Quiero decir, ¿quién habría podido imaginar algo así? Pero creo que es eso, creo que David no se está permitiendo a sí mismo reconocer la verdad, porque está asustado de la culpa que sentiría. Pero alguna vez tendrá que admitirlo, ¡ cuando se dé cuenta de que su fingimiento está entorpeciendo su labor de búsqueda de Florence! Me siento tan desesperada como parezco. Debo hablar más lentamente.
El detective Waterhouse está empezando a parecer nervioso y aturdido, como si todo esto fuese demasiado para él.
– ¿Por qué alguien intercambiaría un bebé por otro? -me pregunta.
Me parece una pregunta un tanto cruel, aunque sé que lo no pretende. Cruel es un poco fuerte, quizás. Insensible.
– No puede pedirle a una madre que se meta dentro de la cabeza de la persona que le ha robado a su hijo -replico con brusquedad-. Sinceramente no se me ocurre una sola razón. ¿Pero y qué? ¿Dónde nos lleva eso?
– ¿Qué diferencias hay entre el bebé que acabo de ver y su hija? Cualquier cosa que pueda decirme sobre sus diferencias de aspecto ayudará.
Gimo, frustrada. David me preguntó lo mismo. Es algo masculino, ese deseo de marcar elementos en una lista.
– No puedo indicar ninguna diferencia, ¡aparte del hecho absolutamente crucial de que son personas distintas! Bebés diferentes. Mi hija tiene una cara diferente, un llanto diferente. ¿Cómo diablos se supone que tengo que describir las diferencias entre los llantos de dos bebés?
– De acuerdo, señora Fancourt, cálmese. No se altere. -El detective Waterhouse me mira como si me tuviese un poco miedo.
Adopto un tono más tranquilizador.
– Mire, ya sé que usted trata con mucha gente de poco fiar. Mi trabajo es igual. Soy homeópata. ¿Sabe lo que es?
Me dispongo a emprender mi habitual discurso introductorio sobre que la medicina convencional es alopática mientras que la homeopatía está basada en la idea de curar lo semejante con lo semejante. Sus ojos se ensanchan por un momento. Entonces asiente y se sonroja otra vez. Una vez tuve un paciente policía. Era más joven que yo pero ya estaba casado y con tres niños y padecía de depresión profunda porque odiaba su trabajo. Quería ser un jardinero paisajista. Le dije que escuchara a su corazón. Eso es lo que yo también sentía en aquel momento, después de haber abandonado recientemente un tedioso trabajo en la administración de Hacienda para hacerme homeópata. Cuando conocí a David, cuando él y Vivienne me rescataron de mi deprimente aislamiento, estaba tan agradecida que lo único que quería hacer era ayudar a la gente. Ahora me pregunto si lo que hice fue ayudar o complicarle la vida a ese pobre hombre con mi consejo idealista e impulsivo. ¿Y si dimitió del cuerpo de policía y a consecuencia de ello se precipitó en la pobreza? ¿Y si su mujer lo dejó?
– Muchos de mis pacientes tienen su propia percepción única de la realidad -digo-. En pocas palabras, muchos de ellos están chalados. Pero yo no, ¿de acuerdo? ¡Soy una mujer cuerda e inteligente, y lo que le estoy diciendo es que ese bebé de arriba no es mi hija Florence!
Saco del bolsillo de la camisa una película fotográfica y la pongo sobre la mesa frente a él.
– Aquí tiene. Pruebas irrefutables. Revélela y verá muchas fotografías de la verdadera Florence. Conmigo y con David, en el hospital y en casa.
– Gracias. -Recoge la película, la guarda en un sobre y escribe algo encima que no alcanzo a ver. Lento, firme, metódico-. Ahora tomaré nota de algunos detalles. -Saca un cuaderno y un bolígrafo.
Su falta de prisa me enfurece.
– ¡Usted todavía no me cree! -estallo-. Muy bien, no me crea, no me importa si me cree o no, pero, por favor, traiga a un equipo de detectives y empiecen a buscarla. ¿Y si está equivocado? ¿Y si estoy diciendo la verdad y Florence está realmente desaparecida? Todos los segundos que estamos malgastando podrían estar acercándonos aún más al desastre. -Mi voz tiembla-, ¿De verdad puede permitirse correr ese riesgo?
– ¿Tiene más imágenes de su hija, señora Fancourt? ¿Fotografías ya reveladas?
– No. Y llámeme Alice. ¿Cuál es su nombre? Su nombre de pila, quiero decir.
