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Me invade una sensación de conmoción, de asombro. Por fin, alguien que no está totalmente seguro de que yo estoy equivocada, alguien que piensa que vale la pena escucharme.

– ¿Ahora van a hacer algo? -ruego.

– ¿Que no está segura? ¿Qué quiere decir? ¡No puede decir eso!

– Señor Fancourt, por favor. -La voz de Simon es calma, autoritaria-, La señora Dixon está aquí para ayudarnos. Si va usted a intimidarla, tendré que pedirle que abandone el salón.

– Es mi casa -dice David bruscamente.

– No, no lo es. Es la casa de Vivienne y está de camino -le recuerdo. De repente, parece que merece la pena volver a hablar.

– Siento mucho no poder ser más concreta -dice Cheryl-. No recuerdo claramente la cara de Florence. Y, como digo, cambian mucho en los primeros días, ¿no es cierto?

– No se convierten en otras personas -grita David.

Se levanta del sofá.

– Esto es absurdo. Es lo más ridículo que me ha ocurrido en toda mi vida. ¡Es Florence! ¡Sin duda es ella!

Lo siento por él, pero más lo siento por mí y, sobre todo, por Florence. Siempre pensé que tenía suficiente amor y determinación dentro de mí para ayudar a todo el que lo necesitara por igual. Ya no.

– Entonces, ¿han comprobado que se trata de una niña? -dice Cheryl.

Nos miramos, mudos y paralizados. El silencio se extiende por todo el salón como un sirope negro y espeso.

– ¿No han comprobado el sexo del bebé? -pregunta Cheryl a Simon, quien endurece su gesto al sentirse criticado.

– No lo ha revisado porque supone que no hay necesidad de hacerlo -le digo a Cheryl- No me cree.

– ¡Por Dios! -David se gira enfadado-. Vamos, quítele el pañal. Ya hay que cambiarlo de todos modos. Puedo decir exactamente qué pañal lleva: es un Pampers Baby Dry para recién nacidos- Y tiene ojos azules y manchas blancas en la nariz, y no tiene pelo, esperaba que añadiera.

– Todos los bebés llevan esos pañales -dije con tranquilidad-, David, eso no prueba nada. Has tenido mucho tiempo para cambiarla mientras yo hablaba con Simon en la cocina.

– ¿Simon? -David lo mira y después me mira a mí-. Entonces ustedes se han hecho muy amigos, ¿no?

– Está usted consiguiendo que todo esto sea más desagradable de lo necesario, señor Fancourt.

Cheryl empieza a desabotonar el traje de Bear Hug. No pide permiso a nadie.

– ¿No podría llevarla arriba para cambiarla? -le digo nerviosa-. Se trata de un bebé, ella no es una prueba. -Me duelen los ojos y la cabeza y siento un cosquilleo en la nariz por el esfuerzo por no llorar. No puedo aguantar más.

– ¡Ella! -David pone énfasis en la palabra.

– Obviamente es una niña -digo.

– ¿Lo ves?, sabes que es Florence -David me apunta con el dedo. -Te has vuelto loca, pero en el fondo sabes que es Florence.

– ¿Lo sé? -digo sin convicción.

Parece tan seguro. Miro alrededor del salón, a cada uno a la cara. Tres caras grandes. Una cara pequeña.

– No, no lo sé en absoluto.

Me voy del salón, no puedo ver cómo le quitan el traje Bear Hug de Florence al bebé. Espero fuera de la pequeña sala con los ojos cerrados por un tiempo que parece horas, apretando mi frente contra el frío papel de la pared del vestíbulo.

– Es una niña.

Escucho que Cheryl dice en seguida, gritando para hacerse oír a pesar del colérico ruido del llanto. Recuerdo la última vez que escuché esas palabras, durante la ecografia a las veinte semanas, y se me doblan las rodillas. Es una niña. Va a tener una hija.

¿Pero por cuánto tiempo será mía?, no se me ocurrió preguntar. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien la aleje de mí o me alejen de ella? Nadie dijo nada sobre eso.

– En un pañal Pampers Baby Dry -dice David-. ¿Ahora me creen?

– Vuelvan a vestirla -pido desde el recibidor.

