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– Mira, normalmente, es cierto que te lo diría a ti primero, pero no creí que estuvieses suficientemente receptiva. Habías dejado bastante claro que creías que Beer era culpable.

Charlie lanzó un suspiró.

– Has acertado en algunos puntos. Todavía creo, según las probabilidades, que Beer es nuestro hombre, pero no soy tan tozuda como para desechar otra línea de investigación. Debes creer que no valgo nada en mi trabajo si piensas que haría eso.

– No lo pienso, en absoluto -dijo Simon sorprendido.

– Quizá lo sea. ¿Por qué no se me ocurrió nada de todo lo que me dijiste? Era la oficial a cargo -Simon nunca había oído a Charlie expresar abiertamente sus dudas sobre sus propias capacidades. Lo hacía sentir incómodo.

– ¿Y bien? -dijo ella.

– ¿Bien qué?

– ¿Crees que soy mala en mi trabajo?

– No te hagas la tonta. Creo que eres brillante. Todo el mundo lo piensa.

– ¿Entonces, por qué coño no me lo dices? -dijo Charlie mur murando-. ¿Por qué me obligas a pedirte tu apoyo?

– ¡No lo he hecho!

– ¡Acabas de hacerlo!

La conversación se aceleraba, tornándose más imprevisible. Simon respiró profundamente.

– No se me ocurriría jamás a mí o alguien del equipo tranquilizarte con nuestro apoyo -dijo-. No lo necesitas. Siempre pareces tan segura. Demasiado segura a veces.

Charlie se quedó en silencio durante unos cuantos segundos. Su siguiente pregunta, cuando llegó, fue inoportuna.

– ¿Le has dicho a alguien… lo que sucedió en la fiesta de Sellers? -Esto era exactamente por lo que Simon evitaba conversaciones largas y francas.

– No. Por supuesto que no.

– ¿A nadie? No te estoy pidiendo que des nombres. Sólo quiero saber si todo el mundo se rió a mis espaldas, eso es todo.

El móvil de Simon comenzó a sonar en su bolsillo. Miró a Charlie con torpeza.

– Olvídalo -Encendió un cigarrillo-. Será mejor que respondas.

Era el agente Robbie Meakin. Salvado por la campana, pensó Simon.

– Estáis investigando el caso Laura Cryer de nuevo, ¿verdad? -preguntó Meakin.

– ¿Quién es? -preguntó Charlie. Odiaba no saber con quién estaba hablando Simon, y persistentemente interrumpía todas las llamadas que recibía hasta que se lo dijera. Una de sus tantas exasperantes costumbres.

– Es Meakin. Lo siento, compañero, sí, así es. ¿Por qué?

– Acabamos de detener a un muchacho llamado Vinny Lowe, amigo de Darryl Beer, por posesión de drogas de primera categoría. Entre sus cosas hallamos un enorme cuchillo de cocina ensangrentado. Lowe jura que es de Beer.

– ¿Dónde lo encontrasteis?

– En un gimnasio, de entre todos los lugares imaginables. La Ribera, en la carretera de Saltney.

El gimnasio de Vivienne Fancourt. Y de Alice. Y entonces, de repente, Simon lo supo. Recordaba las palabras exactas de Roger Cryer; comprendió su pleno significado. Casi se iba a girar hacia Charlie y a decírselo sacudido por la emoción. Se detuvo justo a tiempo. No estaba dispuesto a arriesgar que le dieran esta pista a Sellers o Gibbs para que la siguieran. Cuando algo realmente importaba, Simon prefería trabajar solo.

Capítulo 31

Jueves , 2 de octubre de 2003

– ¡Qué diablos…! -Vivienne retrocede disgustada cuando ve la comida pegada y seca sobre mi rostro y mi cuello y la mancha pegajosa sobre mi jersey. Estoy sentada a la mesa de la cocina. David no me había permitido salir de la habitación.

– Pensé que querías pasar más tiempo con el bebé -dijo-. No la puedes ni tocar, obviamente, no mientras estés cubierta por ese menjurje.

Vivienne lo mira enfadada.

– ¿Era demasiado pedirte que tuvieras todo bajo control aunque fuera por una mañana? -Felix estaba de pie detrás de ella, con su chaqueta y pantalones color turquesa, el uniforme de Stanley Sidgwick. Me mira de la misma manera que la gente observa accidentes automovilísticos, con horror y fascinación.

– ¡No es culpa mía! -gimotea David como un crío-. Le preparé un poco de comida, pero ella la rechazó. Intentó echármela encima. Cogí su brazo para detenerla y acabó todo sobre ella, como puedes ver.

– ¿Por qué no la has hecho cambiar de inmediato? ¡Está empapada! Tiene toda la cara llena.

– ¡Ella se negó! Dijo que no le importaba quedarse así -David levanta a la pequeña y la apoya contra su hombro. Su cabecita descansa justo en el hueco de su cuello. Está despierta, pero sus ojos empiezan a cerrarse al palmearle David la espalda.

Vivienne camina lentamente hacia mí.

– Alice, este comportamiento es sencillamente inaceptable. No lo toleraré en mi casa. ¿Está claro? -Yo asiento-. ¡Levántate! Mírame cuando te hablo.

Hago como me dice. Detrás de ella, David sonríe.

– Hay que lavar toda esa ropa. Necesitas ducharte y cambiarte. No permitiré semejante… desaliño en mi casa, no me importa lo mal que estés. Creí que habíamos hablado del asunto y que lo habías entendido, después del incidente del cuarto de baño, pero obviamente me equivoqué.

No se me ocurre qué contestar, así que permanezco en silencio.

– Veo que ni siquiera tienes la decencia de disculparte. -Sé que Vivienne está a punto de imponerme un castigo y me asusta lo que pueda ser. Habla como si la correa se hubiese tensado al límite. Si le digo que lo lamento podría tranquilizarla, pero no encuentro las palabras. Soy un bloque de hielo.

– Muy bien. Haz lo que te dé la gana -dice-. De ahora en adelante no te vestirás más. Cogeré toda tu ropa y la guardaré en el altillo, junto a la de Florence. Puedes llevar un camisón y una bata, como un paciente de psiquiátrico, hasta que cambie de opinión. ¿Has entendido?

– Pero… la prueba de ADN. Me tendré que vestir para eso -me tiembla la voz.

Las mejillas de Vivienne se ruborizan. La he enfurecido al pillarla en un desliz. Claramente, en su rabia se ha olvidado de nuestra cita en el Hospital de Duffield y de su incompatibilidad con la penitencia que ha ideado para mí.

– No quiero oír otra palabra tuya -dice, con los labios finos y blancos por la furia-, Y no soporto verte ni un minuto más con esa ropa sucia y repugnante. ¡No lo toleraré! Quítatela y la lavaré. Deberías avergonzarte de ti misma por dar tanto trabajo a los demás con tus… ¡sucias protestas!

Se vuelve para mirar por la ventana. David me sonríe.

Empiezo a contar mentalmente mientras me quito el jersey. El sujetador blanco que llevo también se ha manchado de naranja y amarillo, así que me lo quito. La sonrisa de David se ensancha. Señala la cinturilla de mis pantalones, donde hay una pequeña roncha de grasa marrón. Sé que Vivienne considera inaceptable hasta la mancha más pequeña en la vestimenta. Con dedos temblorosos, empiezo a quitarme los pantalones, rezando para que la comida no haya manchado nada más.

Vivienne se da vuelta. Cuando me ve, se queda con la boca abierta y empieza a temblarle la piel del cuello.

– ¡Por todos los santos! ¿Qué crees que estás haciendo? -exige.

Me detengo, confundida.

– ¡Súbete los pantalones! ¿Cómo te atreves? ¿Qué piensas que es esto, un salón de masajes? ¿Cómo osas desnudarte en mi cocina?

– Pero… me dijiste que me quitara la ropa para que la pudieras lavar -sollozo. David se cubre la boca con la mano para ocultar su regodeo. De todos modos, Vivienne no se daría cuenta. Está enfurecida por creer que estoy queriendo provocarla deliberadamente. Las lágrimas me resbalan por el rostro y cruzo los brazos para cubrir mi pecho desnudo. No podré aguantar la injusticia o la humillación por mucho más tiempo.

– Creí que querías que lo hiciera inmediatamente -intento explicar, aunque sé que no me servirá de mucho. Vivienne me encuentra repulsiva.