– Esperaremos un tiempo a que reaparezca. Lo lamento, sargento. He consultado con unas cuantas personas, y la decisión fue que no podríamos justificar ningún gasto en ese sentido. Tampoco hemos encontrado alguna razón para sospechar nada de ella.
Charlie no podía aceptarlo. Me estoy volviendo tan intuitiva como Simon, pensaba con pesar.
Simon carraspeó y se inclinó hacia adelante.
– Señor, Charlie, hay algo que no les he dicho.
El Muñeco de Nieve gimió.
– Mi corazón tiembla, Waterhouse. ¿Qué será? En cuanto a que no nos lo hayas dicho, dejaremos esa discusión para las actas disciplinarias. ¿Y bien?
Simon podía sentir la mirada inquieta de Charlie ardiendo detrás de sí.
– El colegio de Felix Fancourt, Stanley Sidgwick. Alice me dijo que Vivienne matriculó a Florence aun antes de que naciera. Al parecer tienes que hacerlo, ya que se está muy solicitado. Hay una lista de espera de años para la primaria de los niños y colegio femenino.
– ¿Y? -exigió Proust-. Esto es la unidad criminal, no el ministerio de educación. ¿A dónde quieres llegar?
– Cuando hablé con los padres de Laura, su padre me dijo que poco después de su muerte, Vivienne sacó a Felix de la guardería a la que acudía y lo matriculó en Stanley Sidgwick. ¿Pero cómo lo hizo, si no había hecho aún la reserva de la plaza? No habrían tenido un lugar libre. Y si el niño ya estaba matriculado, bueno, ¿cómo sabía Vivienne Fancourt que sería ella la que decidiría a qué escuela enviar a Felix?
– ¡Coño! -murmuró Charlie. El cerebro de Simon nunca dejaba de asombrarla. No se perdía nada.
– Imaginé que debía haber hecho la reserva, y me pregunté desde cuándo. Quizás estuvo planeando el asesinato de Laura durante años. Por otra parte, pensé, quizás ella había reservado esa plaza antes de que naciera, como lo hizo con Florence, con la esperanza de que Laura entraría en razón y lo enviaría allí. Pero entonces, si Felix no hubiera ocupado su plaza cuando cumplió la edad necesaria, la escuela se la habría asignado a otra persona.
– Habrían tenido que hacerlo -dijo Charlie.
Proust pasaba su dedo índice alrededor del borde de la taza, sin decir nada.
– Hablé con la escuela primaria Stanley Sidgwick esta mañana -dijo Simon. -Vivienne matriculó a Felix antes de que naciera. Debía comenzar el preescolar a principios de septiembre de 1999, cuando tenía dos años. Empiezan en el año que cumplen tres.
– Demasiado pronto -chistó Proust-, Mis hijos no fueron hasta que cumplieron los cinco años.
Apostaba a que no era así, pensó Charlie. Lizzie, la mujer de Proust, no se habría quedado en casa rascando los cereales Weetabix aplastados sobre la alfombra.
Simon ignoró la interrupción.
– Felix no fue a Stanley Sidgwick en septiembre de 1999. Laura todavía estaba viva y no tenía ninguna intención de enviarlo allí. Pero su lugar no se le asignó a nadie más, a pesar de la larga lista de espera.
– ¿Qué? -Proust frunció el ceño.
– ¿Por qué no? -preguntó Charlie.
– Porque Vivienne Fancourt abonó las cuotas desde el mes de septiembre de 1999, como si Felix estuviese asistiendo a la escuela. Su argumento, al parecer, era que si ella estaba dispuesta a pagar, debían mantener la reserva de la plaza para Felix. Y en noviembre de 1999 le dijo a la secretaria de admisiones de la escuela, Sally Hunt, que Felix empezaría, definitivamente, en enero de 2001, al empezar el período de primavera. Laura fue asesinada en diciembre de 2000. -Simon exhaló el aire lentamente. Aquello debería bastar para que se movieran. Creerían que se lo había dicho todo.
– ¡Joder! -Charlie sacudió la cabeza-. Ella sabía, un año antes, que iba a matar a Laura, y sabía cuándo. ¿Por qué esperó tanto tiempo?
Simon se encogió de hombros.
