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Siento la respiración de David en mi cuello.

– Tienes razón para estar asustada -susurra. Ahogo un grito y casi pierdo el equilibrio. Estaba tan concentrada en Vivienne que no lo escuché entrar- Desenmascarará de inmediato este nume- rito.

Cuánto debió desear, hasta ese momento, que me echara para atrás, me disculpara sin reserva por mi locura y le permitiera recibir a Vivienne con un tranquilizador «No te preocupes, todo está olvidado». Intenta asustarme porque está asustado.

Tiene éxito. Quiero llamar a Simon Waterhouse, pedirle que venga a salvarme. Quiero esconderme en sus brazos y escucharle decir que Florence y yo vamos a estar bien gracias a él. Me he convertido en el paciente de libro que tiene cada terapeuta. Necesitada, incapaz de paliar las expectativas de comportarme como una adulta, he creado lo que se conoce en la profesión como un triángulo dramático, asumiendo el papel de la víctima. David es mi perseguidor y Simon mi salvación.

La puerta del frente se abre con un chasquido y se cierra con un ruido sordo de madera. Vivienne ha regresado.

Capítulo 1 2

03/10/03, 21.00 horas

– No digo que no definitivamente. Aún no lo sé. Haré lo que pueda. -Simon se aguantó las ganas de decir: «¿No hablamos hace poco? ¿Nada importante ha pasado desde entonces?». Hubiera sido más fácil cuando su madre trabajaba tiempo completo. No hubiese habido tantas llamadas.

– ¿Pero cuándo lo sabrás?

– No lo sé, depende del trabajo. Ya sabes cómo es- ¡Ojalá!, si no tenía ni puñetera idea de cómo era su trabajo. Pensaba que la cena del domingo era más importante.

– ¿Qué te cuentas? -preguntó Kathleen Waterhouse.

Simon podía verla presionando el teléfono con fuerza a su oído, como si tratara de incrustarlo en un lado de la cabeza. Ella temía que la conexión con su hijo se perdiera si no aplicaba todas sus fuerzas. La oreja la tendría roja y lastimada después.

– Nada nuevo -hubiese dicho esto incluso si hubiese ganado la lotería esa mañana o si hubiese sido invitado al siguiente viaje del trasbordador espacial. En teoría deseaba que las charlas con su madre fuesen más relajadas y agradables. A menudo imaginaba las cosas que le diría, bromas o anécdotas que le diría la siguiente vez que hablaran, pero todo ello murió en su lengua en cuanto escuchó el tímido «Hola, querido. Es Mamá». Fue ahí cuando recordó que había un guión que nunca podría abandonar, no importaba cuánto lo deseara. Fue entonces cuando dijo «Hola, Mamá. ¿Cómo estás?» y se resignó a otra discusión sobre su disponibilidad para comer el domingo de esa semana, de la próxima semana o de cualquier otra maldita semana.

– ¿Algo nuevo? -su siguiente línea de diálogo, la que tocaba. Y ella le contaría algo, siempre le contaba algo.

– He visto a Beryl Peach hoy, en la lavandería.

– Ah, que bien.

– Kevin se quedará en casa un tiempo. Podrías preguntarle si quiere que os veáis.

– Quizás esté muy ocupado. -Kevin Peach había sido amigo de Simon en la escuela. Por poco tiempo. Hasta que Simon se hartó de ser la mascota, el «maldito cabrón» de turno del pequeño grupo de Peach. Disfrutaban verlo iniciar peleas sin razón, lo incitaban a que se acercara a chicas que estaban muy lejos de su nivel. Copiaban de sus apuntes cuidadosamente escritos e incluso le echaban la culpa si no sacaban las a que él sacaba en los exámenes. No gracias. Ahora tenía una nueva vida social, el Brown Cow después del trabajo con Charlie, Sellers, Gibbs y algunos más. Las amistades entre policías eran fáciles de mantener en un nivel superficial con bromas sobre el trabajo. Excepto Charlie. Ella siempre trataba de ir más allá de eso, de ir más y más profundo. Saber más.

