Los Olmos es demasiado grande para ser acogedor. La cama que David y yo compartimos se parece a las que se ven en los palacios franceses con cortinajes rojos a su alrededor. Es enorme. Podrían caber en ella hasta cuatro personas, o incluso cinco si son delgadas. Vivienne dice que es de tamaño imperial. «Las camas dobles son para los ratoncitos», suele decir. Florence tiene una habitación espaciosa con muebles antiguos, un asiento de ventana y una mecedora fabricada artesanalmente con forma de caballo que perteneció a Vivienne de niña. Felix tiene dos habitaciones: su dormitorio y una sala de juegos estrecha y alargada en el ático, donde viven sus juguetes, sus libros y sus ositos.
Las vistas desde la última planta de la casa son espectaculares. En un día claro puede verse hasta Culver Ridge a un lado y la torre de la iglesia de Silsford en el otro. El jardín es tan grande que está dividido en varios jardines distintos, unos salvajes, otros cultivados, todos ellos ideales para pasear con el cochecito los días de sol.
David no ve ninguna razón para mudarnos. Cuando lo sugiero, siempre me recuerda lo poco que podemos permitirnos invertir en una casa. «¿De verdad renunciarías a todo lo que tenemos ahora en Los Olmos por una terraza de dos dormitorios sin jardín?» dice. «Y además ahora trabajas en Spilling. Nos conviene vivir con Mamá. No querrás pasarte el día entre idas y venidas, ¿verdad?» No se lo he dicho aún a nadie, pero una sombra cae sobre mí como la niebla cuando pienso en mi vuelta al trabajo. Ahora veo el mundo de una forma distinta, y no puedo fingir lo contrario.
– Iré a buscar a Ross, nuestro responsable de socios, para que le muestre las instalaciones. -La voz de Kerilee me devuelve al presente-. Después, si lo desea, puede ir a nadar o al gimnasio…
Me estremezco por dentro. Me imagino que se me saltan los puntos y se me abre la herida todavía rosàcea.
– Todavía es algo pronto para eso -respondo posando una mano en el estómago-. Solo llevo una semana fuera del hospital. Pero querría echar un vistazo y quizá después tomarme ese cóctel.
Ross es un hombre sudafricano, de baja estatura y pelo rubio teñido, piernas musculosas y un bronceado de tono anaranjado. Me enseña un gimnasio muy grande con suelo de madera brillante y con todas las máquinas que se puedan imaginar. Hay gente vestida de lycra corriendo, caminando, pedaleando e incluso remando, según parece, en esos brillantes aparatos negros y plateados. Muchos de ellos llevan auriculares y dirigen la vista a los televisores que se encuentran suspendidos del techo para ver programas matutinos mientras machacan sus extremidades con el metal y la goma. Empiezo a entender por qué Vivienne tiene tan buen aspecto para su edad.
Ross me enseña la piscina de veinticinco metros y me hace notar la iluminación subacuática. El agua turquesa es brillante y reluce como una enorme gema líquida de color aguamarina que emite luz y vuelve a recogerla al moverse. El contorno de la piscina es de piedra y en los dos extremos se encuentran unos escalones romanos. Junto a ella, en una zona rodeada por pilares de mármol rosado, puede apreciarse un jacuzzi redondo y burbujeante. Está lleno hasta el tope y produce una espuma que se filtra encima del borde. En el otro lado del fondo se sitúa una sauna que emite un dulce olor a pino y una sala de vapor cuya puerta acristalada está empañada por el calor. Me sobresalta un repentino sonido repiqueteante y levanto la mirada para ver lluvia que golpea la cúpula de cristal que corona el techo.
