Una sacudida de adrenalina me impulsa a la acción. La cámara. ¿Cómo me había olvidado? Salto fuera de la cama, corro a mi armario y tiro de la puerta. Allí, sobre una pila de zapatos, mi bolso de hospital, todavía sin deshacer. Hurgo frenéticamente y encuentro mi cámara de fotos, una cajita negra de bordes curvos que contiene las primeras fotos de Florence. Abro la parte posterior, acaricio el cilindro negro y liso de la película fotográfica con mi pulgar. Gracias a Dios, murmuro para mis adentros. Ahora, con toda seguridad, tengo una posibilidad de que me crean.
Capítulo 6
3/10/03, 13-30 horas
No había rastro de Charlie en la sala del Departamento de Investigación Criminal. Mierda. Sin ella, Simon difícilmente podría sacarle a Proust lo que le había dicho David Fancourt. Colin Sellers y Chris Gibbs, dos de los otros detectives del equipo de Charlie, estaban inmersos en una montaña de expedientes con diligencia ligeramente exagerada, en opinión de Simon. Solamente podía haber una explicación para ello.
Simon se volvió y vio al inspector Proust en su oficina de la esquina de la sala. Más que una oficina, era una caja de cristal, como una especie de vitrina de exposición en una galería de arte, en la que podía admirarse el corte transversal de un animal muerto, excepto que la mitad inferior estaba hecha de pladur barato que, por alguna razón, se había cubierto con la misma moqueta gris estriada que cubría el suelo de la sala del die. A través del cristal podía verse al inspector de cintura para arriba girando alrededor de su escritorio, con el teléfono en una mano y su taza de «Mejor abuelo del mundo» en la otra.
David Fancourt se debía de haber marchado. A menos que Proust se lo hubiera pasado a Charlie. Quizás era ahí donde ella estaba, en una sala de interrogatorios con ese cabrón. Simon se sentó junto a Gibbs y Sellers, tamborileando con sus dedos en el escritorio. La sala del dic se le caía encima, con su pintura verde desconchada, ese hedor estancado a sudor y su zumbido informático constante. Cualquiera se sentiría asfixiado aquí. Había fotografías de víctimas colgadas de una de las paredes en las que la sangre se apreciaba en algunas de las caras y los cuerpos. Simon no podía soportar pensar en Alice en ese estado. Pero ella no estaba así, no podía estarlo. Su imaginación no se lo permitiría.
Algo corroía su subconsciente, algo relacionado con lo que Charlie le había contado sobre el caso de Laura Cryer. No era lo suficientemente maduro como para dejar de angustiarse y volver a pensar de forma fácil en ello más tarde. En cambio, se sentaba en su silla con los hombros encorvados y se machacaba el cerebro intentando sacarlo a la luz desde las profundidades lóbregas de su memoria. Era inútil.
Antes de ser consciente de haber tomado una decisión, Simon estaba otra vez en pie. No podía quedarse sentado girándose los pulgares cuando no tenía ni idea de si Alice estaba bien. ¿Dónde coño estaba Charlie? Libre por una vez de su oprimente influencia, se dirigió a la oficina de Proust y llamó a su puerta, muy fuerte, marcando un ritmo de urgencia. Con Proust, normalmente había que esperar hasta que te llamara, incluso si eras un sargento, como Charlie. Simon oía a Gibbs y Sellers cuchichear acerca de cuál era su problema.
Proust no parecía tan sorprendido como cabría esperar.
– Detective Waterhouse -dijo al emerger de su cubículo-. Justo el hombre que necesitaba ver -Su tono de voz era severo, pero eso no le decía nada a Simon. El inspector siempre parecía severo.
Según su mujer, Lizzie, con la que Simon había coincidido en un par de fiestas, Proust utilizaba el mismo tono que utilizaba en los tribunales y las ruedas de prensa cuando hablaba con su familia.
– Señor, sé que David Fancourt ha estado aquí -Simon fue directo al grano-. Sé que su mujer y su hija han desaparecido. ¿Está ahora con Charlie?
Proust suspiró, despellejando a Simon con la mirada. Era un hombre pequeño, delgado y calvo que mediaba la cincuentena y cuyo mal humor era capaz de traspasar su propia piel y contaminar habitaciones llenas de gente. De esta manera se aseguraba de que a todo el mundo le interesase tenerlo contento. Era el «Muñeco de Nieve»; Proust conocía el apodo y le gustaba.
