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– Florence está aquí -corta David.

– Creo que mi marido se siente culpable -explico frenéticamente, notando cómo mi compostura empieza a desplomarse. Me doy cuenta de que estoy cometiendo un error. Hay una sensación de urgencia ajena al procedimiento. Todo está sucediendo demasiado lentamente. Eso significa que el policía no me cree. Mis palabras emergen torrenciales-. Su culpabilidad se está expresando como rabia. Se quedó dormido cuando debería haber estado cuidando al bebé. Cuando volví, encontré abierta la puerta delantera. ¡Nunca está abierta! Alguien debe haber entrado e intercambiado a nuestra hija Florence -señalo, incapaz de decir nada más.

– ¡No, todo eso son tonterías, de hecho, porque esta es Florence, está justo aquí! Mire quién es la persona que la lleva en brazos, inspector, quién la cuida, quién le da su leche y la consuela mientras su madre tiene una crisis nerviosa. -David se dirige a mí-. Culpabilidad expresándose como rabia… qué estupidez. ¿Sabe a qué se dedica, inspector? Venga, díselo.

– No soy inspector, soy detective -aclara Waterhouse-. Señor Fancourt, no está siendo de ayuda al mostrarse tan agresivo.

No le gusta David, pero le cree.

– Está siendo agresivo porque está asustado -digo.

Creo que es cierto. Mi teoría (he tenido que recurrir a desarrollar teorías sobre mi marido a lo largo de los años, puesto que nunca confía en mí) es que gran parte del comportamiento de David está motivado por el miedo.

Parece creer que mi profesión es de por sí suficiente para desacreditarme. Me siento herida y despreciada. He ansiado siempre la aprobación de David. Creía que la tenía. He estado casada con él durante dos años. Antes de hoy, nunca habíamos intercambiado palabras ásperas, nunca habíamos discutido o peleado. Solía creer que era porque estábamos enamorados, pero en retrospectiva, nuestras buenas maneras parecen completamente forzadas. Una vez le pregunté a David a qué partido votaba. El esquivó la pregunta, y juraría que le había molestado que se lo preguntase. Me sentí fatal, como una ignorante sin sentido de decoro. Vivienne considera que es de mala educación hablar de política, incluso con miembros de la propia familia.

David es un hombre muy guapo. El solo hecho de verlo me hacía sentir mariposas en el estómago. Ahora, no puedo imaginar ni recrear mi deseo anterior por él. Parecería absurdo, como desear una ilustración. Admito para mis adentros que por primera vez mi marido es un desconocido para mí. La compenetración que he ansiado desde que lo conocí me ha eludido, nos ha eludido.

David trabaja para una empresa que fabrica videojuegos. El y su amigo Russell montaron la empresa juntos. Russell era un conocido mío en la universidad, y fue en su boda donde conocí a David. Por fin había salido de mi depresión, pero la dolorosa soledad todavía estaba allí. Solo podía esquivarla durante el día si me mantenía ocupada, pero siempre me asaltaba por la noche, cuando lloraba al menos durante una hora, casi siempre más.

Me avergüenza admitirlo, pero incluso inventé un amigo imaginario. Le puse un nombre: Stephen Taylor. Elegí un nombre común y corriente para hacerlo parecer más real, creo. Solo podía conciliar el sueño por la noche si fingía que él me abrazaba y susurraba que siempre estaría allí conmigo.

Stephen desapareció el día de la boda de Russell. Alguien escribió mi nombre junto al de David en la distribución de los asientos y me salvó la vida, o por lo menos así lo sentí.

Casi lo primero que David me dijo fue que su mujer lo había abandonado antes de que su hijo naciera, que solamente veía a Felix ocasionalmente, un par de horas de vez en cuando. Irónicamente, recuerdo haber admirado su carácter abierto. No sabía entonces que nunca más confiaría en mí de la forma en que lo hizo aquel día. Quizás se trataba de algo calculado y la historia de Felix era el equivalente para David de una charla intrascendente.

