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– Eso no es más que palabrería psicológica -escupe, los tendones en sus puños tan apretados que sobresalen como cuerdas.

– Voy a echar de menos a La Pequeña -susurro-. Cuando tengamos que entregarla.

– ¿Entregarla? -Vivienne parece nerviosa.

– A la policía. Bien, no nos permitirán conservarla, ¿verdad?

No una vez la policía sepa que no es nuestra. La alejarán. No tendremos ningún bebé. -Mi voz se sacude.

Vivienne me embiste y me empuja fuerte en el pecho con las dos manos. Grito por la sorpresa antes de perder el equilibrio. Mi hombro choca con la parte superior del horno cuando caigo al piso. Durante unos cuantos minutos no me puedo mover por el dolor. Me encojo hacia un lado.

Vivienne revolotea por encima de mí, encorvándose. Puedo oler su crema para la cara, un afilado perfume a lirio del valle.

– ¡Esto es todo culpa tuya! -grita. El sonido de su rabia incontenible me sorprende más que su ataque físico contra mí. Nunca antes la había oído chillar de esa forma-, ¿Qué clase de madre sale sola y deja a su bebé recién nacido en casa para que sea secuestrado? ¿Qué clase de madre hace eso? Su rostro se asoma amenazador sobre el mío, su boca es una cueva oscura, ampliamente abierta. Huelo la pasta dentífrica sazonada de menta y mi propio sudor, mi miedo a ella.

Y entonces estoy sola en la habitación, la cinta del dictáfono todavía envuelta en mi mano que tiembla.

Capítulo 36

10/10/03, 1 0.00 horas

– Hoy no es primero de abril, ¿verdad? -El inspector Giles Proust golpeó la taza contra el escritorio y levantó el periódico, examinándolo exageradamente para beneficio de Charlie y Simon.

Charlie se dio cuenta de que el diario era otro de esos boletines de la asociación contra la fiebre aftosa para la que trabajaba la mujer de Proust. No de ganado, según explicó Proust hace años, sino de una de esas personas que pintan cuadros con los pies y la boca.

– No, señor -respondió ella entonces.

– Bien. Me parecía que no. Así que esto no es un chiste malo. ¿Realmente queréis que derroche unos fondos preciosos en un registro en Los Olmos, solo por un bolso de mano?

– Sí, señor.

– ¿Se os ocurrió este plan en una sauna? Habéis pasado mucho tiempo en este tipo de lugares últimamente. ¿Waterhouse?

Simon se acomodó en la silla. Di algo, gilipollas. Diles lo que sabes.

– ¿Exactamente qué es lo que se hace en esos gimnasios, por cierto? -preguntó Proust.

– Natación, señor. Y gimnasia y clases de ejercicio físico. Jacuzzis, saunas, baños turcos. Algunos tienen piscinas de frío.

– ¿Y eso qué es?

– Unas piscinas llenas de agua extremadamente fría. Hay que zambullirse en ellas después de salir del baño turco o de la sauna -explicó Charlie.

Proust sacudió la cabeza-, ¿Así que primero se calientan para luego enfriarse?

– Al parecer es bueno para la circulación.

– Y lo de los jacuzzis significa sentarse dentro de agua tibia burbujeante, ¿verdad?

Charlie asintió.

– Es muy relajante.

Proust miró a Simon-, ¿Te interesan esta clase de cosas, Water- house? -Charlie se sentía tentada, como de costumbre, de entrometerse y contestar por Simon. Se contuvo. No estaba como para defenderlo. Debía dejar que Simon hablase por sí mismo, como lo haría con Sellers o Gibbs.

– No, señor -respondió claramente.

– Bien.

Todavía no había contestado la pregunta de Charlie, la que le había hecho en el gimnasio. Ella no se la había vuelto a hacer. ¿Intentaba distorsionar los hechos para salvar su ego? Creía que no. Cuanto más examinaba su sospecha, tanto más fuerte se hacía. Hacía perfecto sentido. Simon nunca había tenido una amiga, nunca mencionaba aventuras pasadas o relaciones serias. Gibbs y Sellers siempre decían que probablemente era una de esas personas asexuadas, como ese actor Stephen Fry ¿o había dicho Morrissey?

Tenía que ser virgen. Le tenía miedo al sexo, miedo de revelar su inexperiencia a cualquiera. Por eso huyó de la fiesta de Sellers, porque no se podía permitir involucrar sentimentalmente con nadie. La Alice Fancourt ausente era ideal para él. Fuera lo que fuera lo que Simon sentía por ella, tendría que permanecer en un plano teórico. Si yo desapareciese repentinamente, quizá se enamoraría de mí, pensó Charlie. Entonces recordó otra decisión que había tomado: no pienses en él cuando se supone que deberías estar pensando en el trabajo.

– Señor, si tuviésemos una orden de registro… -comenzó a decir.

– Lo lamento, sargento. No me convence. Podría ser una coincidencia, Beer sentado en la misma agua tibia que Vivienne Fan- court. Sellers y Gibbs han ido de nuevo a hablar con él y aún afirma que mató a Laura Cryer. ¿Por qué lo diría si no lo hubiese hecho?

– Quizá tenga miedo de que le caiga una condena -dijo Charlie-. No le irá muy bien si admite que cometió perjurio para conseguir una sentencia menor. O estará asustado de lo que le espera en Winstanley Estate. La misma gente que solía protegerlo querrá ahora ver correr su sangre, ¿cierto?

– Beer parece haberse convencido de la idea de haber matado a Laura Cryer -dijo Simon, buscando ganar tiempo-. Tiene algo con ella. Cuando hablé con él, tuve la impresión de que imagina que hay una clase de… vínculo entre ellos. Quizás admitir que no la había matado cortaría ese vínculo en su mente.

Proust gruñó.

– Muy profundo, Waterhouse. Muy psicológico. Mira, los forenses afirman que un cuchillo que bien podría haber matado a Cryer se encontró en el escondite que sabemos utilizaba Beer. -Charlie abrió la boca para hablar. Proust elevó una mano para silenciarla-. Aunque estuvieses en lo correcto, si David y Vivienne Fancourt mataron a Cryer e incriminaron a Beer, las posibilidades de que aparezca el bolso en un registro de Los Olmos son insignificantes.

– Algunos asesinos se llevan recuerdos -señaló Charlie-, especialmente si el asesinato fue algo personal, si su víctima significaba algo para ellos.

De repente, Proust pareció ponerse nervioso.

– ¿Por qué tenéis que molestarme con esto? -estalló-. Entrevistad a Vivienne y David Fancourt, conseguid que hablen. ¿Por qué la opción que se les ocurre primero implica un tiempo y un dinero que no me puedo permitir? -«Aquí está», pensó Simon, «otra oratoria de Proust».

– ¿Sabéis lo imposible que es mi vida laboral? ¿Cualquiera de vosotros tiene una pista? No. Ya sé que no. Bien, dejadme explicároslo. Entro al comienzo de todos los turnos con una lista de cosas que hacer, pendientes del día anterior. El problema es que, antes de tener la posibilidad de empezar a realizar cualquiera de ellas, surgen más cosas de la nada: trabajo administrativo, idiotas que causan problemas sin motivo alguno, gente que necesita verme y hablar conmigo… -Se estremeció, evidentemente, ante la visión de que estas dos necesidades eran colosales en su depravación-. Eso es lo que significa ser inspector. Es como estar en frente de una presa que ha estallado y te empuja hacia atrás. Todos los días regreso a casa con una lista más larga de la que traje. Por lo menos ahora puedo tachar un elemento: Mandy Buckley.

Charlie lo miró expectante.