– ¿Y tampoco hablaste con ella por teléfono?
– Sí -se apresuró a contestar-. Me llamó al día siguiente por la noche.
– ¿Qué quería?
– Nada.
– Pero era una chica muy callada, ¿no?
– Sí, pero le gustaba hablar por teléfono.
– De manera que llamó aunque no quería nada en particular. ¿De qué hablasteis?
– Si necesita saberlo, de todo y de nada.
Sejer sonrió. Halvor miraba constantemente por la ventana, como si quisiera evitar mirarle a los ojos. Tal vez se sintiera culpable o fuera simplemente tímido. Sintió por él una nostálgica compasión. Su novia había muerto y quizá él no tuviera a nadie con quien hablar aparte de su abuela, que le estaba esperando en el cuarto de estar. Y tal vez, pensó Sejer, es un homicida.
– Y ayer, ¿fuiste a trabajar como de costumbre a la fábrica de helados?
Vaciló un instante.
– No, me quedé en casa.
– Así que te quedaste en casa. ¿Por qué?
– No me encontraba muy bien.
– ¿Faltas mucho al trabajo?
– ¡No, no falto mucho! -protestó, elevando el tono de voz. Por primera vez detectaron un atisbo de enfado.
– Tu abuela podrá corroborarlo, ¿no?
– Sí.
– ¿Y no saliste de casa en todo el día?
– Sólo un rato.
– ¿A pesar de estar enfermo?
– ¡Tenemos que comer! A la abuela le cuesta mucho ir a la tienda. Sólo es capaz de andar cuando tiene días buenos, y no son muchos. Tiene artritis -explicó.
– De acuerdo. ¿Puedes decirnos lo que te pasaba?
– Sólo si tengo que hacerlo.
– No estás obligado a hacerlo ahora mismo, pero tal vez tengas que explicarlo más adelante.
– Está bien. Hay noches que no puedo dormir.
– ¿Ah sí? ¿Y entonces te quedas en casa al día siguiente?
– No puedo vigilar las máquinas si no tengo la cabeza despejada.
– Parece lógico. ¿Por qué no consigues dormir?
– Bueno, alguna reminiscencia de la infancia. ¿No es así como se dice?
Sonrió de repente, una sonrisa amarga, inesperadamente adulta en ese rostro joven.
– ¿A qué hora saliste de casa aproximadamente?
– Sobre las once, tal vez.
– ¿A pie?
– En la moto.
– ¿Y a qué tienda fuiste?
– A la tienda Kiwi, en el centro.
– ¿De modo que la moto arrancó ayer?
– En realidad arranca siempre, si no me canso antes de intentarlo.
– ¿Cuánto tiempo estuviste fuera?
– No lo sé. No podía saber que me lo iban a preguntar.
Sejer asintió. Skarre trabajaba como un loco con el bolígrafo para no perderse nada.
– ¿Pero más o menos?
– Una hora, tal vez.
– Podrá confirmarlo tu abuela, ¿no?
– Seguramente no. No se da mucha cuenta de lo que pasa.
– ¿Tienes carné de conducir coches?
– No.
– ¿Cuánto tiempo habéis sido novios Annie y tú?
– Bastante tiempo. Un par de años.
Se limpió la nariz y siguió mirando hacia el patio.
– ¿Era una buena relación, en tu opinión?
– Lo dejamos un par de veces.
– ¿Lo dejó ella?
– Sí.
– ¿Dijo por qué?
– No exactamente, aunque nunca estuvo muy interesada. Quería mantenter la relación en un plan de amistad.
– ¿Y tú no querías?
El joven se sonrojó y se miró las manos.
– ¿Manteníais relaciones sexuales?
Se sonrojó aún más y volvió a mirar al patio.
– Realmente no.
– ¿Realmente no?
– Ya lo he dicho. No estaba muy interesada.
– Pero lo habíais intentado, ¿es eso lo que quieres decir?
– Pues sí, en cierta manera. Un par de veces.
– ¿Y tal vez no fue un éxito?
La voz de Sejer sonó excepcionalmente amable en ese punto.