– Escucha atentamente, Waterhouse. Voy a hacerte una pregunta, y quiero que me digas la verdad, aunque sepas que eso significa que vas a tener un gran problema. Si me mientes… -se detuvo para observar siniestramente a Simon-, si me mientes, Waterhouse, puedes dar por acabada tu carrera en la policía. Te acordarás del día de hoy. ¿Está claro?
– Sí, señor. -Huelga decir que ninguna de las dos alternativas sonaba especialmente atractiva.
– Y no creas que no me enteraré de que mientes, porque sí lo haré.
– Sí, señor.
La frustración corría por las venas de Simon, pero intentaba parecer tranquilo. No había atajos cuando se trataba de Proust. Había que pasar por los muchos aros que colocaba. Empezaba todas las conversaciones con una visión clara de cómo debían estructurarse. Hablaba en párrafos.
– ¿Dónde están Alice y Florence Fancourt?
– ¿Señor? -Simon levantó la mirada, sobresaltado.
– ¿Sólo sabes decir esa palabra, Waterhouse? Porque si es así, estaré encantado de prestarte un diccionario. Te lo preguntaré otra vez: ¿dónde están Alice y Florence Fancourt?
– No tengo ni idea. Sé que han desaparecido, señor. Sé que ese es el motivo por el que ha venido Fancourt esta mañana, pero no sé dónde están. ¿Por qué tendría que saberlo?
– Mmm. -Proust se alejó frotándose la nariz. Sumido en sus pensamientos, perfeccionando su frase siguiente -. Así que si alguien sugiriese que tú y la señora Fancourt estabais más unidos de lo que deberíais, estaría equivocado, ¿no es cierto?
– Sí. Así es, señor. -Simón fingió indignación. Con cierto éxito, pensó. Las estudiadas pausas de Proust habían elevado tanto el nivel que había terminado estudiando los trucos retóricos de todo el mundo. «¿Quién ha dicho eso? ¿Es eso lo que Fancourt ha dicho? O quizá ha sido Charlie, la traidora». Simon solamente sabía una cosa: no podía perder este trabajo. Lo había hecho mejor que cualquiera, primero como policía raso y más tarde en el dic durante siete años. En el pasado no se había esforzado demasiado en conservar sus empleos anteriores y se embarcaba en una escalada de dudosa gloria en cuanto las cosas empezaban a fallar. La clínica dental, la oficina de información de turista, la empresa constructora… ninguno de esos trabajos le había importado nada. Estaban llenos de idiotas que le lanzaban peroratas sobre «el mundo real» cada vez que veían a Simon con un libro en la mano. Como si los libros no fueran tan reales como el dinero de una cuenta de ahorros, joder. No, pensaba que darles la patada a esos gilipollas era una especie de tributo, una prueba de su propio valor.
Su madre no estaba de acuerdo. Simon todavía recordaba la cara que puso cuando le dijo que lo habían despedido de su trabajo como guardia de seguridad en una galería de arte, su cuarto empleo en dos años. «¿Qué voy a decirle al reverendo?» le dijo.
No hubo ninguna respuesta por parte del Muñeco de Nieve. Simon notó las gotas de sudor que se formaban en su frente.
– Fancourt es un mentiroso, señor -se le escapó-. No confío en él.
El inspector tomó un sorbo de su taza y aguardó. Alarmantemente frío, como un cubo de hielo que se desliza por la espalda en un día caluroso. Simon sabía que probablemente debería mantener la boca cerrada, pero no pudo.
– ¿Señor, no deberíamos volver a examinar el caso de Laura Cryer otra vez, dadas las circunstancias? -Proust había estado oficialmente a cargo de la investigación tres años atrás, aunque habían sido Charlie, Sellers, Gibbs y el resto del equipo quienes hicieron todo el trabajo. -Acabo de decirle a Char… la sargento Zailer lo mismo. Alice Fancourt no confiaba en David Fancourt tampoco. Era obvio que no. Y las mujeres conocen a sus maridos, ¿no? Señor, puesto que la primera mujer de Fancourt fue asesinada y ahora Alice ha desaparecido también, ¿no debería ser Fancourt nuestro principal sospechoso? ¿No debería ser esa nuestra primera línea de investigación? -Normalmente él no era tan hablador. Proust tendría que verle la lógica a lo que decía si se lo repetía lo suficiente.