De inmediato, algo hizo clic en su cerebro. Lo tenía. Sabía qué era lo que había estado pegado como polvo en su cabeza.
– La noche en que Laura Cryer fue asesinada -empezó-. Cuando Beer trató de atracarla…
– No, otra vez no.
– Estaba sola, ¿no? Dijiste que volvió al coche sola.
Charlie giró para mirarlo.
– Sí -dijo frunciendo el ceño-, ¿Por qué?
– ¿No estaba su hijo Felix con ella?
– No.
– Él estaba en Los Olmos con su abuela, porque Cryer iba a trabajar hasta tarde -insistió Simon.
– ¿Y? ¿Entonces? -La impaciencia reptaba por la voz de Charlie.
– ¿Por qué no recogió a su hijo para llevarlo a casa? Se supone que vivía con ella, ¿no? – Un destello de incertidumbre cruzó por el rostro de Charlie.
– Bueno, porque… porque se quedaba en casa de su abuela, tal vez.
– Entonces -dijo Simon-, ¿por qué Laura Cryer fue a Los Olmos aquella noche?
Capítulo 9
Viernes , 26 de septiembre de 2003
Ha llegado mi comadrona, Cheryl Dixon. Tiene cuarenta y tantos años, es una mujer alta, con mucho pecho, pelo rubio rojizo liso, con el corte despuntado que se lleva ahora, y piel pecosa. Hoy lleva unos pantalones demasiado ajustados y un pichi de cuello v que resalta su considerable escote.
La pasión de Cheryl es el teatro vocacional. Actualmente aparece en una producción de El Mikado en el Pequeño Teatro de Spilling. Hace dos sábados tuvo lugar la primera función que tendrían en escena durante dos semanas. Tuve que disculparme por no poder asistir, dado que había dado a luz el día anterior. Tengo la impresión de que cree que no es excusa suficiente.
Cheryl había puesto a Florence el apodo de «Flipper» cuando la veía cambiar de posición en mi tripa cada semana. Cuando yo hacía preguntas tontas, me llamaba graciosa cebollita. A veces se exasperaba conmigo, cuando me ponía neurótica y pedía moni- toreo innecesario. «¡Demonios!» decía, o «¡Caracoles!» Estaba de guardia en el Hospital de Culver Vallley la noche en que nació Florence. Fue ella quien me dijo que pusiera a Florence en la cama conmigo cuando no dejaba de llorar.
– No hay nada como un abrazo de Mamá en una cama calentita para hacer que el bebé se sienta mejor -decía mientras envolvía a Florence en una manta de hospital y me la colocaba bajo mi brazo.
Se me llenan los ojos de lágrimas. No me hará bien pensar en eso ahora.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Florence Fancourt? -preguntó Simon a Cheryl-. Es decir, antes de hoy.
Me mira como disculpándose, pero no mantengo la mirada. Estamos en la habitación que llamamos pequeño salón, aunque no es pequeño según las medidas habituales. Aquí es donde transcurren las veladas en Los Olmos, viendo la televisión y charlando. Vivienne no permite que se encienda la televisión hasta que Felix se va a la cama. Aun así, solo quiere ver noticiarios y documentales. Pocas veces mira por casualidad un programa de telerrealidad y murmura: «¡Qué horror!» o «¡Qué diferente de la vida hogareña de nuestra querida reina».
Hay muchos sofás y sillas pegados a las paredes, demasiados, como si se esperara a un grupo de veinte personas. En el centro se encuentra una mesa para café, larga, rectangular, con superficie de cristal, herencia de familia. La base es de bronce, con forma de S a los lados. Siempre me ha parecido espantosa, como el tipo de muebles que tendría en su palacio un faraón ostentoso. En ese momento no había café sobre la mesa, solo una canastilla con un bebé vestido con un traje Bear Hug, dormido bajo una mantita amarilla.