– No sé lo que se considera un éxito.
Su cara estaba ya tan tensa que no le quedaba ni un gesto.
– ¿Sabes si ella había mantenido relaciones sexuales con alguna otra persona?
– No sé nada de eso, pero me cuesta creerlo.
– Estuviste con Annie durante dos años, desde que ella tenía trece. Ella rompió varias veces la relación, no estaba muy interesada en mantener relaciones sexuales contigo, y sin embargo tú continuaste la relación. No eres un niño, Halvor. ¿Tanta paciencia tienes?
– Supongo que sí.
Hablaba en voz baja, no hacía sino confirmar los hechos, como cuidándose bien de no mostrar ningún sentimiento.
– ¿Crees que la conocías bien?
– Mejor que muchos.
– ¿Tenías la impresión de que se sentía infeliz por alguna razón?
– No exactamente infeliz. Pero no… no sé. Triste, tal vez.
– ¿Es diferente estar triste?
– Sí -contestó el joven levantando la vista-. Cuando uno se siente infeliz sigue esperando alguna mejoría. Y cuando uno se ha dado por vencido, la tristeza se apodera de ti.
Sejer escuchó extrañado esa explicación.
– Cuando conocí a Annie hace dos años era distinta -dijo de repente-. Se reía y bromeaba con todo el mundo. Lo contrario de como soy yo -añadió.
– ¿Y luego cambió?
– Se hizo mayor de pronto. Y más callada. Dejó de ser tan bromista. Yo esperaba que se le pasara, que volviera a ser como antes. Ahora ya no se puede esperar nada más.
Entrelazó las manos y miró al suelo. Por fin hizo un esfuerzo enorme y se encontró con la mirada de Sejer. Sus ojos brillaban como piedras mojadas.
– No sé lo que están pensando ustedes, pero yo no le he hecho nada a Annie.
– Nosotros no estamos pensando nada. Tenemos que hablar con todo el mundo. ¿Comprendes?
– Sí.
– ¿Annie consumía droga o alcohol?
Skarre sacudió el bolígrafo para que la tinta llegara a la punta.
– ¿Bromea? No sabe lo que dice.
– Seguramente -contestó con sencillez-. Yo no la conocía.
– Perdone, pero es que suena muy ridículo.
– ¿Y tú?
– Ni soñarlo.
Vaya, vaya, pensó Sejer. Un joven sobrio y trabajador con trabajo fijo. Muy prometedor.
– ¿Conoces a algunos de los amigos de Annie? ¿A Anette Horgen, por ejemplo?
– Un poco. Pero solíamos salir los dos solos. Annie no quería mezclarnos.
– ¿Por qué no?
– No lo sé. Ella era la que decidía.
– ¿Y tú hacías lo que ella quería?
– No resultaba muy difícil. A mí tampoco me gustan las aglomeraciones.
Sejer asintió comprensivo. Tal vez, y a pesar de todo, fueran una pareja bien avenida.
– ¿Sabes si Annie llevaba un diario?
Halvor vaciló un instante, detuvo un impulso en el último momento y negó con la cabeza.
– ¿Quiere decir uno de esos diarios de color rosa en forma de corazón y con candado?
– No necesariamente. Podría haber tenido otro aspecto.
– No lo creo -murmuró el joven.
– ¿Pero no estás seguro?
– Casi seguro. Ella jamás lo mencionó.
Su voz ya era apenas audible.
– ¿Tienes a alguien con quien hablar?
– Tengo a mi abuela.
– ¿Mantienes una relación estrecha con ella?
– Ella está bien. Hay paz y tranquilidad aquí.
– ¿Tienes un anorak azul, Halvor?
– No.
– ¿Qué te pones para salir?
– Una cazadora vaquera. O un plumas cuando hace frío.
– ¿Prometes llamarme si tienes algo que decirme?
– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Halvor, levantando la vista extrañado.
– Déjame decirlo de otra manera: ¿llamarás a la comisaría si se te ocurre algo, cualquier cosa, que en tu opinión pudiera explicar por qué ha muerto Annie?