yo no lo veo así.
Ella no hizo caso de la respuesta.
– Así que esto es lo que deberías hacer. Accediste a aceptar el caso Perry durante dos semanas. Hoy es miércoles. Ya has cumplido más de la mitad del plazo de dos semanas. Termina el trabajo.
– No es necesario que lo haga.
– Lo sé. Sé que estás dispuesto a renunciar. Y por eso exactamente lo justo es que no lo hagas.
– Repite eso.
Ella se rio, sin hacer caso de la pregunta.
– ¿Dónde estarían sin ti?
Dave negó con la cabeza.
– Espero que estés de broma.
– ¿Por qué?
– Lo último que necesito en esta vida es que me refuercen la arrogancia.
– Lo último que necesitas en esta vida es una esposa que piense que deberías ser otra persona.
Al cabo de un rato volvieron a subir caminando de la mano por el prado, saludaron con la cabeza a su guardaespaldas y entraron en la casa.
Madeleine hizo un pequeño fuego de cerezo en la gran chimenea de piedra y abrió la ventana para impedir que la sala se calentara demasiado.
Durante el resto de la tarde, hicieron algo que rara vez hacían: nada en absoluto. Holgazanearon en el sofá, dejándose hipnotizar perezosamente por el fuego. Después Madeleine pensó en voz alta sobre posibles cambios de plantas en el jardín para la siguiente primavera. Más tarde aún, quizá para mantener a raya la marea de preocupaciones, ella le leyó en voz alta un capítulo de Moby Dick y ambos se sintieron complacidos y perplejos por la obra a la que ella continuaba refiriéndose como «el libro más peculiar que he leído».
Madeleine cuidó del fuego. Dave le mostró a su esposa fotos de pabellones ajardinados y glorietas de un libro que había comprado meses antes en Home Depot, y hablaron de construir uno el verano siguiente, quizá junto al estanque. Se adormilaron y pasó la tarde. Cenaron pronto una sopa y ensalada mientras la puesta de sol todavía brillaba en el cielo, iluminando los arces en la ladera opuesta. Se fueron a acostar al anochecer, hicieron el amor con una ternura que rápidamente derivó en una urgencia desesperada, durmieron más de diez horas y se despertaron a la vez con la primera luz gris del alba.
65
Gurney había terminado sus huevos revueltos y su tostada, y estaba a punto de llevar el plato al fregadero. Madeleine levantó la mirada de su bol de avena y pasas y dijo:
– Supongo que ya has olvidado adónde voy hoy.
(Durante la cena de la noche anterior, él la había convencido con cierta dificultad de que pasara un par de días con su hermana en Nueva Jersey, una precaución prudente, dadas las circunstancias, mientras él terminaba su compromiso con el caso.) Sin embargo, en ese momento Dave arrugó la cara en ademán de concentración, haciendo un alarde de desconcierto.
Madeleine se rio de su expresión exagerada.
– Espero que cuando tengas que infiltrarte en algún caso tu actuación sea más convincente. ¿O has estado tratando con idiotas?
Después de terminarse sus copos de avena y tomarse una segunda taza de café, Madeleine se duchó y se vistió. A las ocho y media le dio un fuerte abrazo y un beso a su marido, puso cara de preocupación, le dio otro beso y partió hacia el palacete de su hermana, en las fueras de Ridgewood.
Cuando el coche de su mujer ya estaba en la carretera, Dave se metió en el suyo y la siguió. Como conocía la ruta que iba a tomar, pudo quedarse detrás de ella, manteniéndola a la vista solo de vez en cuando. Su objetivo no era seguirla, sino asegurarse de que nadie la estaba siguiendo.
Tras unos kilómetros sin tráfico, Gurney se sintió razonablemente convencido y regresó a casa.
Intercambió un saludo amistoso con el agente al aparcar junto al coche patrulla.
Antes de entrar en la casa, se quedó de pie junto a la puerta lateral y miró a su alrededor. Por un momento tuvo una sensación de atemporalidad, de estar dentro de un cuadro. Al entrar en la casa, aquella paz se vio interrumpida por un pitido de su teléfono móvil que señalaba la llegada de un mensaje de texto. Su contenido hizo añicos aquella sensación de bienestar: «Siento no haberle encontrado el otro día. Lo volveré a intentar. Espero que le guste la muñeca».
Gurney sintió un impulso irracional de salir corriendo al bosque, como si el mensaje lo hubiera enviado alguien que en ese momento estuviera acechando detrás del tronco de un árbol, observándolo. Tenía ganas de gritarle obscenidades a ese enemigo invisible, pero en lugar de hacerlo leyó el mensaje otra vez. Incluía el número de origen, sin bloquear, igual que los mensajes anteriores, lo cual convertía en una certeza casi total que el teléfono móvil era de prepago, imposible de rastrear.
Sería útil conocer la ubicación de la torre de transmisión, pero el proceso presentaba algunos inconvenientes.
Puesto que se había denunciado, el incidente de la muñeca era a todas luces una investigación abierta. En ese contexto, un mensaje de texto anónimo referido a la muñeca constituía una prueba que debía ponerse en conocimiento de la policía. No obstante, una orden de registro de teléfonos móviles con su consiguiente búsqueda de datos revelaría los anteriores mensajes de texto enviados al número de Gurney desde el mismo teléfono prepago, así como su respuesta («Quiero saber más») al primero. Se sentía atrapado en una jaula que él mismo había fabricado, una jaula en la que cualquier solución crearía un problema mayor.