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David y yo no queríamos ir al funeral de Laura. Vivienne insistió. Ella dijo algo extraño: «Deberíais querer ir». La mayoría de la gente hubiera dicho sólo: «Deberíais ir». Asumí que Vivienne hablaba de la importancia de cumplir con el deber de uno voluntariamente más que a regañadientes.

Maggie Royle era mi primera cita ese día. Insistía en verme por la mañana temprano porque tenía que estar en el trabajo para una reunión a las diez en punto. Por teléfono le pregunté, de la misma manera que mostraría interés por cualquier paciente nuevo, de qué vivía. Ella dijo «investigación», lo cual supuse que era verdad. Laura era una científica que trabajaba en terapia gènica, pero procuraba no mencionar la palabra ciencia.

Llegó a mi oficina en Ealing completa pero sutilmente maquillada y usando un traje de Yves St Laurent azul marino, el mismo que llevaba el día en que fue encontrada asesinada. Vivienne me contó eso:

– Estaba cubierta de sangre -dijo. -Entonces, como una idea adicional añadió-: La sangre es bastante gruesa, sabes. Como la pintura al óleo.

No es un secreto que Vivienne estaba encantada cuando Felix se trasladó a Los Olmos. «Y ha sido tan feliz aquí», dice. «Me adora.» Creo que Vivienne es auténticamente incapaz de distinguir entre el mejor resultado posible para todos y lo que personalmente quiere.

Laura era menuda, con manos diminutas y pies de niño, pero sus zapatos de ante cuadrados con tacones altos la hacían casi tan alta como yo. Yo estaba sorprendida por su colorido. Su piel era de color aceituna pero sus iris eran de un azul vivo y el blanco alrededor de ellos eran tan brillantes que le daba un aspecto cetrino. Su cabello era largo, casi negro y muy rizado. Tenía una boca amplia, llena y el labio superior le sobresalía ligeramente, pero el efecto en conjunto resultaba atractivo. Recuerdo haber pensado que parecía poderosa y segura, y me sentía adulada porque hubiera acudido a mí para buscar ayuda. Estaba ansiosa- más de lo habitual- por saber qué la había traído a mi oficina. Muchos de mis pacientes parecían andrajosos y derrotados; ella parecía lo opuesto. Estrechamos la mano y nos sonreímos una a la otra, y le pedí que tomara asiento. Se acomodó en el sofá en frente de mí, cruzando sus piernas dos veces, en las rodillas y los tobillos, poniendo sus manos sobre su regazo.

Le pedí, como hago con todos mis pacientes en el primer encuentro, que me contara sobre ella tanto como pudiera, cualquier cosa que sintiera que era importante. Es más fácil tratar a los habladores porque revelan mucho más de sí mismos, y Laura era una parlanchina. Apenas habló, estuve segura de que la podría ayudar.

Me avergüenza, ahora, creer que me sentaba allí y asentía y tomaba notas, y todo el tiempo ella debía de haber creído que yo era una idiota inocentona. Ni siquiera sabía cómo era la mujer de David. Laura debía de haber contado con eso, debe haber sabido que David destruiría todas las pruebas gráficas de ella y de su matrimonio en cuanto las cosas empezaron a ir mal.

Su voz era profunda y grave. Creo que podría haberme gustado si la hubiera conocido mejor.

– Mi marido y yo nos hemos separado recientemente -dijo-. Estamos en proceso de divorcio.

– Lo siento.

– No lo haga. Estoy mucho mejor así. Pero el divorcio no es lo bastante bueno para mí. -Se reía amargamente-. Desearía que hubiera alguna forma de conseguir una anulación, algún certificado o documento oficial que dijera que nunca nos casamos. Quitar la mancha, fingir que nunca ha sucedido. Quizás debería ser católica.

– ¿Cuánto tiempo habéis estado juntos? -Me preguntaba si su marido era violento.

– Penosos once meses. Estábamos saliendo, quedé embarazada, él me propuso matrimonio y puede imaginar el resto. Parecía una buena idea en ese momento. Creo que hemos sido hombre y mujer -o mujer y marido, debería decir- durante dos meses, cuando lo dejé.

