Sejer se volvió y regresó lentamente. El coche, o tal vez moto, del homicida estaba probablemente aparcada donde él había dejado su Peugeot. Luego el homicida abrió la puerta y descubrió la mochila. Vaciló un instante, pero la dejó donde estaba y se metió en el coche con esa carga tan poco discreta que llevaba en el techo. Enseguida pasó por delante de la casa de Raymond, y vio al idiota y a una niña con un cochecito de muñecas. Ellos también vieron el coche. Algunos niños recuerdan bien los detalles. Notó el primer pinchazo de miedo en el pecho. Siguió conduciendo, pasó por delante de tres granjas y llegó por fin a la carretera principal. Sejer lo perdió de vista.
Se metió en el coche y arrancó. Por el espejo retrovisor vio una nube de polvo tras el coche. La casa de Raymond estaba tranquila, parecía abandonada. Conejos blancos y marrones se movían asustados de un lado a otro en sus jaulas al pasar Sejer en su coche. La furgoneta estaba aparcada delante de la casa. Un coche viejo, ¿con un cilindro estropeado tal vez? La tela metálica y el movimiento de los conejos le recordaron de repente su propia infancia, antes de mudarse de Dinamarca. Tenían gallinas enanas marrones en una jaula en un extremo de la huerta. El recogía los huevos todas las mañanas, huevos minúsculos, extrañamente redondos, no más grandes que las canicas más grandes de todas, a las que llamaban «doces». A través del espejo le pareció ver que la cortina de una ventana se movía ligeramente. Era la ventana del dormitorio del padre de Raymond, pero no estaba seguro. Giró a la derecha y pasó por delante de la tienda de Horgen, donde había sido vista la moto. Ahora había allí un blazer azul y el esquimal amarillo anunciando helados, como una segura señal de primavera. Bajó la ventanilla y notó una suave brisa en la cara.
El móvil podía haber sido sexual, aunque no se notara desde fuera, claro. Tal vez al asesino le hubiera bastado desnudarla, verla en el suelo, desnuda, indefensa y completamente inmóvil, mientras él se ayudaba a conseguir aquella satisfacción tan añorada pensando en lo que realmente podría haber hecho con ella si hubiera querido. Annie podría haber sufrido muchas vejaciones en la imaginación de su asesino. Claro, así podía haber sido. De nuevo Sejer se sintió mal ante todas aquellas posibilidades. Continuó lentamente por la carretera principal y se detuvo al llegar a la altura del camino de la iglesia y el cementerio. Dejó pasar a un tractor y enfiló el camino. Habían desaparecido ya las flores marchitas de la tumba de Annie, y la cruz de madera. En su lugar habían colocado una piedra, una piedra corriente de granito, redonda y lisa, como lavada y pulida por el mar. Tal vez procedía de esas playas en las que Annie solía hacer surfing en verano. Sejer leyó la inscripción:
«Annie Sofie Holland. Dios tenga misericordia de ti».
Sejer reflexionó un instante, extrañado, intentando decidir si el texto le gustaba o no. Creía que no. Sonaba como si ella hubiera hecho algo malo, algo por lo que necesitaba el perdón. Al marcharse pasó por la tumba de Eskil Johnas. Alguien, tal vez unos niños, habían dejado en ella un ramo de diente de león.
Kollberg necesitaba orinar. Sejer llevó al perro detrás del bloque, donde se zanjó el asunto en unos matorrales y volvieron a subir en el ascensor. Luego se metió en la cocina y abrió el congelador para ver lo que contenía: un paquete de salchichas duras como una piedra, una pizza congelada y un pequeño paquete de beicon. Lo apretó y sonrió porque le recordaba a algo. Se hizo unos huevos, cuatro huevos, pinchados y fritos por ambos lados, con sal y pimienta, y una salchicha cortada en trozos para el perro. Kollberg se la tragó de un bocado y se derrumbó bajo la mesa. Sejer se comió los huevos y bebió leche con los pies debajo del perro. Todo en diez minutos. El periódico estaba abierto sobre la mesa. «El novio, en prisión preventiva.» Suspiró, se sentía mal. No sentía ninguna simpatía por la prensa y por cómo cubría las miserias de la vida. Finalmente recogió la mesa y encendió la cafetera. Tal vez Halvor hubiera matado a su padre con un rifle. Tal vez se hubiera puesto guantes, colocado el arma dentro del saco de dormir, en las manos de su padre y disparado, luego habría barrido el suelo de delante de la puerta de la leñera y habría vuelto corriendo a la habitación, donde le esperaba su hermano, ese hermano que sentía una inquebrantable lealtad hacia él y que jamás les habría delatado si Halvor realmente hubiera estado ausente de la cama en el momento de oírse el disparo.
