Estoy casi jadeando de ansiedad mientras enfilo el camino de entrada. Aparco el coche y subo corriendo las escaleras de casa, ignorando la sensación tirante y dolorida en el bajo vientre.
La puerta de entrada está abierta.
– ¿David? -llamo en voz alta. No hay ninguna respuesta. Me pregunto si ha sacado a Florence de paseo en su cochecito. No, no puede ser. David cerraría siempre la puerta.
Voy del vestíbulo al salón.
– ¿David? -grito otra vez más fuerte.
Oigo crujir el suelo sobre mi cabeza y un gemido amortiguado, el ruido que hace David cuando despierta de una siesta. Me precipito escalera arriba hasta nuestro dormitorio, donde lo encuentro echado en la cama, bostezando.
– Estoy durmiendo al mismo tiempo que duerme el bebé, como me dijo Miriam Stoppard -bromea.
Es tan feliz desde el nacimiento de Florence, casi una persona diferente. Durante años había deseado que David me hablara más acerca de sus sentimientos. Ahora cualquier conversación de ese tipo parece innecesaria. Su alegría es evidente a juzgar por su repentina energía renovada y el entusiasmo que transmiten sus ojos y su voz.
David se ha estado encargando de las tomas nocturnas. Ha leído en un libro que una de las ventajas de dar el biberón es que les da la oportunidad a los padres de crear un vínculo con sus bebés. Esto es una novedad para él. Para cuando Felix nació, David y Laura ya se habían separado. Florence es la segunda oportunidad de David. No lo ha dicho de ese modo, pero sé que está decidido a que salga todo perfecto esta vez. Incluso ha solicitado un mes en el trabajo. Necesita demostrarse a sí mismo que ser un mal padre no es algo hereditario.
– ¿Qué tal te ha ido en La Ribera? -pregunta.
– Bien. Te lo cuento en un segundo. -Me giro, abandono la habitación y camino de puntillas a lo largo del amplio vestíbulo hacia la habitación de Florence.
– Alice, ten cuidado de no despertarla -susurra David a mi espalda.
– Solo quiero echarle un vistazo rápido. No haré ruido, lo prometo.
La oigo respirar a través de la puerta. Adoro ese sonido: un resoplido rápido y agudo, más fuerte de lo que podría esperarse en un bebé tan diminuto. Abro la puerta y veo su graciosa cuna, a la que todavía no me he acostumbrado. Tiene ruedas y protectores a los lados y aparentemente es francesa. David y Vivienne la vieron en un escaparate en Silsford y me la regalaron.
Las cortinas están cerradas. Miro dentro de la cuna y al principio todo lo que veo es un bulto con forma de bebé. Al cabo de unos segundos, puedo verlo un poco más claramente. Dios mío. El tiempo se detiene, insoportable. Mi corazón late con fuerza y me siento mareada. El sabor del cóctel cremoso regresa a mi boca de nuevo, mezclado con bilis. Miro y vuelvo a mirar, sintiendo como si fuese a caerme hacia adelante. Estoy flotando, ajena a lo que ocurre a mi alrededor, sin nada firme a lo que agarrarme. Esto no es ninguna pesadilla. O más bien, la realidad es la pesadilla.
Le prometí a David que permanecería callada. Mi boca se abre por completo y estoy gritando.
Capítulo 2
3/10/03, 11 -50horas (Una semana después)
Charlie estaba esperando a Simon en las escaleras de la comisaría cuando llegó e inició su turno a mediodía.
Se dio cuenta de que por primera vez este año, ella llevaba su abrigo de lana negro de cuerpo entero con cuello y puños de piel falsa. Sus huesudos tobillos ya no se veían bajo las finas medias transparentes como lo habían hecho durante todo el verano. A medida que se sucedían las estaciones, las piernas de Charlie se volvían de transparentes a opacas y viceversa. Hoy eran opacas. Ayer eran transparentes. Era una señal clara de que el invierno estaba en camino.