Estoy sentada en un sillón en el rincón, con las rodillas apretadas a mi pecho y los brazos sujetando mis piernas. Esta postura me hace daño en la herida de la cesárea. El dolor físico resulta casi reconfortante. Hoy no he tomado mi píldora de hipérico. Pronto se me acabarán y tendré que ir a la oficina a buscar más o cambiar a gelsemium. Me dio pena una mujer que estaba en la cama de al lado en la sala de partos y le di casi todas mis pastillas de hipérico. Mandy. Ella también tuvo una cesárea y su herida se hizo hematoma. Tenía marcas de acné y era muy pequeña y delgada como un palillo. Parecía demasiado pequeña para haber tenido un bebé. Su novio la arengaba frente a toda la sala para ver cuando iría a casa y cuidaría de él. Discutían todo el tiempo sobre qué nombre le pondrían al niño. Su voz sonaba cansada y desesperada cada vez que sugería un nombre tras otro. El novio insistía en llamarla Chloe y la insultaba.
David y yo escuchábamos a través de la cortina de plástico del hospital que dividía nuestra habitación de la guardia de los otros tres, y no lo podíamos creer cuando descubrimos que el motivo por el que él estaba empecinado en el nombre de Chloe era porque ya tenía una hija de una relación anterior con ese nombre. Mandy seguía intentando y fracasando en convencerlo de que este motivo era negativo, no positivo.
Decidí que ella necesitaba el hipérico más que yo y se lo di una noche, después de que su horrible novio se hubo ido. Me lo agradeció bruscamente, como si nadie hubiera sido nunca amable con ella y lo considerara como algo grosero.
David se sienta en el sofá blanco junto a la ventana y golpea el pie derecho contra el suelo. Cada tanto, inspira profundamente y todos lo miramos, esperando que diga algo. Pero no dice nada. Sólo mueve la cabeza y cierra la boca. No puede creer lo que está ocurriendo. Después de mi declaración, vino su turno. Pronto lo hará Cheryl. Parece que estuviéramos participando en una extraña ceremonia de culto.
Me gustaría poder decir que, como madre de Florence, mi declaración vale mucho más que la de otras personas, pero me temo que no es así. Simon no me ha permitido decir ni la mitad de lo que quería decir. Insistía en que tenía que ser un relato de hechos. No se me permitió utilizar lo que él llamaba un lenguaje florido. No se me permitió empezar ninguna frase con las palabras «Siento que…» ni decir que sospechaba que alguien había entrado en casa y se había llevado a Florence mientras David dormía la siesta. Aparentemente, sólo se puede incluir una opinión en una declaración si se trata de un «Hobstaff», aunque no sé qué significa. Simon me dice que éste no es un caso de esos.
Al final, todo lo que pude decir fue que cuando volví a casa esta tarde después de haber estado en La Ribera, observé que la puerta de calle estaba abierta, algo inusual, y que después subí las escaleras y vi que el bebé que estaba en la cuna no era mi hija, aunque a primera vista se parecía a Florence.
Por ahora no volveré a hablar. No voy a contradecir a David, diga lo que diga. ¿Qué sentido tiene? No es que Simon me crea, y nada de lo que yo diga o haga podrá cambiar lo que piensen otros. Guardaré mi próximo esfuerzo para cuando llegue Vivienne.
– ¿Señora Dixon? Le he preguntado cuándo vio a Florence por última vez. -Cheryl está de pie sobre la alfombra persa en medio de la sala, mirando hacia la canastilla del bebé. A cada rato me mira con ansiedad. Se siente incómoda con mi silencio y quiere que diga algo para hacerla sentir más relajada.
– La vi el martes de esta semana. Hace tres días.
– ¿Y éste es el mismo bebé que usted vio entonces? -Ella gesticula, arruga la frente. Yo tengo que mirar hacia otro lado.
Me siento realmente agotada. Mi cerebro parece expandirse, como si alguien tratara de extraerlo. Me abrazo las rodillas con más fuerza y me armo de valor para escuchar la respuesta de Cheryl.
– No sé -dice-. No estoy segura. Cambian tanto los primeros días y veo tantos bebés, a veces diez o doce por día. Así que, si Alice está segura… -dice bajando la voz.