Se tomó el café en el cuarto de estar. Luego se daría una ducha y echaría un vistazo al catálogo de cuartos de baño que había encontrado en el buzón, y en el que había una oferta de unos azulejos blancos, sencillos, con delfines azules. Después de la ducha se tumbó en el sofá. Era un poco corto, tenía que poner los pies sobre el brazo, lo que resultaba bastante incómodo, pero al menos le impedía dormirse. No quería alterar el sueño de la noche, que ya de por sí le resultaba difícil de conciliar debido al eccema. Miró hacia la ventana y vio que necesitaba una limpieza. Como vivía en el piso trece, no veía nada por las ventanas excepto el cielo azul, que ya empezaba a adquirir la profundidad de la noche. De repente vio una mosca en el cristal, un moscardón negro y grande. También una especie de señal de primavera, pensó cuando vio a otro acercarse zumbando al primero. No tenía mucho en contra de las moscas, pero no le gustaba la manera en la que entrelazaban las piernas, lo veía como algo muy privado, algo parecido a lo de rascarse por abajo en presencia de otras personas. Parecían estar buscando algo. Llegó otra más. Sejer las miró fijamente, y le invadió una sensación desagradable. Tres moscas a la vez en el cristal. Resultaba curioso que no se movieran y se alejaran volando. Llegaron más cada vez, pronto el cristal estaba lleno de grandes moscardones negros. Por fin despegaron y desaparecieron detrás del sillón debajo de la ventana. Eran ya tantos que se podía oír el zumbido. Se incorporó vacilante en el sofá con una sensación repugnante. Tenía que haber algo detrás del sillón, algo que les resultara apetecible. Por fin logró levantarse, atravesó la habitación y se acercó sigilosamente al sillón, se armó de valor, y lo empujó hacia un lado. Las moscas volaron en todas direcciones, una nube entera. El resto estaba en el suelo comiendo algo, tocó ese algo con el pie y por fin las moscas desaparecieron. Era el resto de una manzana, podrido y blando.
Se incorporó lentamente en el sofá. Tenía la camisa empapada de sudor. Se frotó confuso los ojos y miró el cristal de la ventana. No había nada. Había soñado. Sentía la cabeza pesada y densa, y tenía rígidos la nuca y los pies de haber dormido en el sofá tan corto. Se levantó, no pudo resistir la tentación de mover el sillón y mirar detrás. Nada. Fue a la cocina, donde guardaba una botella de whisky y un paquete de tabaco de liar. Suspiró levemente, no del todo contento consigo mismo, y se llevó todo al salón. Kollberg lo observaba expectante. Miró al perro y cambió de idea.
– Paseo -dijo en voz baja.
Tardaron exactamente una hora en ir desde la casa hasta la iglesia del centro y volver. Pensó en su madre, a quien tenía que haber visitado; había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Algún día, pensó con tristeza, su hija Ingrid miraría el calendario pensando lo mismo. Ya es hora de hacerle una visita, hace mucho que no voy. Sin alegría, sólo como una especie de obligación. Al fin y al cabo, tal vez Skarre tenía razón, tal vez no tenía sentido hacerse tan viejo que uno sólo creara molestias. Se sintió ligeramente abrumado por sus pensamientos y apresuró el paso. Kollberg saltaba a su lado. Tampoco podía renunciar uno a todo. Iba a cambiar el cuarto de baño. A Elise le habrían gustado esos azulejos, de eso estaba seguro. Si supiera que aún no lo había hecho… no quería ni pensarlo. Ocho años con imitación de mármol, era una vergüenza.