– Alice, ¿dónde está su libro rojo? -pregunta Cheryl de repente-. Allí están todos los datos de Florence: peso, altura, marcas de nacimiento. Todos los bebés lo tienen -le explica a Simon-, Es un modo de comprobar los datos básicos. Tengo mi báscula en el coche. Voy a buscarla.

– Su libro rojo está en su dormitorio -digo.

– Voy a buscarlo -dice David-, Esto debería aclarar todo de una vez.

No sé cómo. Los bebés ganan y pierden peso todo el tiempo, especialmente cuando son muy pequeños. Siempre queda la altura, supongo. Esa es un área en la que sólo cabe esperar una curva ascendente.

David pasa cerca de mí en el recibidor y me lanza una mirada desconcertante, como si no estuviera seguro, pero como si yo fuera alguien que alguna vez conoció. Quiero llegar a él, pero ya es demasiado tarde. Hemos tomado caminos diferentes.

– Muy bien, pequeña, tú espera aquí -oigo decir a Cheryl- No tiene sentido vestirte para desvestirte otra vez, ¿no es cierto? Vamos a envolverte en esta bonita manta para mantenerte cómoda y calentita. ¡Cuidado con las travesuras!

Travesuras es como llama Cheryl a todas las funciones corporales. Tal vez ésta no sea la situación más difícil que se haya encontrado en su vida profesional. Debe de haber tenido que lidiar con verdaderas tragedias alguna vez. Sabe cómo mantenerse tranquila y cómo ser práctica aun en las circunstancias más adversas. Ruego que esto no sea el principio de una verdadera tragedia, que solo sea un horror provisional.

David baja con el libro rojo. Esta vez me mira con profundo desprecio. Lo sigo hasta el salón.

– La última vez que pesamos a Florence fue el martes -digo- Pesaba ocho libras y trece onzas. Ese bebé parece más pesado.

– Ese bebé -murmulla David. Se encuentra de espaldas al salón y está mirando por la ventana. Su voz parece venir de muy lejos. Al girarse, tiene la cara pálida de ira-. Muy bien, muy bien. No quería hacer esto, pero tú lo has pedido. ¿Vas a contarle tú a Simon tu historial de enfermedad mental o lo hago yo?

– No seas ridículo -digo-, David, ¿recuerdas aquella mujer que estaba en el hospital? ¿Mandy?

– Alice tomó Prozac por depresión durante casi un año después de la muerte de sus padres. Además, Cheryl me apoyará en esto, la noche después del nacimiento de Florence, dijo que otro bebé, un bebé cualquiera del hospital, era Florence.

Me quedo helada. Esto es verdad, pero lo había olvidado casi por completo. Es tan tonto y tan irrelevante. No sabía siquiera que David lo supiera. Con seguridad yo no se lo había dicho. Debe de haber sido alguna de las parteras, cuando fue a visitarme al día siguiente.

Aparece Cheryl por la puerta con su báscula. Por su cara, puedo ver que ha escuchado lo que acaba de decir David. Me mira con tristeza. No quiere traicionarme, pero el sentido común le dice que tal vez el incidente sea relevante y que tal vez se haya precipitado al creer en mi cordura y mi honradez.

– Estaba exhausta -explico-. Había tenido una cesárea de urgencia después de tres días de trabajo de parto. Me sentía tan cansada que estaba alucinando, literalmente.

– Todavía lo estás -dice David-, Mira adonde nos han llevado tus alucinaciones.

– Cheryl se ofreció para llevarse a Florence para que yo pudiera dormir y se lo permití. Después me sentí culpable. Debería haber sido mi primera noche con mi pequeña y me había quedado tan tranquila entregándola. -No puedo parar de llorar mientras cuento esta historia. Aquella noche, una parte de mí temía haberme convertido en la peor madre del mundo. Una buena madre se hubiera colgado de su preciosa niña veinticuatro horas al día y se hubiera asegurado de que nada malo le sucediese-. Diez minutos después todavía estaba despierta, más cansada y me sentía culpable, echaba de menos a Florence como loca y pensé que podía ir a buscarla. Llamé a la partera y Cheryl acudió unos segundos más tarde con un bebé. Yo… pensé que era Florence, pero solo porque Cheryl había sido quien se la había llevado unos minutos antes. Estaba fuera de mí a causa del cansancio. ¡No había dormido durante tres días!