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Y así se generaría todavía más papeleo administrativo. No importaba lo absurda que fuese la denuncia. En estos días de procedimientos éticos de denuncia, todo tipo de disparates tenían que ser tramitados, se les debía asignar un número de caso y un sargento, que a su vez se lo asignaría a un detective. Era parte de los intentos de las fuerzas policiales de fingir que se tomaba a todos los ciudadanos en serio. Cosa que evidentemente no hacían.

No era el papeleo lo que le preocupaba a Simon. Durante su traslado al dic, había estado en su elemento como oficial de pruebas. Estaba menos cómodo con las desordenadas y a menudo espantosas pantomimas humanas con las que se encontraba a diario, la ferocidad de los sentimientos con la que su trabajo a veces lo ponía en contacto. Se avergonzaba de estar presente en muchas de las escenas que requerían su presencia, y la mayor parte de su mejor trabajo lo hacía solo con el pensamiento, o al frente de una pila de archivos. En cualquier caso, lejos de las demás personas y de sus ideas mediocres.

– Oh, y una cosa más -dijo Meakin.

– ¿Sí? -Era improbable que fueran buenas noticias.

– La dirección, Los Olmos, lleva un aviso en el ordenador.

– ¿Qué dice?

– Solo dice: «Ver incidencia relacionada», y el número de incidencia.

Simon suspiró y garabateó el número que Meakin le dio. Lo comprobaría más tarde.

Aparcó junto al bmw y el destartalado Volvo, reparando que el primero estaba cubierto por la hojarasca de los árboles, mientrasque el Volvo tenía solamente dos sobre el capó, una roja y otra amarilla-marrón. Simon recorrió la avenida de entrada y tocó el timbre. La puerta delantera era de madera maciza y parecía absurdamente gruesa, como si fuese tan profunda como ancha. La casa era señorial, con una fachada perfectamente cuadrada, simétrica. Su aspecto inmaculadamente ordenado le hizo pensar a Simon en un artículo que había leído una vez en un periódico sobre un hotel hecho de hielo. Había algo inquietante en la aparente perfección desplegada que impulsaba a Simon a buscar con más ahínco defectos y grietas. No encontró ninguno. La pintura blanca de la fachada exterior y los marcos de las ventanas estaban igualmente impolutos.

Después de unos cuantos segundos, un hombre esbelto, bien afeitado, que llevaba una camisa a cuadros y pantalones vaqueros abrió la puerta. Era unos centímetros más bajo que Simon, y la inmensidad de la casa lo hacía parecer incluso más pequeño de lo que era. Tenía el pelo castaño claro peinado con un corte en apariencia muy caro. Simon adivinó que la mayor parte de las mujeres encontrarían atractivos sus rasgos regulares y bien proporcionados.

David Fancourt. Le pareció culpable, o avergonzado, o furtivo. Algo, en cualquier caso. No, no culpable. Simon no lo pensó entonces. Esa era la visión retrospectiva, una proyección hacia atrás, como cuando ves una película que ya habías visto antes y ya sabes lo que pasará al final.

– Por fin -dijo Fancourt impaciente al abrir la puerta. Llevaba en brazos a un bebé de pocos días y un biberón en la mano. El bebé tenía una cabecita más redonda que muchas de las que Simon había visto. Algunas parecían abolladas o aplastadas. Éste tenía apenas pelo y lucía un par de diminutas manchas blancas sobre su nariz. Sus ojos estaban abiertos y parecía que miraba con intensa curiosidad, aunque Simon estaba casi seguro de que había imaginado esta parte. Más trucos de la memoria.

Detrás de Fancourt vio un espacioso vestíbulo y una escalera curva hecha de madera oscura y bruñida. Así es como la otra mitad vive, pensó.

– Soy el agente detective Waterhouse. ¿Ha denunciado el secuestro de un bebé?

– David Fancourt. Mi mujer se ha vuelto loca. -Su tono implicaba que eso era, si no ya culpa de Simon, al menos sí su única responsabilidad ahora que había aparecido.

Y entonces, en la parte superior de las escaleras, Simon vio a Alice.

