– Mandy tenía un novio horrible y agresivo -me comentó la Sra. Fancourt-. ¿Qué pasaría si ella estuviera preocupada porque él pudiera hacer daño a su hija, y hubiera cambiado un bebé por otro? -La Sra. Fancourt entró en pánico y comenzó a llorar al decir esto-. Sería mi error -dijo- por haberle dicho a Mandy dónde vivíamos.
Intenté calmar a la Sra. Fancourt, pero hablaba encima de mis palabras, diciéndome que aunque ella no conocía el nombre del novio de Mandy, podía describirlo. Empezó a hacerlo, pero la interrumpí y le comenté que dudaba mucho de que la sargento Zailer me permitiera seguir este tema. La Sra. Fancourt ignoró este comentario y continuó con la descripción. Dijo que el novio de Mandy tenía pelo castaño pero, añadió: «Seguramente hay algún pelirrojo en su familia. ¿Me entiende? Estoy segura de que uno de sus padres es pelirrojo. Tiene ese tipo de piel marfil, con un tono amarillento.» Durante toda la entrevista, la Sra. Fancourt habló de forma frenética, determinada y peculiar. Parecía tener dificultad para centrarse en un tema a la vez y pasaba de hablar del padre de su marido a hablar del novio de Mandy. Tenía la impresión de que estaba irracionalmente preocupada por estos dos hombres. En este punto se dio cuenta de que no tenía su teléfono móvil con ella y se enfadó mucho, insistiendo en que su marido se lo había «confiscado». Me sentí preocupado por su estado emocional y le aconsejé que consultara con un médico.
Capítulo 1 1
Viernes, 26 de septiembre de 2003
Estoy en la puerta de nuestro dormitorio. David está acostado en la cama. No me mira. A veces la realidad fría y dura de nuestra situación me golpea de nuevo, como si fuera la primera vez: el miedo insoportable, la posibilidad de que todo al final pudiese no salir bien. Así sucede ahora. Mi cuerpo tiembla y debo luchar por mantenerme tranquila.
– ¿Quieres que duerma en otra habitación? -pregunto. Se encoge de hombros. Espero. Después de unos diez segundos, cuando ve que no voy a ninguna parte, dice:
– No, no hagamos las cosas más anormales de lo que ya son. Es por el bien de Vivienne. Aún espera poder mostrar lo que ha pasado como un problema menor: «Solo está diciendo locuras, Mamá, de verdad. Lo superará». Ninguno de nosotros quiere afrontar la preocupación y el disgusto que nuestras noticias le han causado. Alguna vez creí que si Vivienne era feliz entonces yo, como miembro de su círculo más cercano, saldría indemne. La otra cara de todo esto -el miedo a que se acabe el mundo si Vivienne está disgustada- había sido difícil de disipar.
Me siento aliviada de que David no quiera echarme. Quizás, cuando se meta en la cama, me dará su beso habitual de buenas noches. Me siento animada, lo suficiente para decir:
– David, no es demasiado tarde. Sé que es difícil volver atrás después de lo que has dicho pero tienes que desear que la policía encuentre a Florence. ¡Tienes que desearlo! Y la únicaforma es decirles que tú sabes que tengo razón, entonces la buscarán.
Intento mantener el volumen de mi voz a un nivel razonable. David teme a las muestras excesivas de emoción. No quiero presionarlo demasiado.
– Podría decirte lo mismo -dice secamente-. No es demasiado tarde para que dejes esta ridícula charada.
– Sabes que no es eso. ¡David, por favor! ¿Qué me dices de la otra madre, la madre del bebé que está en la habitación? ¿Qué me dices de ella? Estará echando de menos a su hija tanto como yo echo de menos a Florence. ¿No te importa?
– ¿La otra madre? -pregunta sarcàsticamente-. Ah, sí. No, no me importa un carajo. ¿Sabes por qué?: porque no hay ninguna otra madre.
Pienso en Mandy, la del hospital. ¿Cómo la trataría su novio en esta situación? Solo hablé con ella una vez. Me dijo que vivía en un piso con una habitación y no sabía cómo se las arreglarían con el espacio cuando tuvieran al bebé. «Ya sabes cómo son los hombres cuando se les interrumpe el sueño». Suspiró. Me sentó fatal cuando me preguntó cómo me le hacía yo con el espacio. No quería mentir y tuve que admitir que vivía en una casa grande, aunque aclaré que no era la dueña.
