Briony corrió a la habitación detrás de él-. Bien, -dijo-. Aquí estamos todos, entonces. ¡Joder!
Simón extrajo el móvil de su bolsillo y llamó a Charlie.
– Los encontré -dijo, tan pronto contestó ella. -El bebé está aquí delante de mí. Envía algunos uniformados para recogerla. Y después reúnete conmigo en La Ribera tan pronto puedas. Lo más rápido posible. Pronto.
Capítulo 41
Viernes, 1 0 de octubre de 2003
Una extraña calma desciende sobre mí al entrar en el vestuario de señoras. La piscina está cerrada hoy porque una de las calderas se ha roto y el agua está demasiado fría. Aquí también hace más frío de lo habitual, y está más silencioso porque los televisores están apagados. Igual que las luces, además de las cuadradas tenues luces de emergencia en las esquinas.
Tengo la llave del casillero 131 en mi mano. Ross, el hombre con acento sudafricano que me acompañó a hacer un recorrido hace unas noches, me la dio. Me recordaba, de mi primera visita, recordaba que era la nuera de Vivienne. Se creyó mi mentira de haber sido enviada por ella. Mientras hablaba me he dado cuenta de que llevaba la insignia de encargado. La última vez que lo vi era asistente. En algún momento, durante mis dos semanas de tortura, Ross ha sido ascendido. Me afecta que estemos más separados de otros seres humanos de lo que nos gusta pensar. Cada día todos nosotros debemos andar entre gente cuyo aspecto exterior esconde crudas, fuertes agonías que nadie puede imaginar.
Estoy nerviosa, excitada, casi río tontamente, sabiendo cuán cercana estoy de encontrar algo, finalmente, que pueda utilizar para demostrar lo que he sabido desde hace tiempo. Pero a medida que cruzo la habitación, mi euforia se disuelve y siento que mi cerebro va a la deriva. Me siento descolocada al abrir el casillero de Vivienne, como si alguien estuviera tirando de cuerdas invisibles para hacerme mover. Segundos después, me encuentro mirando una maleta blanca y grande, tan voluminosa que apenas cabe en el lugar.
La retiro, la coloco sobre uno de los bancos de madera y la abro. Sale un fuerte olor a ácido, probablemente jabón en polvo, y un rastro débil del perfume favorito de Vivienne, Madame Rochas. Uno por uno, retiro de la bolsa un par de pantalones, una camisa, un par de medias. Ropa interior, de color blanco brillante. Por debajo de éstos encuentro un traje de baño seco y una bolsa de maquillaje. Lentamente, la decepción entra a mi mente, desde un extremo de mi conciencia y moviéndose hacia el interior. No puedo aceptar que podría estar equivocada. Volteo el bolso y lo sacudo, más enérgicamente de lo necesario. Tiemblo y tiemblo, jadeando, empezando a asustarme. No cae nada.
Escucho un gemido y me doy cuenta de que ha salido de mi propia boca. Mis movimientos están fuera de control. Estoy llorando. Lanzo el bolso vacío sobre el banco y me derrumbo derrotada encima de él. Siento una inyección de agudo dolor en mi muslo superior, como si me hubiera sentado sobre algo punzante. Y sin embargo, la maleta de Vivienne está vacía. No es posible que haya perdido algo.
Me levanto y examino el bolso de nuevo, menos histéricamente esta vez. Me doy cuenta, al volcarlo en mis manos, que hay un bolsillo grande a un costado. Debajo de la cremallera, hay un bulto pequeño, rectangular. Mi corazón empieza a latir fuerte. No puedo aguantar esto mucho tiempo más. Durante las dos últimas semanas, mi espíritu ha muerto y vuelto a la vida, ha muerto y vuelto a la vida. He sido tan sacudida entre la esperanza y la desesperación que es difícil lograr aferrarse a algún sentido de la realidad.
Con dedos débiles e inútiles, abro el bolsillo del costado de la maleta y extraigo un bolso de mano pequeño, color gamuza, cuya correa ha sido cortada. Hay un logotipo de Gucci al costado del bolso. Es de Laura; lo reconozco desde el día de su visita a mi oficina en Ealing. Es extraño verlo en este contexto, años después de la muerte de Laura, y más extraño es darse cuenta que todavía me sorprende. Cada vez que me demuestro a mí misma lo que sé, apenas lo puedo creer. Alguna pequeña parte de inocencia en mí todavía piensa, «seguramente no».
