Esperó hasta que escuchó cerrarse la puerta delantera, entonces tiró de la cadena para darle más autenticidad. Volvió a la sala de estar caminando de puntillas, se acercó a la puerta del salón tan silenciosamente como pudo, y escuchó. Maunagh Rae ya estaba despotricando libremente.
– … ¡No puedo aguantar seguir sentada aquí y oír cómo defiendes a esa mujer! -decía enfadada-. ¿Por qué le has dicho que tú y Vivienne acordasteis que sería mejor que te mantuvieses fuera de la vida de David? ¡Nunca lo aceptaste de ninguna manera! ¡Te echó y luego lo envenenó en contra tuya!
– Amor, amor, tranquilízate. Estoy seguro de que no fue así.
– ¿De qué hablas? -la voz de Maunagh subió de tono-. Joder, por supuesto que fue así.
– De cualquier manera eso es agua pasada. No te enfades. No tiene sentido estar revolviendo algo tan desagradable.
– Se veía con claridad en la respuesta de David a tu carta sobre Oliver que le habían enseñado a odiarte… -Maunagh Rae parecía una mujer para quien hurgar en la herida ocupaba un lugar importante en su agenda.
– Amor, por favor, me estoy disgustando.
– Bien, tal vez debieras hacerlo. ¡Quizá deberías estar jodida- mente enfadado, como yo! David te adoraba y Vivienne no lo podía tolerar, esa es la verdad. Ella tenía que ser la única. Si una mujer como ella quisiera tener hijos hoy en día, utilizaría el esperma de algún donante. ¡Es una megalómana, y lo sabes! ¿Así que por qué coño no lo dices cuando te preguntan?
– Amor, ¿de qué serviría eso? No tiene nada que ver con la desaparición de la mujer de David y de su hija…
– ¡No tienes sangre en las venas, eso es lo que te pasa!
– Lo sé, tienes razón, amor. Pero vamos, sabes que si supiese algo sobre Alice o el bebé, se los diría.
– Sabes lo que le pasó a la primera mujer de David -dijo Maunagh. Afuera, en el vestíbulo, Simon alzó las cejas. Se quedó helado, esperando. Tenía una rara sensación de desconcierto.
– Fue asesinada, por Dios.
– Oh, vamos, Maunagh -Richard Rae sonó vagamente irritado. Por lo que había oído hasta el momento, Simon dudaba de que el hombre pudiese experimentar un brote de rabia-. No se puede acusar a la gente de asesinato así como así, de buenas a primeras. No estás siendo justa.
– ¡Justa! ¡Dios, es como hablar con una esponja! ¿Por qué no les cuentas que le escribiste a David sobre Oliver?
– Eso es irrelevante. Están buscando a Alice y al bebé. ¿Qué importancia podría tener mi carta?
– Volverías a hacer lo mismo, ¿verdad? -dijo su mujer amargamente-. Si nosotros nos separásemos y yo decidiera ser una bruja y mantenerte lejos de Oliver, maldita sea, me lo permitirías. ¿Existe algo por lo que valga la pena luchar, al menos desde tu perspectiva?
– No seas necia, Maunagh. No hay ninguna necesidad. -No estábamos discutiendo antes de que la policía llegara ¿verdad? Y nada ha cambiado ahora.
– No. Nunca cambia nada.
– Oh, vamos…
– ¿Sabes siquiera cómo se llama el tutor de la clase de Oliver? ¿Sabes cuál es su asignatura favorita?
– Amor, tranquilízate…
– ¡Le escribiste a David gracias a mí! Escribí la maldita carta por ti palabra por palabra. ¡La copiaste! Si hubiera sido por ti ni siquiera lo hubieras intentado, y es el único hermano de Oliver, el único que tendrá jamás…
Simon se preguntó qué hubiese sucedido si sus propios padres se hubieran separado. Kathleen habría querido a su hijo todo para ella. ¿Su padre habría luchado por la custodia compartida? No oyó ninguna otra recriminación de Maunagh Rae. Estaba a punto de llamar a la puerta del salón cuando notó una presencia a su espalda. Se giró y vio a Oliver en las escaleras, que ahora vestía unos téjanos demasiado grandes para él y una camiseta de Eminem.
– Yo solo… -Simon buscó a tientas una excusa que explicase por qué estaba escuchando a escondidas. ¿Durante cuánto tiempo había estado el chico allí? Maunagh y Richard Rae no habían hecho ningún esfuerzo por bajar la voz.