– David, ¿recuerdas a Mandy?, ¿la de la sala de maternidad? -Le toco el brazo, pero lo retira-. Le dije dónde vivíamos. Conocía la casa -mi voz comienza a temblar-. Bueno, decía que la había visto, sabía en qué carretera estaba.
– No sé cómo te atreves -dice tranquilamente-. Sí, recuerdo a Mandy. Sentimos lástima por ella. ¿Qué quieres decir? ¿Que ella se robó a Florence? -Sacude la cabeza-. No sé cómo tienes el valor de decirlo.
Veo que es demasiado tarde. Trató de hablar conmigo en la tarde, pero me encerré en mi habitación y lo ignoré. Es demasiado para él. He metido el pánico y la incertidumbre en su vida. Soy la fuente de sus problemas, el hombre del saco.
David se gira y me mira a la cara.
– Hoy pensé que estabas loca, enferma -susurra-, pero no lo estás, ¿o sí? Estás tan cuerda como yo.
– ¡Sí! -Las lágrimas me llenan los ojos. Mis hombros caen aliviados.
– Entonces, solo eres malvada. -Se da la vuelta, su rostro refleja un grave rencor-. Eres una mentirosa.
Mi cabeza da vueltas, incapaz de aceptar lo que acababa de oír. ¿Cómo puede usar la palabra «malvada» conmigo? Me ama, sé que es así. Tiene que amarme. Incluso ahora, después de las cosas terribles que ha dicho hoy, no puedo borrar de mi mente todas las cosas buenas que ha hecho, todas sus sonrisas, sus besos y sus palabras de cariño. ¿Cómo puede serle tan fácil ponerse en mi contra?
– Voy a cambiarme -digo suavemente mientras saco mi camisón de debajo de la almohada.
David y yo no tenemos el hábito de desvestirnos frente al otro. Cuando hacemos el amor siempre es a medio vestir, en la oscuridad. Cuando estuvimos juntos por primera vez pensé que el pudor de David era inusual. Después me dije que era tierno el hecho de que fuese tan tradicional, que quizás era un asunto de clase. Nunca antes había tenido una relación con una persona educada y de buena posición. No sabía, hasta que David me lo dijo, que la leche debe ir en una jarra y la mantequilla en un plato especial. En casa de mis padres era normal que hubiese botes de leche en la mesa de la cocina (grande, desgastada y de pino), que era donde siempre comíamos.
David se levanta de la cama. Antes de que yo pueda preguntarme lo que va a hacer, cierra la puerta de un portazo. Se apoya en ella, no dice nada, me mira sin expresión.
– Solo iba a entrar al baño para cambiarme -digo de nuevo.
Dice que no con la cabeza y no se mueve.
– David, necesito ir al baño -me veo forzada a decir. No puedo apartarlo de mi camino. Es más fuerte que yo.
Me mira, luego mira el camisón en mi mano, de nuevo vuelve su mirada hacia mí dejando claro lo que quiere que haga. No veo otra salida, no con la vejiga tan llena como la tengo. Cuento hasta diez en mi mente, comienzo a desvestirme. Me giro ligeramente hacia un lado para que no vea todo mi cuerpo. Me siento violada, como si me viera forzada a desvestirme frente a un extraño, pero David se mueve también y estira el cuello para asegurase de poder verlo todo. Sonríe con satisfacción.
Creo que hubiese preferido un golpe en la cara.
Una vez que estoy en camisón lo miro de nuevo. Percibo el triunfo en su rostro. Asiente con la cabeza y se hace a un lado, dejándome abandonar la habitación. Tengo el tiempo justo para encerrarme en el baño y llegar al inodoro antes de ponerme a vomitar. No es el miedo lo que me revuelve el estómago sino la impresión. Quienquiera que sea esa presencia fría y cruel en el dormitorio, no es David. No reconozco a mi propio marido. No puede ser el mismo hombre que escribió en la primera tarjeta de cumpleaños que me envió: «Eres la medida de mis sueños». Después descubrí, por casualidad, que era la letra de una canción de The Pogues. David se rió cuando le dije que lo sabía. «No esperabas que yo escribiera mis propias frases románticas, ¿no?», dijo. «Escribo programas de ordenador, Alice. Puedo enloquecer a los portátiles pero no a las mujeres. Estás mejor en las capaces manos de Shane McGowan, créeme.» Me reí. Siempre había sabido cómo hacerme reír.