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– Por favor déjame salir -susurro, temblando convulsivamente-. Me estoy congelando. Duele.

– Quiero que admitas que estás mintiendo sobre Florence -ordena David-. Quiero que digas a Mamá y a la policía que has inventado toda la historia. ¿Lo harás?

Entierro mi cara en mis rodillas. Me está pidiendo algo que no puedo hacer, pero me aterroriza decir que no si está planeando castigos peores que éste, en caso de que cumpla su amenaza de que nunca veré a Florence. Sospecho que, para David, todo el placer está en las propias amenazas, en el descanso psicológico que le proporcionan, pero no puedo arriesgarme.

Suspira y se sienta en la tapa de lavabo cerrada.

– Yo no soy un hombre violento, Alice. ¿Alguna vez he puesto un dedo sobre ti? ¿Violentamente, quiero decir?

– No.

– No. Y no soy un hombre irracional. No quiero tener que hacerte esto, pero me has dejado sin alternativas.

Continúa así por un tiempo, justificando sus acciones, interrumpiendo sus justificaciones para, de vez en cuando, insultarme y mofarse de mí. Cuando subo mis rodillas hasta mi pecho, me dice que no puedo hacerlo. Debo poner mis piernas estiradas contra el fondo de la tina. No debo cubrir mi pecho con mis brazos. Hago lo que me dice, pero además de eso intento no escucharlo. Escucho solamente el canturreo intimidatorio sin compasión de un hombre que, durante años, ha sido dominado por su madre. En mi mente veo la imagen de una flor atada a un tutor, para que crezca en una dirección establecida. Ése es David. Y ahora está ejercitando su poder, atiborrándose de él, como un hambriento que teme que ésta fuese su única oportunidad de comer.

No sé cuánto tiempo me hace sentarme en el agua helada, sucia. Hasta que apenas puedo sentir alguna sensación por debajo de mi cintura y mis piernas tienen una especie de color azul fantasmagórico. Me siento como un animal, peor que un animal. Soy una desgraciada. Es mi culpa que esto me haya pasado. No le pasa a la mayoría de las personas, a nadie más. No se puede caer más bajo. No puedo proteger a mi propia hija.

Al final David suspira, descorre el cerrojo de la puerta de cuarto de baño y dice:

– Bien, espero que hayas aprendido algo de esta experiencia. Es mejor que te limpies. Y también el baño. Recuerda, eres una invitada en la casa de mi madre.

Sale de la habitación, silbando.

Capítulo 24

8/10/03, 14.40 horas

Simon se dirigió con su coche a Spilling por la Carretera Silsford, y de Silsford siguió los carteles blancos de madera con letras negras por todo el camino hasta Hamblesford, el pueblo donde vivían los padres de Laura Cryer. Había dejado la sala del dic media hora antes de lo que había necesitado. Prefería esperar fuera de la casa de los Cryers, si fuera necesario, en lugar de pasar otro minuto en compañía de Charlie.

Ella había estado intentando acosarlo toda la mañana. «Apuesto que tiene pechos enormes y un lindo culito duro» había especulado sobre Suki Kitson, el amorcito extraoficial de Sellers. «Y, aceptémoslo, Stacey tenía dos críos. Sellers probablemente se sacudía dentro de ella como un pepinillo en conserva dentro del saco de un cartero.» Simon reconocía la amenaza en la voz de Charlie. Cuando su conversación se volvía anatómica, era el momento adecuado para salir huyendo. Charlie mencionaba partes del cuerpo femenino como una forma de llegar a Simon, lo cual le enfadaba y lo ponía nervioso.

Temía que fuera su manera de intentar recordarle, indirectamente, su cobardía indecorosa en la fiesta de Sellers.

Si no empezara pronto a comportarse más normalmente, tendría que hablar con Proust. Se suponía que Charlie era su sargento, sin embargo su rabia y su sarcasmo estaban haciendo imposible que se concentrara en su trabajo. Seguía teniendo que pensar en ese maldito extintor y su espuma húmeda para impedir que él mismo no le echara la bronca o le diese una bofetada en la cara a Charlie. Pero ¿Cómo habían llegado a esto?, pensaba, ¿Y por qué ahora? Simon no entendía qué había causado este deterioro repentino y rápido en su relación con Charlie. Hasta hace poco, y a pesar de cualquier tensión que existiera entre ellos, habían sido buenos amigos. Charlie era casi la única amiga de verdad de Simon, ahora que pensaba en ello no quería perderla. ¿Quién quedaba? ¿Sellers y Gibbs? ¿Cuán preocupados estarían si nunca lo volviesen a ver?

