Charlie lo llevó a la pequeña habitación de Sellers y lo empujó sobre la cama individual. Qué suerte tengo, se repetía Simon nuevamente. La mayoría de los hombres regalarían sus entradas para la final de la Copa del Mundo con tal de estar en su mismo lugar. Miró con fascinación y horror mientras Charlie se desvestía frente a él. Lógicamente, con la parte racional de su cerebro, la admiraba por ser liberada, por negarse a seguir la tontería sexista de que los hombres deben tomar la iniciativa. Sin embargo, aunque demasiado avergonzado como para admitirlo, todos los instintos de Simon se amotinaron contra la idea de una mujer sexual- mente agresiva.
Es demasiado tarde, se dijo a sí mismo mientras Charlie le desabotonaba la camisa. Lo mejor que podía hacer era continuar hasta terminar con el asunto. Pasó las manos a lo largo de su cuerpo, haciendo lo que suponía que debía hacer.
En este punto del relato, la memoria de Simon siempre evitaba los detalles específicos, eran demasiado terribles para poder soportarlos. Bastaba con recordar que en cierto momento supo que no podía seguir adelante. Quitó a Charlie de sus rodillas, masculló una disculpa y salió rápidamente del cuarto sin mirar atrás. Ella seguramente pensaba en lo cobarde y perdedor que era él. Esperaba que las noticias de su humillante fracaso estuvieran esparcidas por toda la comisaría de policía, pero nadie dijo nada. Cuando Simon intentó disculparse, Charlie lo interrumpió: «Estaba algo achispada de todos modos. No recuerdo mucho», intentando sin duda ahorrarle mayor vergüenza.
– ¿Y bien? -dijo ella. La respuesta vino de donde no la había, cómo diría Proust -. ¿Qué hay con Alice Fancourt? ¿Te apetece porque tiene cabello largo y rubio?
– Claro que no. -Simon sintió que la Inquisición española había aterrizado en su salón. Estaba ofendido porque le imputaban semejante superficialidad. El cabello largo y rubio no tenía nada que ver con él. Era la transparencia en el rostro de Alice, su vulnerabilidad, la forma como él podía ver lo que ella sentía con tan solo mirarla. Quería ayudarla y estaba seguro de poder hacerlo. Tenía una cierta gravedad que lo conmovía. Él no era un bufón para ella. Alice parecía ver a Simon exactamente como él quería ser visto. Ahora que se había esfumado, la veía en su mente constantemente, repasaba todo lo que le había dicho, se estremecía con la necesidad de decirle finalmente que le creía, sin reservas, en todo. Ahora que quizás fuese demasiado tarde ella consumía sus pensamientos; era como si de algún modo al desaparecer hubiese trascendido la realidad, convirtiéndose en una leyenda.
– Te has enamorado de ella -dijo Charlie con abatimiento-. Ten cuidado, ¿de acuerdo? Asegúrate de no estallar. El Muñecode Nieve ha puesto sus ojos redondos y brillantes sobre ti. Si la jodes de nuevo…
– Proust me dijo lo mismo esta mañana. No sabía de qué hablaba. Está bien, he tenido unas pocas amonestaciones disciplinarias pero no más que la mayoría.
Charlie respiró profundamente:
– Unas cuantas más que la mayoría, de hecho. Yo nunca he tenido ninguna, y Gibbs y Sellers tampoco.
– No dije que fuera perfecto -dijo para sí, poniéndose instantáneamente a la defensiva. Era mejor policía que Gibbs o Sellers y Charlie lo sabía. Proust lo sabía-. Me arriesgo. Sé que a veces las cosas se me van de las manos pero…
– Simon, esas amonestaciones disciplinarias se quedaron en amonestaciones porque le rogué a Proust de rodillas que no se pasara contigo. ¡No puedes ir por ahí aplastando a cualquiera que cuestione tu juicio!
– Sabes que no fue algo tan simple como eso.
– El Muñeco de Nieve estaba a punto de echarte. Tuve que lamerle el culo hasta que casi se me cae la lengua y él mismo tuvo que lamer unos cuantos culos más arriba, cosa que no le sentó muy bien.
