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– ¡Las mujeres conocen a sus maridos!

Proust hizo saltar a Simon. El aumento repentino del volumen le decía que su turno había terminado y que lo había utilizado de forma imprudente. Proust lo iba a hacer pagar intentado determinar la dirección de su diálogo. No debería haber hablado tanto, con tanta urgencia. Había introducido un nuevo elemento; y Proust odiaba eso.

– Así que las mujeres conocen a sus maridos, ¿eh? ¿Y sobre esa base sospechas de David Fancourt por asesinato?

– Señor, si…

– Déjame decirte algo, Waterhouse. Todos los sábados mi mujer y yo cenamos con alguno que otro tipo aburrido, y yo me tengo que quedar allí sentado como un imbécil mientras ella se inventa historias sobre mí. Giles esto, Giles lo otro, a Giles no le gusta la tarta de merengue de limón porque lo obligaban a comerla en la escuela, Giles prefiere España a Italia porque cree que allí la gente es más amable. El setenta y cinco por ciento de esas historias son inventadas, simple y llanamente. Bueno, hay una pizca de verdad en algunas de ellas, pero en su mayor parte son mentira. Las mujeres no conocen a sus maridos, Waterhouse. Solo lo dices porque no estás casado. Las mujeres hablan de tonterías porque les divierte. Llenan el aire con palabras aleatorias, y no les importa demasiado si lo que están diciendo tiene alguna base real. -Proust tenía la cara roja hacia el final de su discurso. Simon sabía que era mejor cuidarse de responder.

– ¡Una mujer guapa y manipuladora se inventa una historia y tú te la crees! Darryl Beer mató a Laura Cryer porque le quería quitar el bolso. Desparramó la mitad del contenido de su cuero cabelludo sobre el cuerpo de ella ¿A qué estás jugando, Waterhouse? ¿Eh? Podrías llegar a ocupar mi sitio si juegas bien tus cartas. Realmente puedes llegar a ser un buen detective. Yo fui el primero en decirlo cuando te trasladaron aquí. Y has acertado más de una vez recientemente, esto tengo que admitirlo. Pero también te digo una cosa: no puedes permitirte cometer más errores.

¿Acertar? Los puños de Simon anhelaban volar por el aire en dirección a la petulante cara de Proust. El inspector lo hacía parecer como si cualquiera pudiese haber logrado lo que Simon hizo el mes anterior, cuando debía saber perfectamente que nadie más podría haberlo hecho, al menos nadie que estuviera trabajando actualmente en el dic. Ciertamente, nadie más lo había logrado, y eso era lo que contaba, joder.

Y ¿qué era toda esa mierda acerca de «más errores»? Simon había sido investigado un par de veces por procedimientos disciplinarios, pero nunca nada serio. Todo el mundo recibía alguna vez alguna amonestación disciplinaria menor. Y, a menos que su memoria le estuviese jugando malas pasadas, Proust acababa de describir a Alice como manipuladora. Esa opinión debe de haber venido de Charlie, quien sí era capaz de ser despiadadamente manipuladora. Simon tenía la impresión de que Alice era una persona completamente sincera, sin ninguna malicia. Mantuvo la boca cerrada y empezó a contar dentro de su cabeza. Cuando iba por treinta y dos, todavía quería noquear a Proust y dejarlo tirado en el suelo. Y también a Charlie, ya que se ponía.

– ¿Qué te pasa con las mujeres, Waterhouse? ¿Por qué no te buscas una novia?

Simon se quedó helado, con los ojos fijos en el suelo. Ese era un asunto del que definitivamente no quería hablar. Con nadie, nunca. Siguió con la cabeza gacha y esperó a que Proust terminara de vociferar.

– No sé lo que está pasando en tu vida privada, Waterhouse, ni me interesa, pero si afecta a tu trabajo, entonces sí que me preocupo. Vienes aquí y empiezas «Charlie esto» y «Alice aquello»… esto es el dic, no un culebrón hortera. ¡Aclárate ya!