– ¿Entonces tienen un hijo juntos? -Laura asentía.

– Y…¿Por qué lo dejaste?

– Descubrí que mi marido estaba poseído.

La gente me dice cosas extrañas todo el tiempo en mi consulta. Mi siguiente cita después de Maggie Royle era con un paciente que se enfadaba incontrolablemente cuando oía a un desconocido decir su nombre, aunque esa persona estuviera hablando de alguien completamente diferente que resultaba tener el mismo nombre. Más de una vez, había iniciado peleas en bares como resultado de esta fobia.

Sin embargo, me sorprendía oír a Maggie Royle utilizar la palabra «poseído». Parecía tan racional, tan profesional, en su traje elegante. No era en absoluto la clase de persona que uno esperaría que cree en fantasmas.

– Le permito que vea a nuestro niño, lo indispensable, y siempre supervisándolo -continuaba-. Definitivamente me gustaría negarle el contacto pero no estoy segura de que pueda. No se preocupe, sé que ésta no es su especialidad; es un homeópata, no un abogado. Tengo un buen abogado.

– Cuando usted dice poseído… – comencé a tantear.

– ¿Sí?

– ¿Usted quiere decir lo que creo que quiere decir? -Laura me miró inexpresivamente. -Yo no sé lo que usted cree que yo quiero decir -dijo después de un rato.

– ¿Puede definir poseído?

– Tomado por el espíritu de otro.

– ¿Un espíritu maligno? -pregunto.

– ¡Ah, sí! -Se quitó el cabello de los ojos-. El más maligno.

Algunas de las personas más perturbadas parecen normales hasta que hablas con ellas extensamente. Decidí fingir que estaba de acuerdo, descubrir tanto como podía acerca de las alucinaciones de Maggie Royle. Si descubría, como sospechaba que lo haría, que estaba tan enferma mentalmente para que la tratara eficazmente, la enviaría a un psiquiatra.

– ¿Es el espíritu de una persona muerta? -pregunté.

– ¿Una persona muerta? -se rió-. ¿Quiere decir, como un fantasma?

– Sí.

Se acomodó e inició el ataque.

– ¿Usted cree en fantasmas? -Su tono era condescendiente.

– Por el momento concentrémonos en lo que usted cree.

– Soy una científica. Creo en el mundo material.

Me gustaría decir que en este punto una señal de advertencia empezó a destellar dentro de mi cerebro, pero no fue así. No tenía razón para creer que la mujer sentada delante de mí no era otra que Maggie Royle.

– No estoy segura de creer en la homeopatía -dijo-. Usted va a darme alguna clase de remedio al final de esta sesión, ¿correcto?

– Sí, pero no necesitamos pensar en eso ahora. Solo concentrémonos…

– ¿Y en qué consistirá este remedio? ¿De qué estará compuesto?

– Eso depende de lo que yo decida que usted necesita, basándome en la información que me da. -Sonreí comprensivamente-. Es demasiado pronto para decirlo.

– He leído en algún sitio que los remedios homeopáticos no son nada más que píldoras de azúcar disueltas en agua. Que si se hiciera un análisis químico de ellos, no habría rastro alguno de ninguna otra sustancia. -Ella sonrió, complacida con ella misma-. Como decía, soy una científica.

No estaba contenta de que hubiera desviado nuestra conversación tan agresivamente ni por la rabia general que emanaba de ella, pero era su sesión. Me estaba pagando cuarenta libras por hora. La tenía que dejar hablar sobre cualquier cosa que fuera importante para ella. Me decía que no me preocupara; algunos pacientes necesitaban asegurarse de la validez de la homeopatía antes de relajarse.

– Eso es cierto -dije-. Las sustancias que disolvemos en agua para hacer remedios homeopáticos han sido diluidas tantas veces que ya no hay ningún rastro químico de la sustancia original, ya sea cafeína o veneno de serpiente o arsénico…