Capítulo 7

Viernes, 26 de septiembre de 2003

Hay solamente un policía. Estoy segura de que envían a dos cuando creen que es algo serio. Eso es al menos lo que pasa en la televisión. Tengo el impulso de gritar por la desesperación. Decido no hacerlo.

David acaba de decirle al detective Waterhouse que estoy loca, completamente loca, y no debo comportarme de modo que le dé inmediatamente la razón.

El policía me ve en la parte superior de las escaleras y sonríe brevemente. Es una sonrisa preocupada, y me sigue mirando bastante tiempo después de que la sonrisa se ha desvanecido. No sé si está intentando valorar mi estado mental o encontrar alguna pista en mi persona o mi vestimenta, pero naturalmente me mira durante mucho tiempo. No lleva uniforme de policía. Se ha denominado a sí mismo detective. Quizás ambas cosas son buena señal. Creo recordar que alguien me dijo que los policías uniformados son más veteranos.

Su aspecto me anima. No es guapo, pero parece sólido y serio. Y lo mejor de todo, parece estar atento. No tiene el aire de alguien que ha puesto el piloto automático, haciendo el mínimo indispensable para cumplir con su jornada de trabajo.

Sus grandes ojos grises todavía están puestos en mí. Es fornido, de hombros anchos, corpulento sin llegar a ser grueso. Fuerte es la palabra que me viene a la cabeza. Tiene el puente de la nariz algo deformado, como si estuviera roto. A su lado, David parece liviano. También superficial, con su corte de pelo de salón de peluquería italiana cara. El detective Waterhouse tiene el pelo corto y de un castaño áspero que parece cortado por un barbero por unas pocas libras.

Su rostro es cuadrado y ligeramente duro. Es el tipo de cara que podría imaginarse tallado en una roca. No me resulta difícil creer que es un hombre que protege y rescata a la gente, que hace justicia. Espero que me traiga un poco de justicia a mí. Creo que tiene más o menos mi edad, quizás algo mayor, y me pregunto cuál será su nombre de pila.

– Soy Alice Fancourt -le aclaro. Me dirijo hacia él sobre mis piernas débiles e inadecuadas como tuberías de desagüe. Cuando estoy cerca, le estrecho la mano. David está furioso de que no me dirija a él farfullando neuróticamente.

– Está borracha -afirma-. Cuando volvió apestaba a alcohol. ¡Ni siquiera debería haber conducido! Hace solo dos semanas que sufrió una cirugía abdominal mayor. Amenazó con apuñalarme.

Siento una opresión en la garganta de sorpresa y dolor. Sé que está disgustado, pero ¿cómo puede empezar a denigrarme inmediatamente delante de un desconocido? Yo sería incapaz de hacerle lo mismo. El amor no tiene un interruptor que se pueda apagar o encender a voluntad. Se me ocurre que quizás sea la fuerza del amor de David por mí lo que alimenta su rabia. Preferiría pensar esto.

La última vez que habló con Vivienne por teléfono, estuvo de acuerdo con ella en que era seguro que yo condujera, a pesar de lo que había dicho la comadrona. Ahora, al parecer, ha cambiado de opinión. David no está acostumbrado a estar en desacuerdo con su madre. Cuando se ve enfrentado a una de sus fuertes opiniones, normalmente se mantiene callado y aquiescente. En su ausencia repite sus teorías sobre la vida palabra por palabra, como si se estuviese probando una personalidad que es demasiado poderosa para él. A veces me pregunto si David realmente se conoce a sí mismo. O quizás es solo que yo no lo conozco.

– Por favor, señor Fancourt, no hay ninguna necesidad de ser desagradable -replica el detective Waterhouse-. Ambos tendrán la oportunidad de decir lo que quieran. Vamos a intentar solucionar esta confusión, ¿de acuerdo?

– ¡Es algo más que una confusión! Alguien ha secuestrado a mi hija. Tiene que salir y empezar a buscarla. -El policía parece incómodo cuando se lo digo. Sospecho que siente vergüenza ajena. «¿Cómo puede decir eso, debe de preguntarse, cuando se ve claramente a un bebé en brazos de su marido?». Estará tentado a sacar la conclusión más obvia: hay un bebé en la casa, por lo tanto ese bebé debe ser nuestro hijo.