– ¿Bueno y cuándo voy a verte si no es el domingo? -preguntó Kathleen Waterhouse.

– No sé, mamá. -No antes de haber encontrado a Alice. Simon no podía soportar ver a sus padres cuando se sentía completamente débil. Su compañía, la atmósfera agobiante de la casa en la que creció, que no había cambiado en más de treinta años, podía convertir un ligero mal humor en el peor suplicio. Pobres infelices, no era culpa suya. Siempre se alegraban mucho de verlo. -¿Por qué no esperamos y vemos qué pasa el domingo?

Sonó el timbre. El cuerpo entero de Simon se irguió. Rogó que su madre no hubiese escuchado el ruido. Sacaría la lista de preguntas: ¿Quién es? Bueno, ¿quién podría ser? ¿No era poco cortés llamar inesperadamente a las nueve? ¿Conocía Simon a alguien que hiciera eso? Kathleen Waterhouse temía a la espontaneidad.

Simon había pasado la mayor parte de su vida intentando no serlo. Ignoró el timbre con la esperanza de que quienquiera que fuese se diera pronto por vencido y se marchara.

– ¿Cómo está la casa? -preguntó su madre. Preguntaba por ella cada vez que llamaba, como si fuera una mascota o un niño.

– Mamá, debo irme. La casa está bien. Es maravillosa.

– ¿Por qué tienes que irte?

– Sencillamente tengo que irme, ¿está bien? Te llamo mañana.

– Está bien querido. Adiós. Dios te bendiga. Te llamo después.

¿Después? Simon apretó los dientes. Esperaba que fuera una figura retórica, que el «después» no significara esa misma noche. Se odiaba a sí mismo por no desear, no poder, pedirle que llamara menos seguido. Era una petición razonable. ¿Por qué no podía hacerlo? La maldita casa estaba bien. Era un chalet de dos plantas con terraza en un callejón junto al parque, a cinco minutos andando de la casa de sus padres. Tenía mucho encanto pero poco espacio y quizás fue la elección equivocada para alguien tan alto como él, pero no lo pensó en su momento. Ahora estaba atado a ella y no era muy difícil tener que agacharse cuando se movía de una habitación a otra.

Los precios de las propiedades estaban a punto de volverse ridículos cuando compró la casa hace tres años. Aún luchaba cada mes para pagar la hipoteca. Su madre nunca quiso que se fuera de casa ni entendió por qué sentía la necesidad de hacerlo. Habría sido muy infeliz si se hubiese mudado mucho más lejos. De esta forma pudo decirle «Me voy a la vuelta de la esquina, nada va a cambiar». Los cambios: algo que había que temer.

El timbre sonó de nuevo. A medida que caminaba hacia el recibidor pudo escuchar la voz de Charlie.

– ¡Déjame entrar maldito ermitaño! -dijo bromeando. Simon miró su reloj y se preguntó cuánto pensaba quedarse. Abrió la puerta.

– Por el amor de Dios, relájate.

Charlie pasó de largo con un paquete en la mano. Se metió hasta el salón sin haber sido invitada, se quitó el abrigo y se sentó. -Solo he venido a darte esto. -Extendió el paquete acolchado hacia Simon.

– ¿Qué es esto?

– Antrax. -Le hizo una mueca-. Simon, es un maldito libro, ¿está bien? Solo un libro, no necesitas entrar en pánico. Lamento no haberte llamado antes pero estaba en el bar con Olivia y me dio esto. Tenía que irse temprano así que pensé pasar un momento para dártelo, es para tu madre.

Simon abrió el paquete y vio un libro blanco de bolsillo titulado Arriesgarlo todo de Shelagh Montgomery, la autora favorita de su madre. Bajo el nombre de la autora se leía en tinta negra «prueba sin corregir». La hermana de Charlie, Olivia, era periodista y hacía muchas reseñas de libros. Las pocas que Simon había leído eran innecesariamente salvajes. -¿Esto significa que aún no está publicado?