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Frente a Simon, en un asiento con un remiendo oscuro y grasiento con forma de cabeza en mitad del respaldo, estaba sentado un muchacho vestido con un uniforme escolar marrón y pantalones negros. Llevaba desordenado el cabello color arena, un bocadillo a medio terminar en la mano, y emanaba un tufillo institucional que a Simon le hacía recordar a Gorse Hill, la escuela secundaria a la que había asistido durante los años setenta y ochenta.

– Mamá y Papá no tardarán ni un minuto -dijo Oliver Rae, cuya escuela había cerrado por la tarde pues la calefacción central se había estropeado. Simon lo miraba masticar el pan grueso, desmigajado, que parecía asquerosamente saludable. El hermanastro de David Fancourt. Tendría ya unos trece años, adivinó Simon. Definitivamente no era un bebé. No era La Pequeña, como Alice había afirmado en su desesperación.

La puerta del salón, que no encajaba correctamente en su marco, chirrió al abrirse, y un enorme labrador negro entró co- rriendo y, ladrando furiosamente, hundió su nariz en la entrepierna de Simon.

– ¡Abajo, Moriarty! ¡Abajo, chico! -gritó Oliver. El perro obedeció a regañadientes. Maunagh Rae entró en la habitación envuelta en una nube de fuerte perfume almizclero. Era una mujer gorda de cabello plateado liso cortado en melena, y la nariz y mejillas salpicadas con pecas. Simon pudo apreciar su parecido con Oliver. Vestía un jersey de cuello alto morado, pantalones negros y zapatos de tacón, y pequeños discretos pendientes de oro y perla. Una mujer con buen gusto, habría dicho su madre.

Su aspecto inteligente fue una sorpresa. Dado el estado de la casa, había esperado a alguien más desaliñado. Estaba acostumbrado a ver casas en estados peores que este, pero por lo general no eran tan grandes. Solían ser viviendas de protección oficial en las que vivían drogadictos, traficantes de drogas y pensionistas. Y perros mucho más flacos que no se llamaban Moriarty.

El salón donde estaban sentados poseía dos grandes ventanas que daban a la calle cuyos bordes superiores remataban en vidrios de color. Los marcos estaban podridos. Cada vez que soplaba el viento los vidrios vibraban. La alfombra era fina y brillante, más bien parecía un brillo marrón sobre el suelo. Sin embargo, las seis pinturas, distribuidas asimétricamente sobre las paredes, parecían ser todas originales, así que los Rae deben haber poseído una buena cantidad de dinero con el que jugar. Simon no podía imaginarse por qué habían decidido gastarlo en enormes lienzos salpicados de manchas coloridas. Suponía que Maunagh o Richard debían haber tenido algún amigo artista en mala racha, y le habían comprado toda esta bazofia por compasión. Las cuatro esquinas donde las paredes se unían al techo estaban ennegrecidas, como si hubieran sido chamuscadas por las llamas.

– Deduzco que le ha costado un buen rato localizar a Richard -dijo Maunagh.

– Porque ha cambiado su nombre -replicó Charlie. Cuando Colin Sellers por fin pudo localizar al padre de David Fancourt, lue muy mordaz acerca de los hombres que adoptan los apellidos de sus mujeres después del matrimonio. Charlie lo llamó bruto neandertal, pero en su fuero interno Simon coincidía con él. La tradición es la tradición.

– Cada vez más hombres lo están haciendo -dijo Maunagh, como si sintiera algo de su desaprobación y necesitara defenderse.

Un hombre, un pequeño gnomo de jardín de hombros encorvados y barba blanca, entró en la habitación arrastrando los pies. Llevaba la chaqueta gris mal abotonada y los cordones de sus zapatos desatados. Inmediatamente el estado de la casa cobró más sentido. Richard Rae se apresuró a estrechar la mano de Charlie y Simon. Mientras les daba la mano a cada uno, se balanceaba hacia atrás y adelante, casi llegando a chocar con la cabeza de Charlie.

– Richard Rae -dijo-. Me alegro de que hayan venido hasta aquí, como le dije por teléfono, no estoy seguro de poder ayudarle.