Todo esto era nuevo para Simon. Había perdido los estribos solo con aquellos que lo merecían.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó, sintiéndose un idiota. Debería saber más sobre aquello que Charlie-, ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¡No lo sé! -dijo bruscamente-. No quería que sintieras que todo el mundo estaba en tu contra, aunque pareces sentirte de esa forma pase lo que pase. Mira, tenía la esperanza de que mejorases tu conducta. Y últimamente has mejorado bastante, por eso no quiero que este asunto de Alice Fancourt te joda. Le prometí a Proust que te mantendría bajo control, así que…
– ¿Así que también vas a comenzar a controlar lo que siento por la gente? -Simon estaba indignado. Charlie le había resuelto el problema y al mismo tiempo se lo había ocultado. No podía pensar en nada más condescendiente. Como si fuera un niño que no puede manejar la dolorosa verdad.
– No seas ridículo. Solo trato de ayudar. Si yo estuviese a punto de cagarla quisiera también que me aconsejaras no hacerlo. Eso es lo que hacen los amigos. -Había un temblor en su voz.
Simon vio su expresión de dolor, temerosa casi hasta las lágrimas.
– Lo lamento.
Decidió mientras lo decía que realmente tenía que lamentarlo, que quizás de verdad lo lamentaba. Charlie podía parecer que llevaba una coraza pero Simon sabía que a menudo se sentía herida y traicionada. Como él. Otra cosa que tenían en común, hubiese dicho ella.
Se levantó. -Mejor me voy. Quizás vaya al bar -dijo con mordacidad.
– Gracias por el libro. Te veo mañana.
– Sí, claro.
Una vez que se hubo marchado, Simon se hundió en el sillón sintiéndose descolocado, como si hubiese perdido una parte importante de sí mismo.
Necesitaba pensar, reescribir la historia de su vida de acuerdo a la nueva información que Charlie le había dado. Las mentiras eran letales, no importaba cuán honorables hubiesen sido las intenciones del mentiroso. Privaban a la gente de la oportunidad de saber los hechos fundamentales de sus propias vidas.
El impulso de huir, de empezar de nuevo en algún lugar lejano, regresaron con todo el encanto de las nuevas ideas. Sería demasiado fácil no aparecer por el trabajo al día siguiente. Si tan solo pudiera confiar en Charlie, o en cualquiera, para encontrar a Alice. Pero sin él, el equipo no podría hacer un trabajo completo, no de acuerdo a sus estándares. No es que Simon confiara particularmente en sí mismo en ese momento. Quizás no era tan bueno en su trabajo como pensaba. Quizás la obediencia y el conformismo valían más que la pasión y la inteligencia en este mundo llano y superficial.
Descubrir, retrospectivamente, que la mayoría de sus superiores había deseado deshacerse de él, hizo que Simon se sintiera como si todos sus esfuerzos hubiesen sido en vano. Podría quizás comenzar a patear algunas cabezas en ese preciso momento. Pero, ¿qué más da si la cronología estaba equivocada? No cambiaba cómo se sentía. Hoy dormiría muy mal.
Capítulo 1 3
27/09/03
Vivienne y yo estamos en la comisaría, en una sala de interrogatorios. Es uno de los espacios más desagradables en los que he estado jamás, pequeño y mal ventilado, de aproximadamente tres metros cuadrados y paredes desconchadas y empalagosamente verdes. A medida que entramos, nuestros pies se adhieren al linóleo gris. Tenemos que despegarlos a cada paso. La única ventana tiene barrotes y todas las sillas están atornilladas al suelo. La mesa que está ante nosotras está cubierta por quemaduras de cigarrillo. Respiro por la boca para evitar inhalar el desagradable hedor, una mezcla de orina, cigarrillos y sudor.
– ¿Qué clase de lugar horrible es este? -dice Vivienne-. Ésta es una habitación para criminales. Una habría creído que, solo con mirarnos, se darían cuenta de que no somos criminales.
Con toda seguridad Vivienne no lo parece. Lleva un traje de lana gris y zapatos de tacón de ante grises. Su pelo plateado y corto es inmaculado y lleva las uñas pintadas con esmalte incoloro, como siempre. Quien no la conociera no diría que se encuentra en estado de angustia extrema.