– Señora Pickersgill. Así se llama mi profesora -dijo Oliver, pareciendo por un instante mucho más mayor de lo que aparen taba-, Y mi materia favorita es el francés. Se lo puedes decir a mi padre si quieres.
Capítulo 29
Jueves , 2 de octubre de 2003
Estoy sentada en la silla mecedora de la habitación del bebé, con La Pequeña en mi regazo y le estoy dando un biberón. Vivienne fue la que propuso que lo hiciese. El rostro de David se volvió violáceo de rabia pero no se atrevió a oponerse. Fui lo suficientemente efusiva al mostrar mi agradecimiento y me aseguré de no parecer mínimamente sospechosa. Es como si hubiese pasado una eternidad desde que aceptaba la bondad de cualquiera en la primera impresión.
Vivienne está cambiando las sábanas de la cuna, observándome pero sin mirarme para comprobar que me estoy comportando apropiadamente. De vez en cuando La Pequeña me lanza una mirada; su expresión es atenta y seria. Los expertos dicen que los recién nacidos no se pueden concentrar hasta que tienen aproximadamente seis semanas, pero no lo creo. Creo que depende de lo inteligente que sea el bebé. Vivienne estaría de acuerdo conmigo. Le encanta contar la historia de su propio nacimiento, de la comadrona que le dijo a su madre «Oh, oh, esta ya ha estado aquí antes». No puedo imaginar a Vivienne pareciendo o estando completamente concentrada, incluso aun siendo bebé.
La Pequeña aparta el biberón. Se agita en mis rodillas. Su boca se tuerce como si fuese a llorar, aunque no emite ningún sonido.
Después de terminar de arreglar la cuna, Vivienne abre de par en par las puertas del armario de Florence. Empieza a vaciar las pilas de ropa en una bolsa grande. Miro como caen allí dentro el mono de Bear Hug, el pijama con corazones rosados, el vestido de terciopelo rojo. Una por una Vivienne va quitando las prendas de sus perchas. Es la imagen más brutal que he visto jamás, y me estremezco.
– ¿Qué estás haciendo?
– Voy a guardar las cosas de Florence en el ático -dice Vivienne-, Pensé evitarte el trabajo. Verlas aquí solamente te hace daño. -Sonríe compasivamente. Una náusea se remueve dentro de mí. Sin saber todavía dónde está Florence o qué le ha pasado, Vivienne está deseosa de vaciar su armario como si ya no existiese. -David me ha hecho suponer que no querrías que el bebé use la ropa de Florence -añade siguiendo con su razonamiento.
– No. Para nada -no puedo evitar el tono de rabia en mi voz-. La Pequeña tiene que ponerse algo. Solo dije eso al principio porque me contrarié. Me impactó verla con el mono de Florence, eso es todo.
Vivienne suspira.
– Compraré algunas prendas de segunda mano de una tienda de caridad en la ciudad. La Pequeña, como tú y David insistís en llamarla, puede llevar esas. Lamento si parezco cruel, pero esta ropa le pertenece a mi nieta.
Tengo que morderme los labios para ahogar el grito que llena mi boca.
La Pequeña empieza a llorar. Al principio es un gemido pero aumenta hasta convertirse en un lamento agudo. Su cara se enrojece. Nunca antes la he visto así y me asusto. ¿Qué le pasa? ¿Qué está sucediendo?
Vivienne levanta la mirada hacia nosotras, se mantiene imperturbable.
– Los bebés lloran, Alice. Eso es lo que hacen. Si no puedes afrontarlo, no deberías haber tenido uno-. Se gira hacia el armario. Apoyo a La Pequeña sobre mi hombro e intento calmarla dándole palmaditas en la espalda, pero solamente aúlla más fuerte. Su malestar me aflige tanto que también me echo a llorar.
David aparece en la puerta.
– ¿Qué le has hecho? -me grita-. Dámela.
Vivienne le permite que me la arrebate de las manos. Él estrecha su pequeño cuerpecito contra sí. Sus mejillas se apretujan contra su hombro y se calma inmediatamente, contenta. Sus párpados se deslizan hasta quedar cerrados. Juntos forman una imagen perfecta de padre e hija y abandonan la habitación. Oigo a David que murmura: