– Esto es meramente especulativo -suspiró Charlie.
– Lo sé. -La boca de Simon semejaba una línea dura y definida-. Pero mientras estemos aquí, podríamos ir a ver cómo es este asunto de las toallas.
Charlie se encogió de hombros, y luego asintió. Valía la pena echar una mirada, supuso.
– David y Vivienne Fancourt deben haber estado condenadamente emocionados cuando Beer se declaró culpable -murmuró Simon.
– ¿Entonces estás suponiendo que estaban juntos en esto? -Estaba asumiendo demasiado, y Charlie sabía que lo estaba consintiendo. Mierda. ¿Habría apoyado a Sellers o Gibbs tan fácilmente si hubiesen querido examinar una corazonada similarmente indemostrable como la de él? ¿Era éste el buen comportamiento al cual aspiraba con respecto a Simon, o era algún trato especial?-. Aunque sea correcto, es sólo una suposición -dijo-. No existen pruebas.
Los ojos de Simon ardían intensamente. No estaba escuchando.
– Hoy voy a encontrar a Alice -dijo.
Charlie consideró la ropa, los zapatos, las llaves del coche y el dinero en efectivo que Alice no había llevado con ella. Y todas las cosas de Florence, abandonadas en Los Olmos. Temía lo peor.
– Estás enamorado de ella, ¿no es así? -dijo. Estaba bien decir eso, pensó. Como amiga-. Puede que no lo hayas estado antes, pero ahora sí. Te enamoraste después de que ella desapareciera. Eso es lo que la convirtió en tu mujer ideal. -Sintió que había unas cuantas piezas perdidas en el rompecabezas de su mente mientras hablaba.
– Tenemos trabajo que hacer -dijo Simon brevemente-. Hay que bajar por el ascensor para llegar a la piscina.
Charlie lo siguió por un corredor interno enmoquetado, habitado por un zumbido constante y con olor a lirios. Un cartel de latón frente de ellos decía «Recepción Principal» encima de una flecha negra. Caminaron hombro a hombro en la dirección indicada, sin decir palabra. La mente de Charlie corría, completando los detalles de su nueva teoría. Simon, con el rostro al rojo vivo, evitaba cuidadosamente su mirada. Ella tenía que estar en lo correcto. Él no quería a una mujer en su vida, no realmente. Quería una fantasía, alguien imaginado e inaccesible. ¿Qué podría ser mejor que una mujer desaparecida?
Ella lo siguió al ascensor, que tenía espejos a la altura de la cintura a la cabeza sobre tres de sus cuatro lados, y pulsó el botón marcado -LG-. Aquí era incluso más difícil que Charlie y Simon no se mirasen. Parecía que el viaje de la planta baja al subsuelo era imposiblemente largo. Charlie se dio cuenta, en un instante, que estaba conteniendo la respiración. Ahora sabía lo que se sentía quedar atrapada en un ascensor, y la maldita cosa ni siquiera se había atascado.
Fue un alivio salir, finalmente. Otro corredor enmoquetado. Esta vez el cartel frente a ellos leía «piscina» encima de otra flecha negra indicativa. Charlie oía ecos de chapoteos, un burbujeo bajo, un zumbido que vibraba bajo sus pies. -Aquí estamos -dijo.
A su izquierda, había dos puertas. Una decía «Vestuario femenino» y la otra «Vestuario masculino».
– Probablemente estos tengan una salida directa al área de la piscina -dijo Simon-. Maldita sea, cualquier idiota podría entrar. Uno pensaría que reforzarían la seguridad.
Charlie se encogió de hombros.
– Dudo que a muchos se les ocurriese intentar colarse en un gimnasio sin pagar los honorarios de afiliación. Quiero decir, la mayoría supondría que no puede hacerse. En el gimnasio de mi hermana, Fort Knox, se necesita una tarjeta magnética o la valla no se abre.
– Mira. -Simon señaló un mueble de madera grande directamente delante de ellos. Sobre él, en un costado había una gran pila de toallas blancas. En el otro lado había un agujero grande, cuadrado-, ¿Es lo que creo que es?
– Un cubo para toallas. -Mientras Charlie hablaba, se abrió la puerta que decía «Vestuario femenino», y salió una mujer con el pelo húmedo, llevando una toalla estrujada en una mano y una bolsa deportiva Nike rosada en la otra. Su cabeza torcida, sujetando un móvil rosa entre el hombro y la oreja.