Abro el bolso y saco un portarretratos de plástico con fotos de cuando Felix era bebé, un lápiz labial beige llamado cream caramel y un pequeño monedero de cuero rojo. Un conjunto de llaves con un llavero del Silsford Baiti House. Los accesorios pequeños de una vida cruelmente cortada. Me invade una oleada de dolor y debo sentarme.
– Hola, Alice -dice una voz detrás de mí.
Me pongo de pie, la adrenalina atravesándome el cuerpo.
– ¡Aléjate de mí, Vivienne! -grito. Miedo mortal. He oído a menudo la expresión, pero nunca me había dado cuenta de lo que significaba. Es lo que estoy sintiendo ahora. Es peor que cualquier otro tipo de miedo. Es el terror paralizante que te embarga en los segundos antes de que te maten. Quiero desintegrarme, abandonarme, tumbarme en el suelo y dejar que pase, porque así el terror se detendría.
Pensar en Florence es lo único que me hace volver, cruzar la puerta azul en el extremo del vestuario mientras Vivienne avanza hacia mí, sonriendo. Tengo el bolso de Laura en la mano derecha y lo aferro con fuerza. Vivienne no sostiene nada. Me pregunto dónde esconde algo que pueda utilizar para matarme.
– ¿Dónde está mi nieta? ¿Dónde está Florence? -pregunta.
– ¡No sé!
– ¿Quién es el otro bebé? ¿Quién es La Pequeña? Los cambiaste, ¿verdad? Querías alejar a Florence de mí. Igual que hizo Laura con Felix.
– ¡Tú mataste a Laura!
– ¿Dónde está Florence, Alice?
– No sé. Pregúntale a David, él sabe.
Vivienne sacude la cabeza. Alarga una mano hacia mí.
– Vamos a casa -dice-. Le preguntaremos juntas.
Me tambaleo hacia atrás hasta que encuentro apoyo. He llegado a la puerta de entrada de la piscina. Tan rápidamente como puedo, la abro con mis espaldas. Los ojos de Vivienne se agrandan con indignación y rabia mientras adivina qué pretendo hacer, solamente segundos después de que lo he pensado yo. Ella no es lo bastante rápida. Una vez que estoy al otro lado, cierro rápido la puerta detrás mío y me apoyo contra ella, rezando porque ésta sea la única forma de llegar desde el vestuario de mujeres a la piscina.
Oigo el ruido de las palmas de las manos de Vivienne, las mismas que lleva al salón de belleza atravesando el pasillo una vez por semana para que se las froten con cremas costosas, golpeando contra la puerta de madera.
– Déjame entrar, Alice. Necesitamos hablar. No te voy a hacer daño.
No contesto. Sería una pérdida de energía. Necesito emplear toda mi fuerza para mantener cerrada la puerta que nos separa. Siento presión desde el otro lado, y veo la imagen de Vivienne empujando, utilizando todo su peso para desplazarme. Vivienne es más delgada que yo, pero más fuerte, gracias a las pesas y las máquinas que están en el piso encima de nuestras cabezas. Su cuerpo ha soportado horas de entrenamiento, igual que el de un soldado. La puerta se abre ligeramente, se cierra de repente, pequeños movimientos diminutos hacia atrás y adelante.
Repentinamente ya no hay resistencia. No estoy empujando nada. Vivienne ha parado. La oigo suspirar.
– Si no me dejas entrar, tendré que hablar contigo así. Y preferiría que estuviéramos cara a cara.
– ¡No!
– Muy bien. Alice, no soy el diablo encarnado que crees que soy. ¿Qué elección tenía? Laura no me dejaba ver a mi propio nieto. ¿Sinceramente crees que habría perjudicado a Felix? Adoro a ese chico. ¿Lo he perjudicado desde que ella murió, desde que él empezó a vivir en mi casa? No. Lo adoro. Tiene todo lo que desea, y más amor que cualquier otro niño en el mundo. Eso lo sabes, Alice.