Por lo menos era octubre. Charlie era tan delgada que normalmente empezaba a sentir frío cuando la mayor parte de la gente todavía llevaba sandalias. Hoy su rostro estaba pálido y tras las gafas de montura dorada se apreciaban sus ojos inquietos. En su mano derecha tenía un cigarrillo a medio fumar. Charlie era adicta a sostenerlos entre los dedos y dejarlos consumirse. Simon casi nunca la veía dar una calada. Podía distinguir su barra de labios roja sobre el filtro al acercarse. Había más color allí que en su boca. Exhalaba una pequeña nube que lo mismo podría haber sido humo o aliento.
Lo saludó impacientemente con su otra mano. Así que realmente lo estaba esperando. Debía ser algo importante si lo estaba aguardando en los condenados escalones. Simon maldijo en silenció, presintiendo la inminente presencia de problemas y enfadado consigo mismo por estar sorprendido. Debería haberlo intuido durante el camino. Deseaba poder decir que había estado esperando cualquier día de estos, al doblar la esquina, ver la cara siniestra de alguien que traía malas noticias para él. Esta vez era Charlie.
A Simon le habría gustado enfrentar lo que fuese que le deparase el destino con la confianza de quien es completamente inocente. Creía, paradójicamente, que sería más capaz de soportar su castigo si era inmerecido. Había algo en el concepto de martirio que le atraía.
Apenas podía tragar saliva. Esta vez sería algo más grave que un código 9. Había sido un tonto al olvidar -aunque fuera por poco tiempo, aunque fuera comprensible- que él no era la clase de persona que salía indemne de las cosas. Esos cabrones de la Unidad de Disciplina Interna probablemente ya habrían vaciado su taquilla.
Sintió un nudo en la garganta. La mitad de su cabeza estaba ocupada repasando su defensa, mientras que la otra mitad intentaba aplacar su instinto de huir. En su mente no sería una huida cobarde. Sería lenta, digna, decepcionada. Se imaginó a sí mismo haciéndose más y más pequeño hasta convertirse en una línea, un punto, nada. El encanto de un gran gesto, de una despedida silenciosa. Charlie se quedaría preguntándose cómo, precisamente ella, lo había decepcionado y entonces, al averiguarlo, desearía haberlo escuchado.
Algo de esperanza. Las despedidas de Simon de todos sus trabajos anteriores habían sido frenéticas, caóticas, con una banda sonora de amenazas y gritos, de puños y pies que golpeaban puertas y escritorios. Se preguntaba cuántas veces tenía uno derecho a volver a empezar, cuántas veces podía uno decir que era culpa de otra persona y creérselo de verdad.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? -le preguntó a Charlie, saltándose la charla de cortesía. Se sentía vacío, como si alguien hubiera extirpado una enorme bola de su interior.
– Toma un pitillo. -Ella abrió su paquete de Marlboro Lights y se lo ofreció a la cara.
– Dimelo de una vez.
– Lo haré, si te calmas.
– ¡Joder! ¿Qué ha pasado?
Simon sabía que no podría ocultarle su pánico a Charlie, lo que aumentaba aún más su enfado.
– ¿Le importaría rebajar su tono, detective?
Ella tiraba de su rango siempre que le convenía. Tan pronto era la amiga y confidente de Simon como al minuto siguiente le recordaba su superioridad en el escalafón. Era capaz de pasar de un trato cálido a la frialdad en cuestión de segundos. Simon se sentía como un niño temblando sobre un pequeño trineo de cristal. El era la cobaya con la que Charlie estaba realizando un experimento a largo plazo, probando radicalmente diferentes acercamientos en rápida sucesión: comprensiva, coqueta, distante. Resultado del experimento: un sujeto permanentemente confundido e incómodo.
Sería más fácil trabajar para un hombre. Durante dos años, Simon había barajado la idea, en privado, de solicitar un traslado al equipo de otro sargento. Nunca había llegado a hacerlo, en realidad necesitaba más el convencimiento de que podía hacer el cambio en cualquier momento, que llevarlo a cabo realmente. Charlie era una superior eficiente. Se preocupaba por sus intereses. Simon sabía por qué, y estaba decidido a no sentirse culpable; sus razones eran asunto de ella y no deberían interesarle. ¿Era acaso una*superstición creer que, en cuanto ya no gozara de su protección, la necesitaría urgentemente?