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– Estará esperando ya su comida.

– No hemos querido molestarte. ¿Podemos entrar y saludarle?

– Vale, yo os enseñaré dónde está.

Raymond atravesó la sala seguido por los dos hombres. Se detuvo al otro extremo del pasillo y abrió con suavidad la puerta, casi religiosamente. En la cama yacía un anciano roncando. Sus dientes estaban dentro de un vaso en la mesilla.

– Déjale -susurró Sejer y se retiró.

Dieron las gracias a Raymond y salieron de la casa. El chico los siguió.

– Tal vez volvamos. Tienes unos conejos estupendos -dijo Skarre.

– Eso me dijo también Ragnhild. Puedes coger uno si quieres.

– Tal vez en otra ocasión.

Le dijeron adiós con la mano y bajaron dando tumbos por el camino lleno de baches. Sejer dio golpecitos en el volante, irritado.

– Lo del coche es importante. Lo único que tenemos es «algo entre medias». ¡Pero mira, un cofre portaesquís ya es algo! Ragnhild no mencionó nada de eso.

– Todo el mundo lleva un cofre portaesquís en el techo.

– Yo no. Para allí abajo, junto a esa granja.

Pararon delante de la casa y aparcaron junto a un Mazda rojo. Una mujer con una visera en la cabeza, bombachos y botas de agua los vio desde el granero y cruzó el patio.

Sejer señaló el coche rojo con la cabeza.

– Somos de la policía -dijo educadamente-. ¿Tienen ustedes otros coches aquí en la granja además de éste?

– Tenemos otros dos -dijo la mujer extrañada-. Mi marido tiene un coche familiar, y el chico un Golf. El Mercedes es blanco y el Golf es rojo -añadió.

– ¿Y en esa granja de allí abajo? ¿Qué clase de vehículos tienen allí?

– Un Blazer -contestó la mujer cautelosamente-. Un Blazer azul oscuro. ¿Ha pasado algo?

– Pues, sí, ha pasado algo. Volveremos sobre ello. ¿Estaba usted en casa ayer a mediodía? ¿Sobre la una o las dos?

– Estuve labrando el campo.

– ¿No vio una coche bajar a gran velocidad? ¿Un coche verde o gris con un cofre portaesquís en el techo?

La mujer se encogió de hombros.

– No, que yo recuerde. Pero no oigo gran cosa cuando estoy en el tractor.

– ¿Vio usted gente por aquí sobre esa hora?

– Gente de paseo o de excursión. Una pandilla de chicos con un perro -recordó-. Y nadie más -añadió.

Thorbjørn y su pandilla, pensó Sejer.

– Gracias por su ayuda. ¿Sus vecinos están en casa?

Señaló la granja de más abajo mientras miraba la cara de la mujer. Era obvio que pasaba mucho tiempo trabajando al aire libre. Tenía un rostro hermoso y lleno de frescura.

– El dueño está de viaje. Sólo queda un hombre que se ocupa de las vacas, y se marchó esta mañana. No he visto si ha vuelto.

La mujer se tapó el sol con una mano y miró hacia abajo.

– Desde luego, el coche no está.

– ¿Le conoce usted?

– No. No es muy hablador.

Sejer le dio las gracias y se volvió a meter en el coche.

– El coche primero tendría que subir -dijo Skarre.

– Entonces aún no era un asesino. Tal vez pasó tranquilamente, por eso nadie se fijó en él.

Bajaron en segunda hasta la carretera principal. Al poco tiempo vieron una pequeña tienda de ultramarinos a mano izquierda. Aparcaron y entraron. Una campanilla sonó débilmente sobre sus cabezas. Un hombre vestido con una bata de nailon verdosa salió de la trastienda. Durante un par de segundos se los quedó mirando aterrorizado.

– ¿Se trata de Annie?

Sejer asintió con la cabeza.

– Anette está muy triste -dijo asustado-. Llamó esta mañana a casa de Annie. Sólo oyó un grito en el auricular.

Una joven apareció en el marco de la puerta. El padre le rodeó los hombros con un brazo.

– Hoy le hemos permitido quedarse en casa.

– ¿Viven ustedes aquí al lado?

Sejer se acercó y le tendió la mano.

