Retiro el moisés de debajo de la cuna. Ya tiene una sábana y una manta dentro. Aparte de esto no me llevo nada: nada de ropa, ni accesorios, ni siquiera un biberón de leche en polvo. No quiero que mi salida parezca planeada. Todos los libros que leí mientras estaba embarazada contaban que salir de casa con un bebé es como una gran expedición, a causa de la cantidad de equipaje que hay que llevar. Eso no es del todo cierto, si una se prepara adecuadamente, y yo lo estoy. Todo lo que necesitamos La Pequeña y yo nos está esperando en Combingham.
Levanto su diminuto cuerpo dormido y la coloco suavemente dentro del moisés, cubriéndola con la manta amarilla.
Entonces, tan silenciosamente como puedo, salgo de la habitación y bajo las escaleras, todavía en camisón y calzando zapatillas en lugar de zapatos, para no hacer ruido mientras camino por la casa.
No me pongo el abrigo. Estar afuera en el frío durante unos cuantos minutos, con solo un camisón de algodón encima, no será nada comparado con lo que he sufrido a lo largo de esta semana. Será fácil. Mi abrigo lo encontrarán mañana por la mañana, en el perchero del vestíbulo. Voy a la cocina, busco mis llaves que están aún colocadas bajo la ventana, y abro la puerta trasera. La puerta delantera es demasiado gruesa y fuerte. Abrir y cerrarla haría demasiado ruido.
Una vez que nos encontramos fuera, cierro la puerta de la cocina. Tiemblo mucho, pero no sé si es por el frío o mis nervios. Dejo el moisés sobre la hierba húmeda por un segundo y me pongo en puntillas para dejar caer las llaves por la ventana abierta. Aterrizan exactamente en el lugar correcto, junto a mi bolso y el teléfono. Cuando Vivienne denuncie mi desaparición, la policía creerá que es significativo que todas mis posesiones se hayan quedado en Los Olmos. Les hará suponer con más facilidad que no me marché de aquí por decisión propia, que me puede haber ocurrido algo malo. No me siento culpable por engañarlos. He sufrido más daño del que hubiese creído posible hace unos cuantos meses.
En todo caso, no tiene sentido alguno que me lleve el bolso. Si llego a usar mi dinero en efectivo o la tarjeta de crédito, me encontrarían casi de inmediato, antes que la policía tuviese la posibilidad de comenzar a investigar.
Levanto la canastilla y recorro la casa. La húmeda hierba me hace cosquillas en los tobillos desnudos mientras cruzo el césped para llegar al camino. Me detengo durante un segundo frente a la casa y miro directamente hacia la puerta de hierro distante. Entonces empiezo a andar, acelerando gradualmente, sintiéndome como un avión a punto de despegar.
Paso junto a mi coche de camino a la carretera. Lamento dejarlo, pero los coches son demasiado fáciles de localizar. Es solamente metal y pintura, me digo a mí misma, intentando no llorar. Si mis padres me estuviesen viendo, desde dondequiera que estén, sé que me entenderían. Espero que no estén allí. Tuvieron una vida feliz, y preferiría la muerte antes que tenerlos vivos en espíritu en algún sitio, temiendo por mí de la misma manera que temo por Florence. Cuando tu espíritu se consume por el miedo y la incertidumbre, comienza a perecer.
En cuanto estoy al otro lado de la puerta, me siento más ligera, como si me hubiese quitado un peso de encima. Es extraño pensar que la mayor parte de la gente está dormida aún, mientras La Pequeña y yo esperamos en las sombras junto a la carretera. Me pregunto cuántas noches he dormido profundamente, ajena a todo, mientras no demasiado lejos, personas desconocidas han caminado de puntillas por la oscuridad hacia un futuro incierto.
Espero detrás de un árbol de tronco robusto, el moisés a mis pies. La Pequeña aún duerme, gracias a Dios. Siempre lo hace a esta hora. Dentro de una hora empezará a despertarse, cuando el cuerpo le diga que es hora de su próximo biberón. David no sabe que la mayor parte de las noches yo también me despierto en cuanto ella murmura, que conozco el ritmo del reloj de su cuerpo tan bien como él.
