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– ¿Felix no vive con su madre? -pregunta Simon.

No me esperaba que preguntara esto. Admiro su discreta exhaustividad, la forma en que hace preguntas alrededor del punto obvio de atención. Hago lo mismo con mis pacientes. A veces, si observas solamente lo que se supone que debes observar, te pierdes todo lo que es importante.

– La madre de Felix murió. -Miro a Simon detenidamente mientras lo digo. No lo sabía, evidentemente. Es absurdo suponer que todos los policías estarán familiarizados con los detalles de todos los casos. 0 quizás lo sabía, pero no había hecho todavía la conexión. El apellido de Laura no era Fancourt. No se lo cambió al casarse con David. Eso fue lo primero que le molestó a Vivienne de ella, la primera de muchas otras cosas.

– Así que, aparte de Vivienne Fancourt, ¿quién más ha visto a Florence?

– Nadie más. Ah, Cheryl Dixon, mi comadrona. Ha estado aquí en unas tres ocasiones. Y estaba de guardia en el hospital cuando Florence nació. ¿Por qué no lo había pensado antes? -pienso en voz alta-, Cheryl me respaldará, hable con Cheryl.

– No se preocupe, hablaré con todo el mundo, señora…

– Alice -insisto.

– Alice -repite torpemente, atrapado en una familiaridad con la que se encuentra claramente incómodo.

– ¿Qué hay de la búsqueda? -insisto. Todavía no he recibido una respuesta satisfactoria a esta pregunta-. Alguien podría haber visto algo. Tendrá que encontrar testigos. Le puedo decir la hora exacta. Salí a las dos menos cinco…

Simon niega con la cabeza. No puedo ordenar una búsqueda de buenas a primeras -dice-. No es así como funciona.

– Necesito la conformidad de mi sargento, pero primero tendré que hablar con todo el mundo y con cualquiera que pueda corroborar su historia. Tendré que hablar con sus vecinos, por ejemplo, ver si alguien vio algo inusual. Porque su marido…

– No lo está corroborando. Ya lo sé. Me he dado cuenta -digo amargamente-. Y no hay vecinos.

Vivienne me dijo orgullosamente, la primera vez que David me trajo a Los Olmos, que las únicas personas con las que comparte el código postal son las que acoge en su casa. Y sonrió, para dejar claro que se me incluía en esta categoría. Me sentí privilegiada y protegida. Cuando mis padres murieron y fui conscientede que no había nadie en el mundo que me quisiera de verdad, perdí gran parte de mi autoestima. No podía quitarme de la cabeza que mi tragedia era algún tipo de castigo. Ser tan calurosamente aceptada por una mujer como Vivienne, que daba por hecha su propia valía e importancia y tenía una confianza absoluta en sus todas sus opiniones, me hizo sentir que yo debía valer la pena más de lo que me imaginaba.

– No puedo ordenar una búsqueda o iniciar cualquier cosa solo tomando en cuenta su declaración -aclara Simon como disculpándose.

Me hundo en la silla y apoyo la cabeza dolorida sobre mis brazos. Cuando cierro mis ojos, veo extrañas manchas de luz moviéndose. Siento una náusea revolviéndome el estómago. Por primera vez en mi vida, entiendo a la gente que pierde la voluntad de luchar. Es tan difícil intentar una y otra vez hacerse oír cuando parece que el mundo tiene los oídos tapados, cuando lo que tienes que decir parece tan improbable, casi imposible.

No soy una luchadora, no por naturaleza. Nunca he pensado en mí misma como alguien fuerte; a veces he sido completamente débil. Pero ahora soy madre. Tengo que pensar en Florence además de en mí misma. En lugar de mí misma. La opción de rendirme está fuera de discusión.