Funcionó. Yo le hablé de mis padres, por supuesto. Hablar con David me hizo darme cuenta de que la muerte es solamente una de las formas como podemos perder a los que querernos. Quería consolar su pena, y que él consolase la mía. Sentí como si lo hubiera conocido por una razón y estaba totalmente decidida a rescatarnos el uno al otro, a acabar convirtiéndome en su mujer. Estaba desesperada por convertirme en la señora Fancourt, por pertenecer a una familia de nuevo y tener mis propios hijos. El miedo a estar sola, a quedarme sola el resto de mi vida, era una obsesión que me consumía.

A pesar de su evidente tristeza por Felix, David seguía diciendo que no quería arruinarme el día con sus problemas y pasó la tarde entreteniéndome y bromeando conmigo. Me contó un chiste galés después de preguntarme «No hay ninguna posibilidad de que seas galesa, ¿verdad?». Era un chiste sobre un hombre que acudía a una comisaría para denunciar el robo de su bicicleta. «Cuando salí de la iglesia, ¡ya no estaba!» David remató el chiste con un asombroso acento galés que me hizo seguir riendo durante días cada vez que me acordaba. No podía quitármelo de la cabeza. Tenía la sonrisa más cálida y los ojos más brillantes que nadie en la boda, y se asemejaba tanto a la caricatura del héroe romántico, maravilloso y de ensueño como los malos de los videojuegos que él y Russell diseñan se parecen a la caricatura del mismísimo demonio, con sus capas rojas y negras y sus bocas llenas de colmillos y fuego.

A David y Russell parece que nunca se les acaban las ideas de cómo matar a los malos. Gracias a mi marido, los niños pequeños de todo el país pueden simular asesinatos, algunos de ellos semipornográficos, en la seguridad y el confort de sus propios hogares. Y sin embargo siempre he apoyado el trabajo de David, aprobando algo sobre lo que normalmente tendría reservas, por lealtad hacia él. Si David lo hace, debe estar bien, ese era el lema de mi vida. Creía que él sentía lo mismo sobre mí.

– ¿Hay algún sitio tranquilo donde le pueda tomar declaración? -pegunta el detective Waterhouse.

– ¡No hay tiempo para eso! -protesto-. ¿Qué pasa con Florence? Tenemos que empezar a buscarla.

– No podemos hacer nada hasta que tenga su declaración -insiste.

David señala a la cocina.

– Llévela allí -le dice a Waterhouse, como si yo fuera un perro indisciplinado-. Yo llevaré a Florence arriba, a su habitación.

Empiezo a llorar:

– Esa no es Florence. Por favor, tiene que creerme.

– Por aquí, señora Fancourt. -Waterhouse me conduce a la cocina y su mano grande y parecida a la de un oso me sujeta el brazo por encima del codo-, ¿Por qué no hace un poco de té mientras le hago unas cuantas preguntas?

– No puedo; estoy demasiado nerviosa -contesto honestamente-. Sírvase usted, si lo desea. No me cree, ¿verdad? Sé que no me cree, y ahora estoy llorando y creerá que estoy sencillamente histérica…

– Señora Fancourt, cuanto más pronto terminemos su declaración, más pronto…

– ¡No soy una estúpida! No está fuera buscando a Florence porque cree que David la tiene en sus brazos, ¿no es cierto?

– No estoy haciendo ninguna presunción.

– No, pero si no hubiese ningún bebé en la casa, si tanto David como yo dijéramos que nuestra hija está desaparecida, sería una historia diferente, ¿no? La búsqueda de Florence ya estaría en marcha. -Waterhouse se ruboriza. No lo niega-. ¿Por qué iba a mentirle? ¿Qué podría ganar inventándome esta historia? -Intento con todas mis fuerzas mantener mi tono de voz.

– ¿Por qué habría de hacerlo su marido? ¿O está sugiriendo que él realmente cree que es su hija pero no lo es?

– No. -Reflexiono con cuidado lo que voy a decir a continuación. Va contra años de amor y de costumbre calumniar a David, pero no puedo guardarme nada que podría ayudar a influir en el policía-. Se quedó dormido cuando estaba a cargo de Florence. La puerta delantera estaba abierta. Si admite que ese bebé no es Florence, eso significará admitir que él dejó que se la llevaran. No quiero decir que lo culparía de lo que ha sucedido -añado rápidamente.