Cierro las puertas de armario, rígida por el dolor. Debería irme. Estar aquí sólo me hace sentir peor, pero de algún modo, a pesar de mi creciente necesidad de ir al cuarto de baño, no soy capaz de irme. Esta habitación es evidencia de que tengo una hija querida. Me conecta con Florence. Me siento en la silla mecedora en la esquina, donde una vez estúpidamente imaginé que dedicaría muchas horas a amamantarla, coger y acariciar a Monty, el conejo mimoso de Florence con orejas largas y blandas. La ansiedad por mi bebé hormiguea en todas mis terminaciones nerviosas.
Al final, la incomodidad física me obliga a moverme. Me aseguro de dejar la puerta abierta en el ángulo correcto, exactamente como la encontré. Entonces se me ocurre que nadie haya dicho explícitamente que no se me permite estar aquí. ¿Me estoy volviendo paranoica?
– ¡Hola! -grito desde el rellano-. ¿David? -No hay respuesta. El pánico me embarga. Se han ido todos para siempre. Estoy sola. He estado siempre sola.
– ¿David? -llamo otra vez, más fuerte.
No está en el cuarto de baño. Estoy a punto de levantar la tapa del lavabo cuando me doy cuenta de que la bañera ya está llena. Sin burbujas ni aceite, solo agua. Tanto Vivienne como yo añadimos cosas perfumadas en botellas a nuestra agua del baño, aunque las que ella añade son considerablemente más caras que las mías. Esta bañera solía ser mi favorita. Es uno de esmalte grande, antiguo, blanco crema, como el color de los dientes sanos. Dos personas pueden caber en él fácilmente. David y yo lo hacemos ocasionalmente, cuando está garantizado que Vivienne estará fuera por lo menos una hora. Lo hacíamos, me corrijo.
Frunzo el ceño, perpleja. Nunca he sabido que David tomara un baño y después no lo vaciara y enjuagara la bañera. Vivienne lo consideraría corno el epítome de las malas maneras. Toco el agua con mi mano. Está fría. Después me doy cuenta de que también está completamente clara. Ningún jabón la ha tocado, estoy segura de eso. ¿Por qué David tomaría un baño, no usaría jabón, y después dejaría el agua dentro?
Siento un fuerte ruido detrás de mí. Grito y giro. David me sonríe. Ha dado un portazo y está apoyado contra la puerta con sus manos en los bolsillos de sus téjanos. Veo por la expresión de su cara que he caído directamente en su trampa. Debe haber estado esperando un tiempo detrás de la puerta para tenderme ima emboscada.
– Buen día, querida -dice sarcàsticamente-. Te he preparado un baño.
Estoy asustada. Hay una despreocupación grotesca en su cruel dad que ha reemplazado la amargura que tenía los días anteriores. Signifique lo que esto signifique, tiene que ser malo. O se preocupa por mí menos que nunca, o ha descubierto, de manera accidental, que el sadismo desesperado surgido de su miseria y confusión es algo que le gusta.
– Déjame sola -digo-. No me lastimes.
– No me lastimes -Me imita-. ¡Encantador! Todo lo que he hecho es prepararte un baño, para que puedas tener una inmersión agradable, larga, relajante.
– Está congelada.
– Entra en la bañera, Alice. -Su voz es amenazadora.
– ¡No! Necesito ir al baño. -Me doy cuenta, mientras hablo, de lo urgente que es esta necesidad.
– Yo no estoy deteniéndote.
– No iré mientras estés aquí. Vete, déjame sola.
David se queda donde está. Nos miramos. Mis ojos están totalmente secos, mi mente entumecida y vacía.
– ¿Bien? -dice David-. Continúa, entonces.
– ¡Vete a la mierda! -Es todo lo que puedo pensar.
– Oh, muy femenino.
No tengo opciones, ya que no soy lo bastante fuerte como para expulsarlo de la habitación. El contenido de mis intestinos se han convertido en agua. Empiezo a caminar hacia el lavabo. David se mueve sorprendentemente deprisa. Salta delante de mí, deteniendo mi avance.
– Lo siento- dice-. Tuviste tu oportunidad.