Parece dudar.
– Simon -dice finalmente, acorralado.
Simon. Estaba en mi lista de nombres para Florence, si hubiese sido un niño. Me estremezco. Por alguna razón el recuerdo de la lista es especialmente doloroso. Oscar, Simon, Henry. Leonie, Florence, Francesca. («¡Fanny Fancourt! Por encima de mi cadáver», dijo Vivienne.) Florence. Señora Tiggywinkle. La Pequeña.
– El fotògrafo del hospital tenía que haber venido a hacerle un retrato mientras estábamos ingresadas, pero al final no vino. Se le estropeó el coche. -Empiezo a sollozar. Mi cuerpo se convulsiona, como si me hubiesen propinado una descarga eléctrica-. Nunca hicimos una «Primera foto del bebé». Dios. ¿Dónde está?
– Alice, todo irá bien. Intente tranquilizarse. La encontraremos, si… haremos todo lo que esté a nuestro alcance.
– Hay otras fotos, además de las mías. Vivienne tomó algunas cuando nos visitó en el hospital. Pronto estará de regreso, ella le dirá que no estoy loca.
– ¿Vivienne?
– La madre de David. Ésta es su casa.
– ¿Quién más vive aquí?
– Yo, David, Florence y Felix. Él es el hijo de David de su primer matrimonio. Tiene seis años. Vivienne y Felix están ahora en Florida, pero regresarán en cuanto Vivienne consiga tomar un avión. Ella me respaldará. Ella le dirá que ese bebé no es Florence.
– ¿Entonces su suegra vio a Florence?
– Sí, vino al hospital el día que nació.
– ¿Que fue el…?
– Doce de septiembre.
– ¿Ha visto Felix a Florence?
Me estremezco. Es un punto delicado. Yo quería que Felix conociera a Florence antes de que se marchase a Florida. Podía haber venido al hospital después del colegio, antes de ir al aeropuerto, pero tenía una clase de buceo en La Ribera a la que Vivienne insistió que acudiese. «Lo último que necesitas es que asocie a Florence con perderse algo que le encanta», dijo. «No hay prisa para que la conozca, ya habrá tiempo más adelante.» David le dio la razón a su madre, como de costumbre, y yo no la contradije porque sabía que ella se preocupaba por Felix. No puede discutirse con el miedo.
Ella presupone que él será tan reacio a compartir su reino como ella misma lo fue de niña. Creo que está equivocada. No todos los niños son tan celosos de su territorio como lo fue Vivienne. Incluso se oponía a compartir la atención de sus padres con el perro de la familia, que tuvieron que regalar cuando ella tenía tres años. Quise preguntarle su nombre cuando me contó esta historia pero no me atreví. Aunque suene ridículo, me habría sentido desleal al mostrar interés en el rival de Vivienne.
– No -respondo-. Felix estaba en el colegio cuando Vivienne vino al hospital, y después se marcharon de viaje ese mismo día.
– ¿Ha estado de viaje quince días? ¿No estamos en periodo escolar?
– Sí. -Al principio no entiendo las implicaciones de la pregunta-, Ah, pero en la escuela a la que va Félix son muy comprensivos -añado cuando vislumbro por dónde va la pregunta-. No tienen elección. Vivienne es uno de sus miembros más generosos del consejo escolar. No se atreverían a decirle cuándo puede o no puede llevar a su nieto de vacaciones. Va a Stanley Sidgwick.
Simon levanta sus cejas un milímetro. Todo el mundo ha oído hablar de la Escuela Primaria y Colegio para Señoritas Stanley Sidgwick, y la mayoría tiene opiniones arraigadas en un sentido u otro. Son impúdicamente elitistas, hay que pagar, con separación de sexos y fuertemente disciplinados. Vivienne es una gran admiradora. Mandó a David a Stanley Sidgwick, y ahora a Felix. La plaza de Florence en el colegio femenino fue reservada en cuanto mi ecografia de las veinte semanas reveló que estaba esperando una niña; su nombre se incluyó en la lista como «Bebé Fancourt». Vivienne pagó en persona las trescientas libras de la reserva de la plaza, y solamente nos lo mencionó a mí y a David después. «No hay una escuela mejor en la zona, o, para el caso, en todo el país, digan lo que digan las clasificaciones escolares», insistió. Probablemente asentí y parecí desconcertada. Todo lo que quería era dar a luz a mi bebé de forma segura. No había pensado ni por un instante en los colegios.