– Lo siento, señor. -Ahora era un mal momento para empezar a temblar. Era probablemente a causa del esfuerzo por eliminar toda su rabia y frustración. Simon esperaba que Proust, al que no se le escapaba nada, no se hubiese dado cuenta. ¿Por qué había dicho aquello sobre las novias?

– ¡Mírate! ¡Estás hecho un desastre!

– Yo… lo siento, señor.

– Vamos a ser totalmente francos: aparte de tu trato oficial con Alice Fancourt durante las declaraciones que hizo sobre su bebé, no has tenido ningún tipo de contacto con ella. ¿Correcto?

– Sí, señor.

– ¿No te estás viendo con ella?

– No. -Eso, al menos, era cierto-. Tuvo un bebé hace menos de un mes, señor.

– ¿Y mientras estaba embarazada? ¿Antes de su embarazo?

– La conocí hace solamente una semana, señor.

¿Realmente fue el viernes pasado? Parecía mucho más tiempo. Simon iba a recoger algunas grabaciones de videovigilancia que su equipo necesitaba para un caso abierto de desaparición cuando oyó la voz del agente Robbie Meakin por radio pidiendo que cualquier coche acudiera a una residencia llamada Los Olmos, en la carretera de Rawndesley. «Mujer que responde al nombre de Alice Fancourt. Dice que su bebé ha sido secuestrado».

A Simon le sorprendió la coincidencia. Había pasado por delante de esa propiedad hacía solamente unos veinte segundos y se había percatado de las verjas abiertas de hierro forjado construidas especialmente para incorporar el nombre de la finca en dos grandes círculos: «Los» en la puerta de la izquierda y «Olmos» en la de la derecha. Más elegante que esas señales de madera pintadas, había pensado Simon. «Estoy allí. Iré yo» le dijo a Meakin. Aunque estaba reticente a encargarse de otro caso cuando ya tenía más que suficiente con su pila de casos criminales, se habría sentido culpable de ignorar este cuando se encontraba allí mismo. Se trataba de un bebé, después de todo.

Se detuvo, giró el coche y se dirigió de vuelta en dirección a Spilling. Apenas había empezado a acelerar cuando ya se encontró frente a Los Olmos. Vio un largo camino de entrada y un trozo de casa alta y blanca al final de él, flanqueada por árboles a un lado y por lo que parecía un granero al otro. Delante del granero, en el lado más cercano a la carretera, había un área pavimentada en la que estaban aparcados dos coches bajo unos árboles inclinados: un bmw azul metálico y un Volvo granate que parecía tener cuatrocientos años.

Simon esperó con impaciencia a que el tráfico del carril contrario le dejase un hueco para girar hacia el camino de entrada. Mientras tamborileaba con sus dedos en el volante, volvió a emerger la voz de Meakin.

– ¿Waterhouse?

– Sí.

– ¿Puedes hablar?

– Sí.

– Te va a encantar esto. El marido de la mujer acaba de llamar. Dice que el bebé no ha sido secuestrado.

– ¿Qué?

– Hay un bebé en la casa. Parece que los dos están de acuerdo en eso. El marido considera que es el que se trajeron a casa del hospital, pero la mujer dice que no -se rió Meakin entre dientes. Simon gimió:

– ¡No me jodas!

– Demasiado tarde. Dijiste que te ocuparías.

– Qué cabrón eres, Meakin.

Finalmente el tráfico disminuyó y Simon pudo llegar al otro lado de la carretera. Aunque ya no tenía ningunas ganas de hacerlo. ¿Por qué no había dejado que los de uniforme se ocuparan de esto? Era demasiado concienzudo, por desgracia para él. Un bebé secuestrado era una cosa. Eso era una cosa seria. Pero una mujer diciendo que su bebé no era su bebé, ese ya era otro cantar. Simon estaba seguro de que se iba a comer un auténtico marron. Alice Fancourt, no había duda, resultaría ser un ama de casa con trastornos hormonales que aquella mañana se había levantado con el pie equivocado y había decidido hacerle perder el tiempo a todo el mundo.