– ¿Qué? No puedo creer que su comportamiento sea espontáneo. Debe haber planeado todas las fases de este horror, todas las palabras. Nadie podría improvisar tal abuso.
– Me has insultado. Así que puedes ir directa a la bañera.
– No.-Clavo mis uñas en mis palmas-. ¡No lo haré! Apártate y déjame ir al baño.
– Sabes, podría tomar medidas para asegurar que nunca vuelvas a ver a Florence -dice tranquilamente-. No sería difícil. Nada difícil.
– ¡No! Por favor, no puedes. ¡Promete que no harás eso! -El terror corre a través de mis venas, dispersándose por todas las células de mi cuerpo. Suena como si tuviera la intención de hacerlo.
– Puedo y te haré más daño del que tú puedes hacerme a mí, Alice. Mucho más. Recuerda eso. Puedo y lo haré.
– ¿Así que admites que sabes dónde está Florence, entonces? ¿Dónde está ella, David? Por favor, dímelo. ¿Está a salvo? ¿Dónde la escondes? ¿Con quién está?
Examina sus uñas en silencio. Quiero gritar y golpear mi cabeza contra la pared. La personalidad de mi marido se ha solidificado en esta nueva encarnación monstruosa. Se ha metido en el papel de torturador y lo está disfrutando. Quizás así es cómo sucede. Pienso en todas las atrocidades del mundo y los que las cometen. Tiene que haber alguna clase de explicación. Siempre la hay, para todo.
Incluso ahora, no puedo evitar esperar que las cosas mejoren. Quizás realmente estoy loca. Me imagino a David, como el único superviviente de una catástrofe natural, diciendo «No sé qué entró en mí». Si lo dijera de ese modo, en términos de una aberración, una posesión provisional por alguna fuerza destructiva, posiblemente lo podría perdonar. Todo el amor que he sentido por él aún está en mí, ondeando bajo la superficie, influyendo sutilmente en la textura de mis pensamientos, como un rugoso viejo tapiz bajo pintura nueva.
Sólo tengo que resistir hasta el viernes. Ahora que David ha hecho su espantosa amenaza, no me arriesgaré hasta entonces. Debo sacrificar mi orgullo y dignidad si esa es la única forma de proteger Florence. Mis piernas están temblando. Adrenalina desenfrenada arrasa mi cuerpo. Estoy sufriendo por la presión sobre mi vejiga y los intestinos.
– Bien- digo -. No lastimes a Florence. Haré todo lo que quieras.
David arruga su nariz a disgusto.
– ¿Lastimarla? ¿Estás sugiriendo que heriría a mi propia hija?
– No, lo lamento. Lo lamento todo. Dime qué quieres que haga.
Él parece tranquilo de momento.
– Quítate el pijama y entra en el baño -dice lentamente y con paciencia deliberada, como si yo fuera un idiota -. Y te quedarás ahí hasta que yo te diga.
Obedezco sus instrucciones, cantando una canción en mi cabeza para distraerme de lo que está sucediendo: Second-Hand Rose, una de las canciones que mi madre solía cantarme cuando era niña. Mis pies, mis tobillos y mis pantorrillas sienten el dolor por el frío cuando entro en el agua. David me dice que me siente. Lo hago, y mi corazón se sacude por el contraste. El agua congelada tiene el efecto que sabía que tendría -que David debe haber sabido que tenía- en mi cuerpo. Los sentimientos de dolor y humillación que me abruman son tan insoportables que por un momento no puedo respirar. Por primera vez en mi vida, entiendo por qué a veces la gente desea estar muerta.
Cuando oigo la voz de David otra vez, suena como si procediera de una gran distancia.
– Eres repugnante -dice. -Mírate. Mira lo que has hecho. Nunca he visto nada tan sucio en mi vida. ¿Qué puedes decir?
– Lo siento -tartamudeo. Los dientes castañean violentamente.
Está de pie por encima de mí con sus brazos plegados, mirándome, sacudiendo su cabeza y expresando impaciencia, deleitándose con mi vergüenza. Nunca debí haberme casado contigo. Siempre fuiste la segunda mejor después de Laura. ¿Sabías eso?