Charlie había alardeado abiertamente de la incapacidad de Simon de conseguir cualquier cosa de Darryl Beer. «Ay, chiquillo. Allí estabas, tratando de corregir un error judicial y la escoria esa te lo arruinó. ¿Sabes lo que dice la gente: «Siento decirte que te lo dije»? Bien, pues yo no. A mí me encanta decir eso, coño».

A Simon no le importaba que su primera visita a Brimley hubiera sido improductiva. No había abandonado la esperanza de que Beer finalmente hablara, una vez que estuviera satisfecho del poco poder que tenía, haciendo sudar a Simon.

La coartada de David Fancourt era sólida. Él y Alice habían estado en Londres, viendo La Ratonera. Varios testigos prestaron declaración confirmando que ellos dos habían estado en el teatro toda la tarde. A Simon le parecía una coartada casi demasiado buena, después que comenzara a pensar seriamente en ella. Incluso pensó cuando aparcaba en un espacio junto al memorial de guerra frente a la aldea comunal de Hamblesford, si esa obra no se había seleccionado específicamente por su significado simbólico. David Fancourt era un hombre listo. Se ganaba la vida diseñando intrincados juegos de ordenador. Podía ser también vengativo, como Simon había visto con sus propios ojos. Le podría haber parecido un toque irónico, llevar a su novia a ver el misterio de un asesinato famoso la misma noche que había dispuesto que alguien matara a su mujer.

¿Podía ese alguien haber sido Darryl Beer? ¿Tanto Beer como Fancourt podían ser culpables? Habría puesto a prueba la teoría con Charlie si la relación entre ellos no estuviera tan deteriorada. En cambio, intentaba comunicarse en forma telepática con Alice. No creía en todas esas gilipolleces, pero aún así… A veces percibía la presencia de Alice, inadvertida, mirándolo silenciosamente, preguntándose cuánto tiempo le llevaría salvarla a ella y a su hija. Alice creía que Simon era poderoso, o por lo menos lo pensaba al principio. Todo lo que tenía que hacer era encontrarla, hallar a Florence, y vería que no lo había subestimado. El pensamiento de lo que le podría decir, siempre y cuando la encontrara, lo hacía sentirse agitado, desprevenido.

Los padres de Laura vivían en una pequeña casa de campo blanca al lado de la tienda de un carnicero. No tenían jardín delantero. Solamente una acera estrecha separaba la entrada de su casa de la carretera principal del pueblo. El techo de paja de la casa de campo tenía algo que parecía una redecilla para el pelo. Simon cerró de golpe la aldaba de madera negra contra la puerta y esperó. Siempre se sentía tímido en momentos así, un poco asustado de presentarse ante gente que no conocía. Su educación no había estimulado la sociabilidad. Simon había crecido mirando a su madre endurecerse por la tensión cada vez que el timbre sonaba, a menos que esperase al cura o a un familiar cercano. «¿Quién podría ser ahora?» susurraba, con los ojos muy abiertos por miedo a lo desconocido.

A Simon nunca se le había permitido, cuando vivía con sus padres, invitar amigos para tomar el té. Su madre creía que comer era una actividad demasiado personal para dedicarse a ella mientras tenían visitas. Demasiado joven para pensar estratégicamente, a Simon no se le había ocurrido ocultar esta información a sus compañeros de clase, los cuales le tomaron el pelo despiadadamente en cuanto lo descubrieron. Ahora, como adulto, entendía que Kathleen lo había perjudicado imponiendo esta regla, pero no podía permitirse enfadarse. Siempre le había parecido demasiado frágil para poder criticarla. Cuando era adolescente, Simon había reprimido su frustración y mostrado indulgencia hacia su madre, aunque fue un periodo de su vida en que una mirada o un comentario inoportunos de alguien lo volvían verde de rabia, o propiciaba estallidos de furia repentina contra objetos o personas que provocaban una suspensión tras otra en el colegio. Si no hubiera sido el más brillante de su clase, lo habrían echado, Simon estaba seguro.