– ¿Ha visto a Alice Fancourt o sabido algo de ella desde el jueves pasado? -inquirió Charlie. Simon la había escuchado hacerle la misma pregunta por teléfono. Este viaje a Kent probablemente resultaría insustancial.

– No.

– ¿Se ha puesto en contacto con ustedes alguien de forma inusual? ¿Recuerdan algo que haya sucedido en estas últimas semanas, alguien que les haya parecido extraño, alguien merodeando alrededor de la casa?

Los tres Rae sacudieron la cabeza.

– No -contestó Richard-, Nada. Como le dije, nunca conocí a Alice. No sabía que David se hubiese casado otra vez.

– ¿Entonces, usted sabía de su primer matrimonio?

– Bueno… -Richard hizo una pausa. Miró de reojo a su mujer y los dos miraron a su hijo.

– Oliver, cariño, vete a hacer los deberes -le dijo Maunagh.

El hermano menor de David Fancourt se encogió de hombros y salió de la habitación, aparentemente indiferente ante la presencia de dos detectives en su casa. Simon, a su edad, también habría hecho lo que su madre le decía sin quejarse, pero hubiera querido saber desesperadamente qué estaba ocurriendo.

Richard Rae estaba en mitad de la habitación, balanceándose aún hacia adelante y hacia atrás.

– ¿Por dónde íbamos? -preguntó.

– Nosotros solamente supimos de Laura después de que la mataran -dijo Maunagh, mirando exasperada a su marido. Se sentó donde antes había estado sentado su hijo y dobló las manos sobre el regazo.

– ¿Entonces, no mantiene contacto alguno con David? -inquirió Simon.

– No -Richard frunció el ceño-. Es triste, pero no.

– ¿Le importa si pregunto por qué?

– Su madre y yo nos separamos.

– Seguramente podría haber visitado a su hijo -dijo Charlie. Nunca permitiría que ningún hombre la mantuviese alejada de sus hijos. Habría que ver si alguno se atrevía.

– Bueno, sí, pero era, ya sabe, una de esas cosas. Uno no siempre sabe qué es lo mejor que puede hacer, ¿verdad? -Simon y Charlie intercambiaron una mirada. Maunagh Rae se mordió el labio inferior. Se sonrojó.

– ¿Así que decidieron que lo mejor era no mantener contacto alguno con su hijo? -la voz de Charlie sonó aguda.

– Tenía a su madre, que valía de sobras como progenitora. Vivienne era como dos padres reunidos en uno. Yo siempre resulté un poco superfluo.

Maunagh Rae suspiró con fuerza.

– No es bueno que los niños anden de aquí para allá entre padres divorciados -dijo Richard, más a su mujer que a Simon y Charlie, al parecer.

– Debe de haber echado de menos a David -insistió Charlie-. ¿Nunca estuvo tentado en escribirle? ¿Para Navidad, o su cumpleaños? ¿Cuándo nació Oliver?

Richard Rae se balanceó más enérgicamente.

– Vivienne y yo decidimos que era lo mejor para no confundirle -contestó. Maunagh murmuró algo inaudible. Simon se preguntó si sabía que su marido estaba mintiendo. Había habido por lo menos una carta: aquella sobre la que Alice le había hablado. Se preguntó por qué Rae no lo había mencionado.

Charlie se mostraba visiblemente impaciente. Se quitó las gafas, frotándose el puente de la nariz. Era una señal para Simon. Ya era hora de realizar el viejo truco; los dos lo habían hecho incontables veces.

– ¿Puedo pasar al cuarto de baño? -le preguntó Simon a Rae. Los dos parecían aliviados, como si cualquier otra pregunta que les formulase hubiese sido más difícil de responder. Maunagh le ofreció elegir entre tres.

Eligió el más cercano, que resultó ser mayor que su propio dormitorio, y lleno de corrientes de aire. Había también una escultura del torso curvilíneo de una mujer desnuda. Simon no podía imaginar por qué alguien querría una cosa así en su casa.

Cerró la puerta, extrajo su teléfono y llamó al móvil de Charlie.

– Charlie Zailer -dijo.

Simon no dijo nada.

– Sí. Discúlpeme un momento, tengo que salir y atender esta llamada -oyó cómo Charlie le decía a los Rae.