Miro la carretera en dirección a Rawndesley. Veo los coches, porque la carretera está iluminada, pero es improbable que los conductores me vean en este oscuro espacio entre la reja de Vivienne y la hilera de árboles. Miro el reloj. Es exactamente la una y media de la madrugada. El momento ha llegado ya. No queda mucho más mucho tiempo de espera. En ese instante, veo aproximarse el Fiat Punto rojo. Reduce la velocidad a medida que se acerca.
Nuestro transporte acaba de llegar.
Capítulo 38
1 0/1 0/03, 11,00 horas
Charlie esperaba no haber cometido un error pidiéndole a Proust que la acompañase. No había hecho nada malo -no todavía, si tan siquiera habían llegado allí aún- pero ya le disgustaba la presencia del inspector. Añoraba a Simon. Puramente como compañero, en esta ocasión. Ambos habían realizado entrevistas juntos muchas veces, conocían la rutina, cómo leerse las señales entre ellos.
Sentía nervios mientras ella y Proust viajaban a Los Olmos en el Renault Laguna de Proust. No podía evitar mirar de reojo a Muñeco de Nieve. Lo estaba haciendo bien de momento. Parecía tranquilo, inconmovible. Sin embargo, Charlie sentía como si estuviera a cargo de un niño imprevisible. Las cosas podrían torcerse en cualquier momento.
Deseaba que hubiese encendido la radio. Se lo había sugerido una vez, camino a una conferencia hace mucho tiempo, y el inspector le había dado una larga charla sobre la temeridad de escuchar cualquier ruido que no fuese del motor mientras se estaba conduciendo, por si no se escucha el sonido de un peligro amenazador -un rumor débil debajo del capó anunciando una explosión inminente-. Proust compraba un auto nuevo cada dos años, y sometía su vehículo del momento a más servicios que una iglesia evangélica.
Llegaron a Los Olmos, entraron por entre las puertas de hierro abiertas. Charlie casi esperaba que se cerraran, como dientes de metal, detrás de ella. Había algo demasiado rígido que mostraba el camino perfectamente recto y estrecho que conducía desde la carretera al gran cubo blanco que era la casa. No hay vuelta atrás, parecía decir. Demasiados árboles frente a la casa acechaban el césped aseado, oscureciéndolo con sus sombras.
Tocaron el timbre y esperaron. Charlie ocultó una sonrisa detrás de su mano cuando se dio cuenta de que Proust se ajustaba la chaqueta, intentando parecer que no lo hacía.
David Fancourt abrió la puerta. Parecía más delgado, pero estaba vestido tan elegante como cuando Charlie lo había visto la última vez, pantalones beige y una camisa azul marino.
– Supongo que no tienen noticias -dijo hoscamente.
– No todavía. Lo lamento.
Conoce al Inspector Proust. Los dos hombres se saludaron con un ademán de cabeza.
– ¿Es la policía? -Charlie escuchó preguntar a Vivienne. Antes de que David tuviese la oportunidad de contestar, su madre apareció detrás de él. Con un movimiento suave, sutil, lo hizo a un lado, ocupando su lugar.
David encogió los hombros y se apartó. Sus ojos apagados. No le importaba quién estaba delante de quién. Charlie había visto esto muchas veces. Los familiares de los desaparecidos abandonaban la esperanza después de un tiempo, o lo fingían. Quizás no aguantaban la compasión que veían en los ojos de los oficiales de policía que se acercaban a la puerta semana tras semana, mes tras mes, sin noticias. Charlie podía imaginar alguien cómo podría decidir, ante esa situación, presentarle una fachada de resignación al mundo. No había nada más condescendiente que ser defraudado con suavidad.
Estaba más segura que nunca que David Fancourt no tenía ninguna idea de dónde estaban su mujer e hija. Su madre, por otra parte -Algo en la mirada de Vivienne Fancourt al ver a Proust, hizo que Charlie decidiera no decir nada, esperar. El inspector parecía estar en blanco pero con la actitud profesional de un inspector en visita oficial. Charlie intentó imitar su expresión, sabiendo que odiaría que fuese así con ella. Era una mirada que no le aportaba nada al receptor: ninguna información, ningún consuelo.