– Llamé a las diez para preguntar por Ragnhild. Cuando Marthe me dijo que se había ido a las ocho, me metí en el coche. Dejé la puerta de casa abierta por si ella volvía mientras yo estaba fuera. Fui hasta la iglesia y luego a la gasolinera. Allí salí del coche y busqué por todas partes. Me pasé por el taller mecánico y por detrás de la central lechera. Luego fui al colegio de los pequeños y miré en el patio, porque allí tienen toboganes y esas cosas. Después busqué en la guardería. Ella tenía tantas ganas de ir…
Sollozó de nuevo. Los demás seguían sentados en silencio, esperando. Tenía los ojos hinchados y arrugaba desesperadamente el vestido entre los dedos. Poco a poco dejó de llorar y volvió a apoderarse de ella la apatía, un escudo que la mantenía a salvo de las malas perspectivas.
Sonó el teléfono. Un repentino pitido de mal agüero. La mujer dio un salto en el sofá, dispuesta a cogerlo, pero vio la mano de Sejer como una señal de STOP en el aire. Él descolgó.
– Hola, ¿está Irene? -parecía la voz de un chico.
– ¿Con quién hablo?
– Thorbjørn Haugen. Estamos buscando a Ragnhild.
– Estás hablando con la policía. ¿Tienes alguna noticia?
– Hemos pasado por todas las casas de la ladera. Por todas. En muchas no había nadie, pero en Feltspatveien nos encontramos con una señora que dijo que un coche grande había dado marcha atrás y la vuelta en su patio; ella vive en el número uno. Le pareció que era una especie de furgoneta. Y dentro del coche iba una niña con chaqueta verde y el pelo muy blanco recogido en lo alto de la cabeza. Ragnhild va peinada así muchas veces.
– Continúa.
– El coche dio la vuelta en medio de la cuesta y volvió a bajar. Desapareció en la curva.
– ¿Te dijo la hora?
– Las ocho y cuarto.
– ¿Puedes venir aquí?
– Estamos llegando, vamos por la rotonda.
Colgó. Irene Album seguía de pie.
– ¿Quién era? -susurró-. ¿Qué han dicho?
– Alguien la ha visto -contestó lentamente-. Montada en un coche.
Por fin sonó el grito. Fue como si el sonido se abriera paso entre el tupido bosque, provocando un suave movimiento en la cabeza de Ragnhild.
– Tengo hambre -dijo la niña de repente-. Quiero irme a casa.
Raymond levantó la vista. Påsan se paseaba por la mesa de la cocina sorbiendo la maizena que habían esparcido. Se habían olvidado del tiempo y del espacio. Habían dado de comer a todos los conejos, Raymond le había enseñado todas sus fotografías, recortes de revistas cuidadosamente pegados en un gran álbum. Ragnhild se reía sin parar de la cara tan rara que tenía Raymond. En ese momento reparó en que debía de ser tarde.
– Te daré una rebanada de pan con algo.
– Quiero irme a casa, tenemos que hacer la compra.
– Primero iremos a la colina y luego te llevaré a casa.
– ¡Ahora! -insistió la niña-. Quiero irme a casa ya.
Raymond miró desesperadamente a su alrededor en busca de algún aplazamiento.
– Sí, sí, lo sé. Pero primero tengo que ir a comprar leche para papá. Abajo, donde Horgen. No tardaré mucho. Mientras tanto puedes esperar aquí, así tardaré menos.
Raymond se levantó y la miró. Miró esa carita iluminada con la boca en forma de corazón que le recordaba a cierto caramelo. Tenía los ojos claros y azules y las cejas oscuras, una sorpresa bajo el blanco flequillo. Luego suspiró con pesar, se levantó y abrió la puerta de la cocina. Raghnild quería marcharse ya, pero no sabía el camino y tendría que esperar. Fue hasta el pequeño cuarto de estar con el conejo en brazos, y se acurrucó en el rincón del sofá. Marthe y ella no habían dormido mucho durante la noche, y con el animalito caliente junto al cuello le entró rápidamente el sueño. Al poco rato se le cerraron los ojos.
