– Usted dijo que Vivienne Fancourt parecía sentir pena por ustedes do -dijo Simon-, ¿Qué quiso decir?
Maggie Cryer sacudió su cabeza, como si hablar al respecto estuviera más allá de sus posibilidades.
– Ella sabía que queríamos ver más a Felix y que David no nos dejaba -dijo Roger-, Era obvio que ella se compadecía de nosotros. Seguía diciendo cuán duro debía ser para nosotros, y lo era, pero decirlo sólo lo hacía más duro. Especialmente cuando no podía dejar de hablar de todas las cosas que ella y Felix hacían juntos.
– Es por eso que me di por vencida -susurró Maggie. Sus manos temblaban. Simon se dio cuenta de que estaban cubiertas de manchas cafés-. Porque ver a Felix significaba verla a ella y… -se estremeció-, solía ponerme enferma, a veces durante días después de las visitas. El colmo fue cuando Felix comenzó a llamarla mamá. No pude hacer más nada después de eso.
– Ella era jodidamente insensible sobre eso, también -dijo Roger Cryer, dando palmaditas al delgado brazo de su mujer-. Casi al mismo tiempo, nos dijo que esa mañana había tenido que recordarle a Felix quiénes éramos. Se había olvidado de nosotros por no habernos visto en tantos meses. Se daba cuenta de lo mala que estaba siendo y se disculpaba, pero, es decir, no había ninguna necesidad de que nos dijera eso, ¿no?-. De herirnos. Y nunca podríamos demostrar que estaba siendo deliberadamente desagradable.
– ¿Pero usted cree que lo era? -Simon estaba confundido.
– Por supuesto. Si uno dice algo nocivo por error, se asegura de nunca hacerlo otra vez, ¿no? Uno no sigue diciendo la misma cosa, a la misma persona, o a la gente. Cuando una señora lista como Vivienne Fancourt hace comentarios nocivos una y otra vez, lo hace intencionadamente.
Simon miraba las manos de Maggie Cryer. Estaban apretadas, sólo se veían dos diminutos nudos en su regazo.
Capítulo 25
Miércoles, 1 de octubre de 2003
El baño está inmaculado. Nadie lo sabría nunca. Nadie lo sabrá nunca. Convencida de que no puedo hacer que la bañera brille más, me ducho, restregando vigorosamente cada uno de los centímetros de mi cuerpo, preguntándome si me sentiré limpia otra vez.
Me envuelvo con dos toallas de baño grandes y me apresuro al dormitorio. Mi armario no está cerrado, y la llave está en la puerta. Elijo un atuendo: pantalones holgados y un jersey.
Éstos me cabrán perfectamente. Me odio por el agradecimiento patético que siento. La mayor parte de la gente da por hecho que podrá elegir su propia ropa. No hay nada que pueda detenerme de salir por la puerta delantera de Los Olmos y no volver más. Nada excepto la amenaza de David: «Podría tomar medidas para asegurarme que nunca veas a Florence otra vez».
El teléfono suena, haciéndome saltar. Estoy segura de que es Vivienne, llamando para controlarme. Me pregunto si debería responder, hasta que escucho la voz de David abajo. Al principio él habla muy bajo para que yo no escuche nada. Cuando alza la voz, percibo que parece disgustado, mucho más interesado en comunicar su propia opinión que en tratar de estimar la opinión de aquel con el cual está hablando. No puede ser Vivienne.
Le escucho decir:
– Exactamente, a chicos adolescentes, y garantizo, les encantará. No. No, porque esa no es la forma en que lo comercializaría- mos. No, no puedo el viernes. Porque no puedo, ¿está bien? Bien, ¿qué hay de malo en hablar de ello ahora mismo?
Russell. El socio de negocios de David.
Tengo una oportunidad. El pensamiento me paraliza. David estará al teléfono durante al menos quince minutos. Sus conversaciones con Russell nunca son cortas, especialmente cuando hay un tema en disputa. Nunca me ha dicho por qué discuten.