– ¡La maldita piscina y las duchas estaban heladas! -dijo, irritada-. Una de las calderas está rota. Voy a pedir un descuento en la cuota del próximo mes si no las han arreglado para mañana. -Tiró la toalla en el agujero cuadrado. No cayó muy lejos; las toallas usadas ya formaban una pila de gran altura. La mujer murmuró algo y se encaminó hacia las escaleras, ahora sosteniendo el teléfono en la mano, quejándose todavía en voz alta.
– Todo lo que necesitaría hacer es meter la mano dentro y agarrar la toalla que recién arrojó -dijo Simon-, Y podría acusarla de asesinato.
Charlie sabía que tenía razón. Si bien era posible; no necesariamente significaba que hubiese sucedido.
– Simon, ¿eres virgen? -preguntó.
Capítulo 35
Jueves , 2 de octubre de 2003
Estoy en la cocina sosteniendo la cinta en mi mano derecha. No puedo creer que mi idea, surgida de la desesperación, funcionara. Ni por un minuto se le ocurrió a David que lo estaba engañando. Mi bolso de mano está en la mesa de la cocina debajo de la ventana trasera, al lado de mis llaves, el teléfono móvil y el reloj: todas mis posesiones confiscadas. Levanto el reloj y me lo pongo, medio a la espera de que salte una alarma y empiece a chillar. Me pregunto si debería poner la cinta en mi bolso, ocultarla en algún otro sitio o destruirla, cuando oigo una respiración detrás de mí.
Cierro mi mano alrededor de la cinta y giro. Vivienne está quieta a menos de un paso delante de mí. Me pregunto si está a punto de tocarme. Lleva su bata larga azul marino sobre el pijama de seda blanco. Su piel está brillante por la crema de noche que usa, la mejor que el salón de belleza de la Ribera tiene para ofrecer. Su cara está grasienta, blanca y espectral.
– ¿Qué estás haciendo? -me pregunta. Normalmente no bajo después de que Vivienne se haya ido a la cama. Nadie lo hace. No puede dormir si cree que alguien más está despierto. Es una de las muchas reglas de vida no escritas en Los Olmos. Este cambio en mi patrón normal la ha alertado sobre un posible peligro.
Decido utilizar una de las tácticas de Vivienne, responder a una pregunta con otra pregunta-. ¿Estás nerviosa por mañana? -Se ve desconcertada por mi intromisión en su psique. Ella es la que pregunta, siempre-. Es decir, es más fácil para mí -continúo, con mi corazón saltando en la boca a cada latido-. Yo por lo menos sé cuál será el resultado de la prueba. Tú no. Debe ser difícil. Esperar. No saber.
Si no hubiese sido por mi triunfo sobre David, no me atrevería a decir nada de esto. Es como si se hubiese encendido la luz piloto de mi confianza otra vez, aunque su llama sea todavía débil, baja.
Sus ojos destellan. Vivienne es una mujer orgullosa. Detesta que se le demuestre que está en desventaja.
– Lo sabré pronto -dice. Entonces, como si de repente fuese consciente de que ha admitido su incertidumbre, añade-: David es mi hijo. Le creo. No has sido tú misma, Alice. Lo sabes.
– ¿Por qué la llamas «el bebé» si crees a David? No la has llamado Florence ni una vez desde que volviste de Florida, ¿no es cierto? No la abrazas. La supervisas, pero no la tocas.
Vivienne se pasa la lengua para humedecer sus labios. Intenta sonreír otra vez pero en esta ocasión es incluso más duro para ella.
– Intentaba mostrar algo de tacto -dice-. No quería disgustarte.
– Eso no es verdad. En el fondo, no puedes forzarte a desechar lo que estoy diciendo, ¿verdad? Soy la madre de Florence. Sabes lo que significa ser madre. Y siempre te he caído bien y has confiado en mí. Llamas a La pequeña «el bebé» porque, al igual que yo, no sabes quién es. Y tienes miedo a mañana por la mañana. Porque bastante pronto, tendrás que enfrentarte a la verdad a la que me enfrenté el último viernes -que Florence está perdida. La negación en la que estás en este momento va a terminar.