– Lo siento -dijo él-. Lo siento. Dimelo, por favor.
– David Fancourt está en la sala de interrogatorios número 2 con Proust.
– ¿Qué? ¿Por qué? -La imaginación de Simon luchaba contra la inconcebible imagen del inspector Giles Proust cara a cara con un civil. Una persona real, alguien que no estuviese reducido a un nombre en el informe de un sargento, atado a un carácter tipográfico. Según le dictaba la experiencia, lo inusual era sinònimo de malo. Podía significar algo realmente malo. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo estaban completamente alerta.
– Ni tú ni yo estábamos aquí, Proust era la única persona que se encontraba en ese momento en la sala del departamento de investigación criminal, así que Proust se lo quedó.
– ¿Por qué ha entrado allí?
Charlie respiró profundamente.
– Me gustaría que te fumases un pitillo -dijo ella.
Simon cogió uno para que se callase.
– Sólo dime una cosa: ¿estoy en problemas?
– Bueno… -Sus ojos se entornaron. ¿No es esa una pregunta interesante? ¿Por qué deberías estar en apuros?
– Charlie, deja ya de marearme. ¿Por qué está Fancourt aquí?
– Ha venido a denunciar la desaparición de su mujer y su hija.
– ¿Qué? -Las palabras de Charlie aturdieron a Simon como si se hubiera golpeado la cara contra un muro de ladrillo. Entonces cobró sentido lo que Charlie le estaba diciendo: Alice y el bebé habían desaparecido. No. No podía ser.
– Es todo lo que sé. Tendremos que esperar que Proust nos cuente algo. Fancourt lleva aquí casi una hora. Jack Zlosnik está en el mostrador. Fancourt le dijo que su hija recién nacida y su mujer desparecieron anoche. No había ninguna nota, y no ha sabido nada desde entonces. Ha llamado por teléfono a todo el mundo que conoce y nada.
Simon no podía ver bien. Todo se había nublado. Intentó avanzar empujando a Charlie, pero ella le agarró del brazo.
– Eh, para. ¿A dónde vas?
– A ver a Fancourt y averiguar qué coño está sucediendo.
La rabia crecía en su interior. ¿Qué le había hecho ese cabrón a Alice? Tenía que saberlo, inmediatamente. Exigiría saberlo.
– Así que vas a irrumpir en la declaración de Proust, ¿cierto?
– ¡Si tengo que hacerlo, sí!
Charlie lo agarró aún más fuerte.
– Un día vas a perder tu empleo por culpa de tu carácter. Estoy harta de tener que vigilar cada movimiento tuyo para evitar que la cagues.
A ella le importaría más que a mí si me echaran, pensó Simon. Esa era una de sus barreras de seguridad. Cuando Charlie quería que algo pasara, pasaba. Normalmente.
Tres agentes caminaban hacia la comisaría con la mirada en el suelo. No iban a llegar a las puertas dobles lo suficientemente rápido. Simon sacudió el brazo para liberarse y masculló una disculpa. Le desagradaba la idea de montar una escena. Charlie tenía razón. Ya era hora de que abandonara esa clase de comportamiento.
Ella le cogió el cigarrillo de la mano, se lo puso en la boca y lo encendió. Repartía cigarrillos como si fueran medicinales, igual que otras personas preparaban tazas de té. Incluso a los no fumadores como Simon. Pero este sí lo necesitaba. La primera calada lo alivió. Retuvo la nicotina en sus pulmones todo lo que pudo.
– Charlie, escúchame…
– Lo haré, pero no aquí. Termínatelo y entonces iremos a tomar algo. Y cálmate, por el amor de Dios.
Simon apretó los dientes e intentó respirar acompasadamente. Si podía confiarse a alguien, esa era Charlie. Por lo menos lo dejaría desahogarse antes de afirmar que estaba diciendo gilipolleces.
Dio unas cuantas caladas más, luego apagó el cigarrillo y siguió a su superiora hacia el edificio. La comisaría de Spilling era antes una piscina pública. Todavía olía a cloro, perseguida por el recuerdo de su personalidad anterior. Simon había aprendido a nadar aquí a los ocho años enseñado por un loco en chándal rojo con un largo palo de madera. Todos los demás niños de su clase ya sabían. Simon recordaba cómo se sintió al darse cuenta de ello. Lo revivía ahora, a los treinta y ocho, cada vez que llegaba para empezar su turno de guardia.