Había pasado un buen rato cuando él por fin volvió. Permaneció mucho tiempo sentado mirándola, extrañado de lo silenciosamente que dormía. Ni un movimiento, ni siquiera un pequeño suspiro. A Raymond le pareció que la niña había crecido un poco, que se había hinchado como un pan en el horno. Al cabo de un rato perdió la calma, no sabía qué hacer con las manos, de manera que se las metió en los bolsillos y empezó a balancearse de lado a lado en el sillón. Le dio por frotar la tela del pantalón, mientras se balanceaba cada vez más deprisa mirando preocupado por las ventanas y hacia el pasillo que conducía al dormitorio de su padre. Sus manos trabajaban sin cesar, mientras miraba fijamente el pelo resplandeciente como la seda de Ragnhild, casi como la piel del conejo. Luego suspiró en voz baja y se calmó. Se levantó y zarandeó suavemente a la niña.
– Ya podemos irnos. Deja que coja a Påsan.
Durante un instante, Ragnhild se quedo completamente aturdida. Se levantó despacio y miró fijamente a Raymond. Luego fue tras él hasta la cocina y se puso el anorak. Salió de la casa y vio cómo metía al pequeño animal marrón en la jaula. Su cochecito de muñecas seguía en la parte de atrás de la furgoneta. Raymond parecía triste, pero la ayudó a meterse en el coche. Luego se sentó delante y metió la llave para arrancar, pero no ocurrió nada.
– No arranca -dijo Raymond irritado-. No lo entiendo. Ha funcionado hace un momento. ¡Mierda de coche!
– ¡Tengo que irme a casa! -dijo Ragnhild en voz muy alta, como si eso ayudara a mejorar la situación. Raymond seguía dando vueltas a la llave y pisando el acelerador. Había corriente y el motor daba vueltas, pero todo quedaba en un quejido que no lograba arrancar.
– Tendremos que ir andando.
– ¡Pero está muy lejos! -lloriqueó la niña.
– No, no tanto. Estamos en la parte de atrás de la colina, casi en lo alto. Desde aquí se puede ver tu casa. Yo te llevaré el cochecito.
Raymond se puso un anorak que había en el asiento delantero, volvió a salir de la furgoneta de un salto y le abrió la puerta. Ragnhild llevaba la muñeca y él empujaba el cochecito, que iba dando pequeños tumbos por el camino lleno de baches. Enseguida Ragnhild pudo ver la colina que se erguía ante ellos, rodeada de oscuro bosque. De repente tuvieron que acercarse a toda prisa a la cuneta, mientras un coche los pasaba a gran velocidad, dejando tras de sí una espesa nube de humo. Raymond conocía bien el camino, pero no era muy rápido. Ragnhild podía seguirlo sin problema. Al cabo de un rato el camino se hizo más empinado, para acabar en un lugar donde los coches podían dar la vuelta. El sendero que iba por la derecha de la colina era blando y bueno para andar. Las ovejas lo habían ensanchado y estaba sembrado de excrementos que parecían perdigones. Ragnhild se divertía pisándolos, estaban secos y enteros. Pasados unos minutos vieron algo relucir entre los árboles.
– La laguna de la Serpiente -dijo Raymond.
La niña se detuvo a su lado. Miró fijamente y vio las hojas de los lirios, y un pequeño bote que estaba en la orilla boca abajo.
– No te acerques al agua -dijo Raymond-. Es peligroso. Nadie puede bañarse aquí. Te hundes en la arena y desapareces. Arenas movedizas -añadió dándose importancia. Ragnhild se estremeció. Siguió la orilla de la laguna con la mirada; era una continua línea amarilla de juncos, excepto en un solo lugar, donde algo, que con un poco de benevolencia podía llamarse playa, interrumpía la línea como un oscuro guión. Los dos dirigieron sus miradas a ese punto. Raymond soltó el cochecito y Ragnhild se metió un dedo en la boca.
Thorbjørn jugueteaba con el teléfono móvil. Tenía unos dieciséis años, y el pelo oscuro ligeramente ondulado en una media melena, recogido con un pañuelo de colores. Las puntas que salían del nudo en la frente como dos plumas rojas le hacían parecer un rostro pálido. Evitó la mirada de la madre de Ragnhild y optó por fijar la vista en Sejer, mientras se relamía los labios sin parar.
– Lo que has averiguado es muy importante -dijo Sejer-. Por favor, escribe las señas aquí. ¿Te acuerdas del nombre?