– Quinientos metros más abajo, en la playa. No podemos entenderlo.

– ¿Vio usted ayer algo digno de mención?

Después de pensarlo dijo:

– Pasó por aquí una pandilla de chicos que compraron cada uno una lata de Coca Cola. Por lo demás, sólo Raymond. Vino hacia mediodía para comprar leche y pan. Raymond Låke. Vive con su padre junto a la colina. No vendemos demasiado. Vamos a dejar esto pronto.

Acariciaba una y otra vez la espalda de su hija mientras hablaba.

– ¿Cuánto tiempo estuvo Låke comprando?

– No sé. Diez minutos tal vez. Por cierto, también paró una moto. Sería entre las doce y media y la una. Estuvo ahí fuera un rato y luego se marchó. Una moto grande con enormes bolsas colgando. Un turista, quizá. Nadie más.

– ¿Una moto? ¿Puede usted describirla?

– Bueno, no sé qué decir. Oscura, creo. Resplandeciente. Estaba sentado sobre la moto de espaldas, y llevaba casco. Estaba leyendo algo que tenía delante de él en la moto.

– ¿Vio la matrícula?

– Ah no, lo siento.

– ¿No recuerda usted un coche gris o verde con cofre portaesquís sobre el techo?

– No.

– ¿Y tú, Anette? -dijo Sejer dirigiéndose a la hija-. ¿Te acuerdas de algo que tal vez pueda ser importante?

– Debería haber llamado -murmuró la joven.

– No debes culparte; de todos modos no habrías podido hacer nada. Alguien debió de cogerla por el camino.

– A Annie no le gustaba que nadie se metiera donde no le llamaban. Tenía miedo de que se enfadara si le dábamos la lata.

– ¿Conocías bien a Annie?

– Bastante.

– ¿Y no se te ocurre nada que pudiera surgirle en el camino? ¿Dijo algo de nuevas amistades?

– No, no. Tenía a Halvor.

– Claro. Llámame, por favor, si surge algo. Volveremos, si no les importa.

Dieron las gracias y salieron. El tendero Horgen se metió de nuevo en la trastienda. Sejer divisó su figura encorvada en la ventana junto a la puerta.

– Sentado en la trastienda puede ver lo que pasa en la carretera.

– Una moto que se para y se vuelve a marchar. Entre las doce y media y la una. Tenemos que tomar buena nota de eso.

Cerró la puerta del coche.

– Thorbjørn dijo que pasaron por la laguna de la Serpiente sobre la una menos cuarto buscando a Ragnhild. Entonces la chica no estaba allí. Raymond y Ragnhild pasaron presuntamente por el lugar a la una y media y entonces sí estaba. Eso nos deja un margen de tres cuartos de hora, algo bastante raro. Un coche pasó a gran velocidad justo antes de marcharse Ragnhild y Raymond. Un coche normal, algo entre medias. Un color sucio, no claro, no oscuro, ni viejo, ni nuevo.

Dio un golpecito en el salpicadero del coche.

– No todo el mundo es especialista en coches -sonrió Skarre.

– Hagamos un comunicado para que el conductor se presente. Sea quien sea el que pasó por casa de Raymond sobre la una y media ayer, a gran velocidad, probablemente con un cofre portaesquís en el techo. También haremos un comunicado sobre la moto. Si no se presenta nadie, tendré que presionar a esos niños para que nos describan el coche.

– ¿Cómo vas a hacerlo?

– Aún no lo sé. Tal vez puedan hacer un dibujo. Los niños suelen dibujar siempre.

Raymond llevó la comida a su padre. Andaba de puntillas, pero las tablas de la tarima crujían y el plato tintineó al dejarlo sobre el mármol de la mesilla. El padre abrió un ojo.

– ¿Qué querían? -preguntó.

Luego comieron en la cantina de los Juzgados.

– La tortilla está seca -se lamentó Skarre-. Ha estado demasiado tiempo en la sartén.

– ¿Ah, sí?

– Lo que ocurre, ¿sabes?, es que los huevos siguen cuajándose durante bastante tiempo después de estar en el plato. Hay que sacarlos de la sartén mientras aún están líquidos.

Sejer no tuvo nada que oponer; no tenía ni idea de cocinar.

– Además, tienen leche. La leche estropea el color.