El peso de su ansiedad lo empujaba, lo arrastraba, lo hundía. Otra vez sentía el instinto de echar a correr, aunque no seguro de si sus piernas lo llevarían dentro o fuera del edificio. No tenía ningún plan, solamente la necesidad de sacudirse, expulsar el miedo. Se obligó a quedarse quieto detrás de Charlie mientras ella mantenía una conversación trivial con Jack Zlosnik, la corpulenta y grisácea masa de piel del mostrador que se inclinaba en el mismo sitio en el que el gruñón de Morris había estado hacía muchos años, repartiendo malhumorado billetes de papel verde que decían «Entrada individual».
No había razón para asumir lo peor, ni de plantearse, incluso a sí mismo, lo que podría ser lo peor. Alice no podía haber sufrido un daño grave. Todavía había tiempo para que Simon hiciera la diferencia. Lo habría presentido de alguna manera; si ya fuese demasiado tarde, no habría sido tan consciente de cómo el presente se deslizaba en el pasado, poquito a poco. Sin embargo, eso no era para nada una prueba. Se imaginaba la reacción de Charlie.
Después de una eternidad, Zlosnik se unió a ellos y Simon obligó a sus pies a seguir a los de Charlie, paso a paso, mientras se dirigían a la cantina, una gran habitación con eco llena de luces fluorescentes deslumbrantes, de vocerío -predominantemente masculino- y de malos olores. El humor de Simon hacía que todo le pareciera grotesco y que quisiera protegerse los ojos del suelo de madera laminada barata y de las paredes de color amarillo orín.
Había tres mujeres de mediana edad y cabello cano con delantales blancos en la barra sirviendo un potingue de color gris y marrón a unos policías cansados y hambrientos. Una de ellas deslizó dos tazas de té hacia Charlie sin mover un músculo del rostro. Simon se apartó. Sus manos no habrían estado lo bastante calmadas como para llevar nada. Había que elegir mesa, acercar sillas y colocarlas: tareas básicas que lo impacientaban hasta el punto de enfurecerlo.
– Pareces trastornado.
Negó con la cabeza, aunque sospechaba que Charlie tenía razón. No podía quitarse de la cabeza el rostro de Alice. Un abismo se había abierto ante él y luchaba para evitar caer en él.
– Tengo un mal presentimiento sobre esto, Charlie. Realmente malo. Fancourt está detrás de todo de algún modo. Sea lo que sea que le esté contando a Proust, es una puta mentira.
– No eres exactamente el juez más objetivo, ¿no? A ti te pasa algo con Alice Fancourt. No te molestes en negarlo. Vi lo nervioso que te pusiste cuando vino la semana pasada, sólo por estar en la misma habitación que ella. Y cada vez que dices su nombre parece que ocultas algo.
Simon observaba atentamente su taza de té. ¿Objetivo? No. Nunca. Desconfiaba de David Fancourt de la misma manera en que había desconfiado de dos hombres más durante las últimas semanas, y ambos resultaron ser culpables. Cuando Simon dio en el clavo de forma inequívoca, sus colegas oficiales lo alabaron, lo invitaron unas copas y aseguraron sabían que estaba en lo cierto desde el principio. Incluida Charlie. No había tenido ninguna queja sobre su falta de objetividad entonces. Aunque, en los dos casos, la primera vez que expresó sus sospechas el resto del equipo se echó a reír y le dijeron que estaba chalado.
La mayor parte de las personas reescribía la historia cuando le convenía, incluso cuando su trabajo implica ajustarse a los hechos y descubrir la verdad. Simon no sabía cómo lo hacían; deseaba tener esa habilidad. Recordaba, con total precisión, lo que encajaba y lo que no, sabía exactamente quién había dicho qué y cuándo. Su mente no dejaba escapar nada, ni una sola cosa. No era algo que le hiciera la vida fácil ni cómoda, pero era útil en el trabajo. Si Charlie no podía ver que los ocasionales estallidos de rabia de Simon eran resultado directo de sentirse constantemente infravalorado por la gente con la que trabajaba, incluso después de haber demostrado su valía una y otra vez, ¿qué clase de detective era ella, objetiva o no?