Capítulo 8

3 /10/03 , 14.00 horas

Diez minutos después de terminar su entrevista con Proust, Simon volvió a la cantina. Por fortuna, el videojuego del bandido de un solo brazo estaba inusitadamente en silencio, como si respetara la gravedad de su humor. El inspector había despreciado su hipótesis, lo había llamado paranoico y le había ordenado irse y aclarar sus ideas.

– No te quiero trabajando en este estado. Solo consigues irritarte y arruinarlo todo -le había dicho. Era lo más parecido a una despedida compasiva por parte de Proust.

¿Qué le pasaba a todo el mundo hoy? ¿Por qué nadie podía ver lo que para Simon era absolutamente obvio? ¿Era porque Proust y Charlie habían estado involucrados en eliminar a Darryl Beer? ¿Era por eso que habían insistido tanto en calificar a Simon como un excéntrico inestable que deja que sus asuntos personales interfieran en los hechos? Mientras tanto, todos ignoraban los posibles asuntos personales de David Fancourt. La primera esposa muerta; la segunda, desaparecida. Hechos.

Simon se sirvió una taza de té y fantaseó con la posibilidad de llegar a la verdad sobre Fancourt. Para algunas cosas merecía la pena hacerse un tiempo. ¿Qué había hecho ese bastardo a Alice? ¿Qué le había dicho a Proust sobre Simon? Tenía que haber sido él y no Charlie quien le hubiera dicho algo. Estas preguntas eran un tormento que no conducían a Simon a ningún tipo de respuesta.

Oyó que alguien tosía a sus espaldas y se giró.

– Proust dijo que te encontraría aquí. He hablado con él. Mejor dicho, lo he escuchado. Largo y tendido. No está nada contento contigo, para nada.

– ¡Charlie! -al verla sintió que tal vez había alguna esperanza, tal vez la fatalidad podía esperar un poco más-. ¿Has podido calmarlo un poco? Eres la única que puede conseguirlo.

– No me pongas de mal humor otra vez -dijo en tono severo, al tiempo que se sentaba frente a él.

Resultaba imposible para Simon decirle algo agradable a Charlie sin hacerla enfadar. Solo había un cumplido que ella quería escuchar, algo que Simon nunca podría decirle. Estaba decidida a rechazar cualquier otro halago menor de su parte que sonara a pena o caridad. Algunas veces él se preguntaba cómo ella podía siquiera mirarlo. ¿Cómo no iba a considerarlo como alguien patético después de la fiesta de cuarenta años de Sellers el año pasado? Simon rechazó ese horrible recuerdo, como siempre que volvía a aparecer en su mente.

– ¿Qué dijo el Muñeco de Nieve? -preguntó.

– Que balbuceabas como un tonto. Piensa que tienes algo con Alice Fancourt. Su marido también lo piensa. Cualquiera que tenga ojos y cerebro puede darse cuenta a kilómetros de distancia. Se te pone una cara de idiota baboso cada vez que hablas de ella. -Sus palabras hacían daño. Simon ni se molestó en discutir-. También dice que has negado que hubiera habido algún comportamiento inadecuado.

– ¿Me cree?

– Lo dudo mucho. Así que será mejor que te asegures de que no lo descubra, si estás mintiendo. De todos modos, mis instrucciones son que se trate la huida de la madre y el bebé como un caso de «desaparecido» si no aparecen en veinticuatro horas.

Simon abrió más los ojos.

– ¿Tú? Eso quiere decir…

– Proust me lo ha asignado, sí. A nuestro equipo. Dada nuestra amplia experiencia con la familia Fancourt -agregó con sar casmo.

– Pensé que no habría ninguna posibilidad de que me dejara estar cerca de este caso. ¡Gracias!

Simon fijó sus ojos en las ruidosas luces fluorescentes de las lámparas. Creía con firmeza en algo sin especificar. Su madre siempre había deseado que se hiciera sacerdote. Tal vez aún lo deseaba. Simon había heredado de ella la necesidad de aferrarse a algo, pero no su convicción de que ese algo fuera Dios. Detestaba la idea de tener algo en común con su madre.