Voy al dormitorio de Vivienne de puntillas y abro la puerta. La cama está hecha, como siempre. No hay un pliegue en el edredón de color lila. Cuatro fotografías de Felix se encuentran en el tocador, dos de él con Vivienne. La habitación huele a la crema que se pone en la cara todas las noches. Veo sus abombadas blancas y bordadas zapatillas chinas bajo la cama, dispuestas pulcramente una junto a la otra, exactamente como lo estarían si estuviera dentro ellas. Me estremezco, como a la espera de que se empiecen a mover hacia mí.
Mi teléfono. He venido aquí por eso. Me arrastro fuera de mi ensueño supersticioso, me dirijo al armario de la cabecera y abro el único cajón. Allí está, exactamente como sabía que estaría. Apagado. Si estoy loca, como parece que todo el mundo piensa, ¿cómo sabría que estaría aquí? Vivienne dijo que estaba en la cocina.
Lo enciendo y telefoneo al móvil de Simon Waterhouse. Había apuntado su número la última vez que nos encontramos, reacio de que lo llamase a la comisaría. Rompo el pedazo de papel, pero memorizo el número. Le dejo un mensaje susurrado, diciendo que tiene que encontrarse conmigo otra vez mañana, en Chompers, que necesito hablarle urgentemente. Esta vez nuestra conversación irá bien, me digo a mí misma. Saldrá de nuestra reunión creyéndome; seremos aliados, y me ayudará. Hará cualquier cosa que le pida.
Vuelvo al rellano y vacilo durante unos segundos, para comprobar que David todavía está hablando con Russell. Todavía. No puedo distinguir las palabras -él está hablando demasiado flojo- pero su voz tiene el tono escurridizo que esperaba. Estoy totalmente segura de que la conversación todavía no ha concluido.
Sé que debería devolver mi teléfono al cajón del armario de Vivienne para evitar despertar sospechas, pero no soy capaz. Necesito quedarme con él. Es un símbolo de mi independencia. Dejar que Vivienne piense que deslizarme en su habitación y robárselo es otro síntoma de mi locura, mi enfermedad.
Me devano los sesos pensando en algún sitio donde pueda ocultar el teléfono. Si lo devolviera a mi bolso, Vivienne me lo quitaría, como estoy segura que ha hecho ya una vez. Hay solamente una habitación en la casa en la cual Vivienne nunca entra: el estudio de David. Nadie va allí excepto David, y ni siquiera él ha puesto los pies allí desde Florence nació. Se le prohíbe estrictamente el ingreso al personal de limpieza de Vivienne, que viene un día entero una vez por semana. Como resultado, el estudio está mucho más polvoriento y más desordenado que el resto de la casa. Está lleno de ordenadores de David, sistemas de música, estantes de cd que no ofrecen nada sino música clásica y la obra completa de Adam & The Ants, su colección de novelas de ciencia ficción -lomos en hileras e hileras, cada una de ellos con un título extraño y desagradable- y varios gabinetes de archivos.
Después de haber echado un vistazo, decido que detrás de uno de éstos sería probablemente el lugar más seguro para esconder el aparato. Estoy a punto de comprobar esta posibilidad cuando mis ojos se clavan en el ordenador de David. Otro medio de comunicación con el mundo externo, el mundo normal más allá de Los Olmos.
Me siento en la silla giratoria y enciendo la máquina, esperando que su débil crepitación no sea audible. Me digo que tendré que estar nerviosa solo un poco; si David ha oído cualquier cosa estará aquí arriba en segundos. Mi corazón late con fuerza mientras me siento y espero. Nada sucede. Oigo la voz de David que atraviesa el suelo, enfadado otra vez, todavía en medio de su discusión con Russell. Exhalo lentamente. Segura. Esta vez.
En la pantalla del ordenador, una pequeña ventana me dice que, para conectarme, necesito ingresar una contraseña. Maldigo en voz baja. Había supuesto que el ordenador de David sería como el mío en el trabajo, con la contraseña almacenada en la memoria y el proceso de encendido automático.
Escribo «Felix», pero aparece una señal informándome que es incorrecta. Pruebo con «Alice» y «Florence», pero éstos también son rechazados. Un estremecimiento de pavor da una comezón en mi piel cuando escribo «Vivienne». Tampoco tiene éxito. Agradezco a Dios eso, por lo menos.