– Quizás no sea tanto tiempo, cuando se está planeando un asesinato. Nunca había matado antes, habría tenido que prepararse mentalmente. También… quizá también hubo algo de placer en la espera. Cuando veía a Laura, durante esas tensas visitas familiares en las que Laura parecía tener todo el poder, Vivienne podría haberse estado regodeando en secreto.
Proust golpeó el escritorio con las palmas.
– Como he dicho antes: entrevistad a Vivienne Fancourt. Conseguid que hable. Con todo lo que tenemos, podemos hacer que entregue el bolso de Cryer, si es que lo tiene. Probablemente confesará en pocos minutos.
– No lo creo -dijo Charlie-. Usted no la conoce.
Nunca conocía a nadie. A veces pensaba que todo lo que el Muñeco de Nieve sabía del mundo era lo que ella y Lizzie, sus lugartenientes, le contaban.
– Vivienne Fancourt no nos tiene miedo ni a mí ni a Simon. -Se volvió en dirección de Simon para que la apoyase -. ¿Verdad? -Él se encogió de hombros. Todavía no la habían acusado de asesinato, pensaba, o de haber incriminado a un inocente.
– Oh, vamos, sabes cómo es. Cree que somos un par de críos tontos -insistió Charlie.
«Sabes cómo es». ¿Dónde había oído Simon esa frase, o algo similar? Le había parecido extraño entonces, la recordaba, pero no podía recordar quién la había pronunciado, ni el tema o el contexto. Frunció el ceño, intentando recuperar ese recuerdo.
Charlie movía sus rodillas impacientemente.
– Señor, se me ocurre…
– ¿Tiene algo que ver con toallas?
– No.
– Me alegra oírlo.
– Señor, usted tiene aproximadamente la edad de Vivienne Fancourt. Usted es un oficial sénior. Ella cree que nos puede controlar a Simon y a mí, y somos mucho más jóvenes que ella. Pero si usted nos acompaña… No se ofenda, señor, pero puede ser jodidamente terrible cuando quiere.
– ¿Yo? -Proust estaba aterrado. Se aferraba al borde del escritorio con las dos manos-, ¿No me estará sugiriendo que hable con ella, no?
– Pienso que es una idea brillante. -Charlie se inclinó en su silla-. Usted podría hacer su papel de hombre de hielo, realmente la intimidaría. Señor, es el único de los tres que tiene la posibilidad de arrancarle una confesión. Sus poderes persuasivos son imposibles de resistir.
– Proust solamente notaba y desaprobaba la adulación cuando estaba dirigida a personas que no fuesen él mismo.
– Bueno, no estoy seguro… y tampoco estoy seguro de lo que significa ese papel de hombre de hielo.
– Por favor, señor. Realmente podría marcar la diferencia. Vivienne Fancourt ya me conoce bien. Si vamos los tres…
Charlie se detuvo. Hace unos días habría sido demasiado orgullosa y testaruda para pedirle ayuda a Proust. Estaba irritada, ligeramente, por el pensamiento de que podría estar volviéndose más madura. ¿Por qué debería convertirse en una persona mejor cuando nadie jamás lo hacía? Simon no lo hacía. Proust evidentemente tampoco.
– A los dos -les dijo Simon-: yo no pienso ir. Había otro sitio al que tenía que ir. «Ya sabes cómo es Alice». Excepto que, por primera vez desde que la había visto al final de las escaleras, Simon no estaba en absoluto seguro de que fuese así.
Capítulo 37
Viernes , 3 de octubre de 2003
Entro a la habitación del bebé y dejo la puerta entreabierta. David no se ha despertado, ni tampoco Vivienne. Nadie me ha oído. Todavía. Debo ser rápida, tan ligera como pueda, sin cometer errores tontos. Los ojos pintados del caballito de madera me miran al cruzar la habitación. Me acerco a la cuna nerviosamente, con el presentimiento que La Pequeña no esté allí y hallar solamente las sábanas de la cuna y sus juguetes al inclinarme sobre ella. Otra de las bromas crueles de David.
Afortunadamente, está allí, donde tiene que estar. Sus mejillas parecen tibias en la incandescencia de la luz nocturna del Osito Pooh. Puedo ver por su respiración que está profundamente dormida. Ahora es tan buen momento como cualquiera. Y debe ser ya.