– David, tienes que admitir que no es ella. Ese no es el bebé del que me despedí con un beso hace un par de horas. Ni el que nos trajimos a casa del hospital. Ni el que se agitaba y lloraba al ponerle ese mono. ¡Quítaselo! -grito de repente, sobresaltándome tanto como David-, ¡Es de Florence! No quiero que ese bebé lo lleve. ¡Quítaselo! -Me voy hacia el vestíbulo.
– Te comportas como si le tuvieras miedo. -Nunca he visto a David tan molesto-. Alice, ¿qué pasa contigo? Sólo hay un bebé. Florence. Es ésta.
– ¡David, mírala! -grito. Me he convertido en una criatura salvaje, en algún tipo de bestia incivilizada-. Mira la expresión de su cara. Es un rostro distinto, ¿acaso no lo ves? Sí, tiene ojos azules y manchas blancas, igual que cientos de recién nacidos.
Voy a llamar a Vivienne. Salgo corriendo de la habitación. En el vestíbulo, mis ojos barren el lugar de izquierda a derecha. La visión se me nubla. La adrenalina me hace jadear. Estoy tan confundida y disgustada que por un momento olvido lo que estoy haciendo aquí, lo que estoy buscando. Entonces me acuerdo. El teléfono. David me sigue hasta el vestíbulo. Veo que está solo.
– ¿Qué has hecho con el bebé? -pregunto. Me sentía incómoda cuando podía verla. Ahora, sin mirarla, me siento aún más.
David me arranca el teléfono de la mano y lo cuelga violentamente.
– No te atrevas a interrumpir las vacaciones de Mamá y de Felix con esta basura. Mamá creerá que la has perdido. Alice, tienes que calmarte. Escúchate.
Vivienne se ha llevado a Felix a Florida por gusto, para celebrar el nacimiento del bebé. Yo habría preferido que Felix se quedara, pero Vivienne insistió en que era la mejor forma de asegurarnos que no le disgustaría la llegada de Florence. Aparentemente se trata de una buena táctica para evitar los celos. Vivienne es hija única y siempre odió la idea de tener hermanos. Desde que fue lo suficientemente mayor para entender el concepto, les pidió a sus padres que no tuvieran más niños. Lo que es quizá más sorprendente es que la obedecieran.
El padre de David, en cambio, deseaba crear una gran familia. Él mismo tenía cinco hermanos. «Yo le dije que bajo ningún concepto», me explicó Vivienne. «Un niño necesita crecer sintiéndose especial. ¿Cómo puedes sentirte especial si hay seis como tú?» Tuvo la precaución de esperar a que David saliera de casa para contarme esa historia. Nunca se menciona a su padre delante de él.
No estoy acostumbrada a obligar a mi marido a afrontar verdades inoportunas. Siempre he intentado protegerlo.
– La puerta delantera estaba abierta -digo.
– ¿Qué?
– Cuando regresé, la puerta delantera estaba abierta. Tú estabas dormido. Alguien debió entrar y llevarse a Florence y… ¡y dejó a ese bebé en su lugar! Tenemos que llamar a la policía, David. ¡Oh, Dios, Florence! ¿Dónde está? ¿Y si no está bien? ¿Y si le ha ocurrido algo terrible? -aúllo, tirándome del pelo.
Hay lágrimas en los ojos de David. Cuando habla su voz es queda.
– Alice, me estás asustando. No hagas esto, por favor. Me das miedo, en serio. Por favor, tranquilízate. Quiero que entres en la cocina, mires bien al bebé que está en el moisés y quiero que reconozcas que es Florence. Lo es. ¿De acuerdo? -Percibo un parpadeo de esperanza en sus ojos. Se está ablandando, quiere darme otra oportunidad. Soy consciente de lo mucho que significa que David haya reconocido estar asustado. Debe quererme mucho, pienso. Y ahora tengo que acabar con sus esperanzas.
– ¡Pero no lo es! -insisto-. ¡Escucha su llanto! ¡Escúchalo! -Pobre, pobre bebé, confundido, llorando por su madre-. Ese no es el llanto de Florence. Dame el teléfono.
