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– ¿Muchas puertas cerradas? -preguntó Skarre.

– Sólo dos, Johnas en el número cuatro y Rud en el ocho.

– He tomado nota de todo.

– ¿Alguna reflexión inmediata?

– Sólo que todo el mundo la conocía y que entró y salió de las casas durante años. Y. obviamente tenía buen cartel por todas partes.

Llamaron a la puerta de Holland y salió a abrir una chica joven. Sin duda, se trataba de la hermana de Annie. Eran parecidas y, sin embargo, distintas. Tenía el pelo tan rubio como Annie, pero la raíz más oscura. Sus ojos, muy claros e inseguros, estaban apresados en un marco de rimmel negro. No era grande ni alta como Annie, ni atlética o bien formada. Llevaba mallas de color lila con rayas pespunteadas y una blusa blanca con varios botones abiertos.

– ¿Sølvi? -preguntó Sejer.

La joven asintió con la cabeza y le tendió una mano flaccida. Los precedió hasta el interior de la casa y buscó inmediatamente refugio en su madre. La señora Holland estaba sentada en el mismo rincón del sofá que la vez anterior. La expresión de su rostro había cambiado en las pocas horas que habían transcurrido desde entonces; ya no mostraba esa crispante desesperación, más bien parecía afligida y agotada, además de envejecida. No se veía al padre por ninguna parte. Sejer intentó estudiar a Sølvi sin mirarla fijamente. Tenía una cara y un cuerpo muy diferentes a los de su hermana, no tenía los anchos pómulos de Ahnie, ni su barbilla prominente o sus grandes ojos grises. Más débil y algo llenita, pensó. Bastó una conversación de media hora para averiguar que las dos hermanas nunca habían mantenido una relación estrecha. Habían vivido cada una su vida, Sølvi trabajaba de aprendiz en una peluquería y nunca había mostrado interés por los niños de los demás, nunca había hecho deporte. Sejer pensó que seguramente sólo se interesaba por ella misma, por su aspecto. Incluso entonces, sentada en el sofá junto a su madre, estaba colocada convenientemente, como si fuera una vieja costumbre: una rodilla encogida, la cabeza ligeramente ladeada, las manos cruzadas alrededor de la pierna. Varios anillos de bisutería brillaban en sus dedos. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo. Un cuerpo redondo, sin ángulos, sin carácter, como si le faltaran esqueleto y músculos, como si fuera sólo piel estirada sobre un trozo de barro para modelar de color rosa. Sølvi era bastante mayor que su hermana, pero tenía una expresión ingenua. Su madre había adoptado una postura protectora y no paraba de acariciarle el brazo, como si fuera necesario consolarla constantemente por algo, o tal vez advertirle de algo. Sejer no sabía muy bien qué. Las dos hermanas habían sido muy distintas, a decir verdad. La cara de Annie en las fotos era más madura. Miraba a la cámara con una expresión prudente, como si no le gustara que le hicieran fotos pero se hubiera resignado a la autoridad, tal vez porque era una chica bien educada. Sølvi posaba todo el tiempo. De aspecto se parecía a la madre, pensó Sejer, y Annie al padre.

– ¿Sabes si Annie había hecho alguna nueva amistad últimamente? ¿Si había conocido a alguien? ¿Habló de ello?

– No le interesaba conocer a gente -contestó Sølvi alisándose la camisa.

– ¿Sabes si llevaba un diario?

– ¡Oh no! A Annie no le iban esas cosas. Era distinta a las demás chicas, era un poco chicazo por así decirlo. No le gustaba nada arreglarse. Llevaba el medallón de Halvor, pero sólo porque él le daba la lata. En realidad le estorbaba cuando corría.

Su voz era clara y dulce, como de niña pequeña, a pesar de tener seis años más que Annie. «Trátame bien -pedía la voz-, ya ves que soy pequeña y frágil.»

– ¿Conoces a sus amigos?

– Eran más jóvenes que yo, claro, pero sé quiénes son.

Se tocaba los anillos vacilando un poco, como si intentara comprender esa nueva situación en la que de repente se encontraba.

– ¿Quién de ellos crees que la conocía mejor?