Inspecciono el vestuario de señoras mientras Ross espera fuera. Como todo lo demás en La Ribera, el vestuario trasciende su mera funcionalidad. Hay una gruesa alfombra de color que cubre el suelo y se ven los azulejos de pizarra negros en los cuartos de baño y las duchas. En cada superficie parece haber siempre algo tentador: blancas y vaporosas toallas de baño, albornoces de regalo adornados con el emblema de La Ribera, cremas de manos, champús y cremas suavizantes para el cabello, lociones corporales, e incluso limas de uñas. Tres mujeres se están secando y vistiendo. Una de ellas se frota el estómago con una toalla, haciéndome sentir débil. Otra levanta la vista mientras se abrocha la blusa y me sonríe. Parece fuerte y sana. La piel de sus piernas desnudas está rosàcea a causa del calor. Completamente vestida, me siento frágil, incómoda y cohibida.
Mi atención se dirige ahora a las taquillas de madera numeradas. Algunas están medio abiertas y tienen llaves que cuelgan de las portezuelas; otras, las que están sin llave, están cerradas. Recorro el espacio hasta que encuentro la de Vivienne, la número 131, elegida porque el cumpleaños de Felix es el trece de enero y porque ocupa una posición inmejorable, cerca tanto de las duchas como de la puerta que indica «Piscina». Vivienne es la única socia de La Ribera que tiene su propia taquilla en exclusiva. Le guardan la llave en recepción, «lo que me evita ir acarreando mis cosas todos los días como si fuera una refugiada», suele bromear.
Ross me está esperando en el pasillo junto al cubo de las toallas cuando salgo del vestuario.
– ¿Qué le parece? -pregunta.
– Perfecto.
Todo es exactamente como Vivienne lo describió.
– ¿Tiene alguna pregunta? ¿Ha visto ya cómo funcionan las taquillas? Hay que introducir una moneda de una libra en la ranura para cerrarlas, que luego puede recuperar, por supuesto.
Asiento, esperando que Ross me diga que también tendré mi propia taquilla, pero no lo hace. Me siento un poco decepcionada.
Me lleva hasta Chalfont, el elegante restaurante del gimnasio, y hasta una animada y ruidosa cafetería de estilo americano llamada Chompers que sé que Vivienne detesta. Entonces nos dirigimos a la barra de los socios y es entonces cuando Ross me confía a Tara. Decido ser atrevida y pido un cóctel, con la esperanza de que relajará mis nervios a flor de piel. Ojeo el menú, pero Tara me dice que ya me ha preparado algo, una calorífica mezcla de licor de Kahlúa y crema. Al parecer, Vivienne lo había dejado pedido para mí.
No se me permite pagar por la bebida, lo que no me sorprende.
– Es usted una chica afortunada -dice Tara.
Probablemente lo dice porque soy la nuera de Vivienne. Me pregunto si sabe lo de Laura, quien no tuvo tanta suerte.
Me bebo el cóctel rápidamente, intentando parecer tranquila y despreocupada. De hecho, soy probablemente la persona menos relajada de todo el edificio, tan dispuesta de volver a casa, a Los Olmos y junto a Florence. Me doy cuenta de que, en el fondo, he estado anhelando volver desde el segundo en que salí. Ahora que ya he visto todo lo que La Ribera tiene que ofrecerme, soy libre de marcharme. Ya he hecho lo que tenía que hacer.
Fuera la lluvia ha parado. Supero el límite de velocidad de camino a casa notando cómo el alcohol zumba por mis venas. Por un breve momento, me siento valiente y rebelde. Entonces empiezo a marearme y a preocuparme porque voy a pasar por la casa de Cheryl, mi comadrona, que verá con desaprobación mi forma de correr en un Volvo destartalado tan solo quince días después del nacimiento de mi hija. Podría matar a alguien. Todavía estoy tomando las píldoras que me recetaron al salir del hospital. Y acabo de tomarme un cóctel bien cargado… ¿Qué es lo que estoy haciendo, envenenarme?
Sé que debería reducir la velocidad, pero no lo hago. No puedo. Mi ansia de ver a Florence de nuevo es como una necesidad física. Acelero al cruzar el semáforo, que está en ámbar, en lugar de frenar como haría normalmente. Me siento como si me hubiera dejado una de mis extremidades o un órgano vital.