– ¡No! Alice, por favor, esto es una locura. Déjame llamar al doctor Dhossajee. Necesitas un calmante o… alguna clase de ayuda. Deberíamos telefonear al doctor.
– David, dame el teléfono ahora mismo o juro que cogeré un cuchillo de cocina y te lo clavaré.
Se estremece. No puedo creer que yo dije eso. ¿Por qué, en cambio, no podría haberle amenazado con estrangularlo? No lo dije deliberadamente para herirlo, pero él debe creer que sí.
– ¡David, alguien ha secuestrado a nuestra hija! ¡Tenemos que hacer algo, rápido!
Me deja recoger el teléfono.
– ¿A quién estás llamando? -pregunta.
– A la policía. Y después a Vivienne. Ella me creerá, aunque tú no lo hagas.
– Llama a la policía si quieres, pero no a Mamá, por favor.
– Porque sabes que me respaldará. Es por eso, ¿verdad?
– Alice, si no es Florence, ¿entonces quién es? Los bebés no caen del cielo, ¿sabes? He dormido tan solo diez minutos…
– Con eso es suficiente.
– Hay pruebas que podemos hacer, pruebas de ADN, para demostrar que es Florence. Podemos aclararlo antes de que Mamá regrese. Mira, es mi madre, no la tuya. Decido yo si la llamamos o no, y no vamos a llamarla.
David parlotea desesperado. No puede soportar la idea de ser observado en una situación de dificultad personal. Creo que considera cualquier clase de desdicha como un asunto vergonzoso y absolutamente primitivo. Que Vivienne lo vea así, enredado en este horrible lío, sería su peor pesadilla.
– Bueno, yo no tengo madre -mi voz se quiebra-. Vivienne es lo más parecido que tengo a una madre y por supuesto que voy a llamarla. Con la policía, por favor -digo al teléfono-. Nunca debería haber aceptado mudarnos aquí. ¡Esta casa está maldita! -estallo-. Si hubiésemos vivido en algún otro sitio, esto nunca habría sucedido.
– ¡Qué mierda es esa! -David me mira como si le hubiera abofeteado. He insultado su querida casa familiar.
– No puedes pretender que abandone a mi hijo.
– ¡Por supuesto que no! Nos habríamos llevado a Felix con nosotros.
Este es el intercambio más directo que David y yo hemos tenido jamás acerca de dónde deberíamos vivir.
– ¡Sí, genial, le habríamos separado de Mamá, que ha sido como una madre para él desde que Laura murió! ¡No puedo creer que hayas podido sugerirlo siquiera!
– Policía, por favor. Necesito denunciar un… ¡Me han puesto en espera!
– Esta locura pasará. Se calmará y pasará. -David masculla consigo mismo. Se sienta en las escaleras y se sujeta la cabeza entre las manos. A pesar de sus esfuerzos de autocontrol, la tristeza y la incertidumbre se apoderan de él. Nunca había llorado delante de mí antes. Se debe estar preguntando si podría haberse equivocado, no importa lo seguro que se sienta. Me doy cuenta de que no me perdonará haber presenciado esta demostración de emotividad.
– Ve y consuela al bebé. David, escúchame. Por favor. El bebé está asustado. -Ese inútil, estéril llanto me rompe el corazón. Es todo lo que puedo hacer para permanecer en pie.
Pobre, pobrecita Florence. No puedo soportar la idea de que pueda estar sufriendo. Todo lo que quiero es poder abrazarla con tra mí, sentir sus suaves y blandas mejillas contra las mías.
Una queja se abre paso por la garganta de David.
– ¿Qué estás diciendo? Escúchate, dices «el bebé». Es nuestra hija, nuestra Florence. ¿Cómo puedes hacerle esto? ¡Cuelga el teléfono! ¡Ve y consuélala tú misma!
– Está furioso conmigo, pero también enfadado consigo mismo por haber creído tan sinceramente en su segunda oportunidad: su nueva vida conmigo y con Florence. Ahora se debe de sentir avergonzado, burlado por el júbilo que ha sentido en las dos últimas semanas. Me pone triste pensar que yo entiendo mejor su dolor de lo que él entenderá jamás el mío.