– Salía con Anette, pero sólo si iban a hacer algo en concreto. Quiero decir, no quedaban sólo para charlar.

– Vivís algo aislados aquí en el campo -dijo Sejer con prudencia-. ¿Hacía alguna vez autoestop?

– Jamás. Yo tampoco -se apresuró a añadir-. Pero nos llevan a menudo. Conocemos a casi todo el mundo.

Casi, pensó Sejer.

– ¿Piensas que se sentía infeliz por algo?

– Infeliz no. Pero tampoco era la alegría de la casa, que digamos. No se interesaba por casi nada. Por cosas de chicas, me refiero. Sólo por el colegio y por correr.

– ¿Y por Halvor, tal vez?

– No lo sé seguro. También con él se mostraba indiferente. Como si nunca fuera capaz de decidirse del todo.

Sejer vio en su mente la imagen de una chica con una mirada escéptica, una chica que hacía lo que le daba la gana, que escogía sus propios caminos y que había mantenido a todos a distancia. ¿Por qué?

– Tu madre dice que antes Annie era más alegre -dijo Sejer en voz alta-. ¿Opinas tú lo mismo?

– Ah sí, hablaba más antes.

Skarre carraspeó de pronto.

– Ese cambio -dijo-, ¿creen que llegó repentinamente? ¿O fue sucediendo a lo largo del tiempo?

– No -las dos se miraron-. No sé exactamente. Cambió y ya está.

– ¿Puedes decirnos algo de cuándo sucedió ese cambio, Sølvi?

Se encogió de hombros.

– El año pasado. Halvor y ella rompieron, y justo después dejó el balonmano. Y creció muchísimo. Toda la ropa se le quedó pequeña y se volvió muy callada.

– ¿Quieres decir malhumorada, o arisca?

– No. Simplemente callada. Desilusionada, de alguna manera.

– ¿Desilusionada?

Sejer miró de reojo a Sølvi. Sus mallas eran abrumadoras, del color de las lilas de la infancia de Sejer.

– ¿Sabes si Annie y Halvor mantenían relaciones sexuales?

La chica se puso roja.

– No lo sé exactamente. Mejor pregúnteselo a Halvor.

– Así lo haré.

– Esa hermana -dijo Sejer, cuando estaban de nuevo sentados en el coche-, es de esa clase de chicas que a menudo acaban siendo víctimas. Quiero decir, de un hombre con malas intenciones. Está tan absorta en sí misma y en su aspecto que no sería capaz de captar las señales de peligro. Me refiero a Sølvi. No a Annie. Annie era reservada y deportista. No pensaba en impresionar a la gente. No hacía autoestop, y no tenía interés por conocer a gente nueva. Si hubiera subido en algún coche, sin duda habría sido en el de alguien conocido.

– Eso es lo que decimos siempre.

Skarre miró a Sejer.

– Ya lo sé.

– Tú tienes una hija que pasó por la adolescencia -dijo Skarre con curiosidad-. ¿Cómo fue en realidad?

– Bueno -murmuró Sejer, mirando por la ventana-. Fue más bien Elise la que se ocupó de eso. Pero sí recuerdo aquella época. La pubertad es un terreno difícil de pisar. Mi hija era la alegría de la casa hasta cumplir los trece años, entonces empezó a gruñir. Gruñó hasta cumplir los catorce, entonces empezó a morder. Y luego se le pasó todo.

Luego todo pasó… recordó cuando cumplió los quince y empezaba a convertirse en una pequeña mujer, y él no sabía cómo dirigirse a ella. Lo mismo tendría que haberle pasado a Holland… Cuando la niña deja de ser niña y tienes que buscar un nuevo lenguaje. Difícil.

– ¿Pasaron uno o dos años hasta que se acabaran los problemas?

– Pues sí -contestó pensativo-, supongo que sí.

– ¿Te interesa ese cambio en la chica?

– Algo puede haber sucedido. Tengo que averiguar qué. Quién era, quién la mató y por qué. Ya es hora de hacer una visita a Halvor Munz. Seguramente estará esperándonos. ¿Cómo crees que se siente él?