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Como para echar sal sobre sus heridas, Proust dijo:

– Vea, Waterhouse está bendecido con esa cualidad importante que parece que le falta, sargento: la falta de confianza en sí mismo.

– Sí, señor -dijo Charlie, que nunca se había sentido más torpe, más expuesta, menos digna. Deseaba ser otra persona, casi cualquiera. ¿Falta de confianza en sí misma? Proust se debe haber estado refiriendo al permiso sabático breve y ocasional que Simon tomó con una arrogancia impresionante.

– Usted necesita controlarse a sí misma, sargento. En lugar de buscar salvajemente a alguien para culpar, organícese y haga su trabajo correctamente. Pase por encima de estos celos idiotas y crezca. Si a Waterhouse no le apetece, no hay nada que pueda hacer. Ahora, he dicho todo lo que tenía que decir sobre el tema, así que no la retendré más.

La invitó a retirarse con su mano.

Charlie se volvió para salir, pasando por diversos estados de vergüenza que irrumpían en masa por sus venas. Sabía que Sellers, Gibbs y Simon, quienes estaban todavía en la habitación del cid, se asegurarían de llamar su atención cuando saliera de la oficina de Proust. No podía aguantar la idea de ir a hablar con ellos sobre algún asunto relacionado con el trabajo como si nada hubiera sucedido, pero si los evitaba, todos imaginarían que se sentía vencida después de haber recibido la bronca del siglo de Proust; no sabía qué era peor.

– Ah y, ¿sargento?

– ¿Sí?

– Esa mujer que Alice Fancourt mencionó a Waterhouse, en la sala de maternidad…

– Mandy. Le seguiré la pista. -Dejemos que Proust derroche los recursos del departamento persiguiendo las especulaciones sin base de Alice Fancourt si quiere. Dejemos que termine pareciendo un idiota al fin.

– No haría ningún daño tomar muestras de ADN de ella y su bebé, ¿no es cierto? ¿Revisar los resultados?

Charlie asintió. ¿Por qué no tomar una muestra de todas las niñas nacidas en Hospital General Culver Valley el año pasado, solo para estar del lado seguro, estilo Rey Herodes? Era puñeteramente ridículo.

Cerró la puerta de Proust cuidadosamente tras de sí y caminó con resolución más allá de su equipo antes de que cualquiera de ellos tuviese la posibilidad de decir algo. Simon levantó la mirada. Sellers y Gibbs no. Charlie aceleró su paso, encaminándose al baño de señoras lo más rápidamente posible. Era el único lugar en donde se podía ocultar, en caso de que Simon estuviera planeando venir tras ella y preguntarle si estaba bien. No había nada que Charlie odiara más que le preguntaran eso.

Dentro de los lavabos, se encerró en el más cercano, se inclinó contra la puerta y respiró y exhaló fuertemente durante algunos segundos, liberando parte de la tensión de su cuerpo. Después se desplomó al suelo y empezó a sollozar

Capítulo 2 1

Martes, 30 de septiembre de 2003

Estoy sentanda en el pequeño salón, muerta de sueño, tan desorientada como estaba ayer cuando tenía insomnio. Frente a mí está sentada una doctora que nunca he visto antes. Me dice que su nombre es Dra. Rachel Allen. No sé si creerla. Vivienne la podría haber contratado. Podría ser una actriz, por lo que sé. Es muy joven, una mujer alta, cuerpo con forma de pera, pelo corto y rubio y una tez excesivamente rosa. No usa maquillaje. Sus pantorrillas gruesas están desnudas y manchadas, cubiertas con finos pelos rubios. Cada vez que capta mi atención, resplandece con entusiasmo. Sé que Vivienne está escuchando tras la puerta, ansiosa por oír el diagnóstico, cualquiera que éste sea.

La Dra. Allen se inclina hacia delante, toma mi mano y la aprieta entre las suyas-. No se preocupe por nada, Alice -dice.

Nunca he escuchado nada tan tonto en mi vida. ¿Quién en mi situación no se preocuparía?

– No esté nerviosa. ¡Muy pronto la haremos sentir mejor! -Brilla otra vez y me pasa un pedazo de papel. Tiene preguntas-. «¿Alguna vez he pensado en lastimarme? A menudo, a veces, nunca. ¿Siento que no tengo nada que esperar? A menudo, a veces, nunca.»

– ¿Qué es esto? -pregunto. Necesito comer algo. Me siento débil y hambrienta, como si hubiera manos que arañan mi estómago, que se estiran y no encuentran nada.

– Es la encuesta médica sobre depresión posparto -dice la Dra. Allen-. Sé lo que está pensando ¡Formularios, formularios y más formularios! ¡Coincido plenamente! Rellene esta estúpida cosa y después podemos hablar adecuadamente.

– ¿Donde está la Dra. Dhossajjee? -pregunto-. Preferiría hablar con mi propio doctor.

– Ella no está disponible. Es por eso que yo estoy aquí. ¿Por qué 110 rellena ahora el formulario? ¿Necesita un bolígrafo? -Hurga en su bolsillo y saca un bolígrafo azul.

Leo todas las preguntas. Son demasiado simplistas.

– Es inútil -digo-. Estas preguntas no son las correctas para mi situación. Mis respuestas no nos dirán nada útil.

La Dra. Allen inclina la cabeza tentativamente, inclinándose en su silla.

– ¿Ha estado llorando esta mañana? -pregunta.

– Sí. -Prácticamente no he hecho más que llorar estos días. Lloré cuando Vivienne me encerró en la habitación del bebé. Me encogí en la moqueta y sollocé, aferrándome a Hector, el gran oso de peluche de Florence, hasta que me quedé dormida. Cuando me desperté dieciséis horas más tarde, lloraba otra vez. No he visto a La Pequeña desde que salí para encontrarme con Simon. Estoy desesperada por verla, solo una vez, aunque no se me permita tocarla.

– ¡Pobrecita! ¿Con qué frecuencia dice que llora? -El afán de la Dra. Allen por ayudarme es casi tangible.

– Mucho. La mayor parte del tiempo. Pero eso es porque me han arrebatado a mi hija y no sé dónde está, y nadie me creerá.

– ¿Siente que nadie la cree? -La Dra. Allen me mira como si también estuviese a punto de romper a llorar.

– Así es.

– ¿Siente usted que las demás personas y las circunstancias están conspirando en su contra?

– Sí. -Sí, porque es cierto. Mi hija se ha perdido y no lo puedo demostrar, ni a mi marido ni a la policía, y eso es un hecho, no un sentimiento. Parezco fría y despiadada. Una vez tuve un corazón, pero lo hicieron pedazos. Ya no existe.

– ¡Por supuesto! -exclama la Dra. Allen apasionadamente. Creo firmemente que los sentimientos son hechos. En realidad, me tomo muy en serio los sentimientos de los pacientes. Quiero ayudarla. Tiene todo el derecho a sentir lo que siente. Y es muy habitual que las mujeres que acaban de tener un bebé sufran las sensaciones más insoportables de persecución, de enajenamiento…

– Dra. Allen, mi hija ha sido secuestrada.

Parece desconcertada.

– Bien… ¿Qué ha dicho la policía?

– No están haciendo nada. Dicen que no hay ningún caso. No me creen. -Me siento traicionada por el alivio que transmite su expresión. Se complace en permitir que la opinión de otros profesionales determinen la suya.

– Parece cansada -dice-. Le voy a recetar unos comprimidos que la ayudarán a dormir…

– No. No necesito píldoras. Acabo de despertar de un sueño de más de doce horas. Rellenaré su cuestionario, pero no voy a tomar nada. No me pasa nada. Si parezco cansada es porque he dormido demasiado. Derne ese bolígrafo. -Me pasa el bolígrafo. Marco unas cuantas casillas estratégicas, intento parecer lo más equilibrada posible.

– ¿Cómo se siente físicamente en general? -pregunta.

– Quizá algo mareada a veces -admito-. Atolondrada.

– ¿Está tomando Cocodamol?

– Sí. ¿Por eso me siento mareada?

– Es un analgésico muy fuerte. ¿Cuánto tiempo hace de su cesárea?

– Dejaré de tomarlo -digo-. Necesito tener la mente lúcida. Nunca me ha gustado tomar analgésicos alopáticos, pero Vivienne me decía que los necesitaba. La creí. -También estoy tomando dos remedios homeopáticos, hypericum y gelsemium.