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Por fin pudo tomarse su merecida copa de whisky, y era tan tarde que tal vez volvería a dormirse de todos modos. El timbre sonó en el momento de volver a tapar la botella. Skarre saludó, no tan modestamente esta vez. Había ido andando, pero arrugó la nariz cuando Sejer le ofreció un whisky.

– ¿No tendrás una cerveza?

– No, yo no, pero puedo preguntárselo a Kollberg. Suele tener un pequeño almacén en la parte de abajo de la nevera -dijo muy serio. Desapareció de la habitación y volvió con una cerveza.

– ¿Estás pensando en poner azulejos?

– Ya lo creo. Hice un cursillo una vez. Lo importante es prepararlo todo muy bien.

– ¿Necesitas ayuda?

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Qué te parecen éstos? -dijo señalando en el folleto los de los delfines azules.

– Muy bonitos. ¿Qué tienes ahora?

– Imitación de mármol.

Skarre hizo un gesto de comprensión y bebió un sorbo de cerveza.

– Las huellas de Halvor no coinciden con las de la hebilla del cinturón de Annie -indicó de repente-. Holthemann ha accedido a soltarle hasta nuevo aviso.

Sejer no contestó. Sintió una especie de alivio, mezclado con irritación. Contento de saber que no era Halvor, frustrado porque no tenía a nadie más.

– He soñado algo muy asqueroso -dijo de repente, un poco sorprendido por su sinceridad-. Soñé que había una manzana podrida detrás de ese sillón, y que el salón estaba invadido por moscas grandes y negras.

– ¿Lo has comprobado? -sonrió Skarre.

Sejer bebió un trago de whisky y movió afirmativamente la cabeza.

– No hay más que unas pelusas. ¿Crees que ese sueño tiene algún significado?

– Habrá algún mueble que nos hemos olvidado de mover, algo que habrá estado ahí todo el tiempo, algo en lo que no se nos ha ocurrido pensar. Ese sueño es una advertencia, no cabe duda. Ahora se trata de encontrar el sillón.

– ¿De manera que nos vamos a meter en el sector mobiliario? -Sejer se rió de su propio chiste, algo poco corriente en él.

– Tenía la esperanza de que guardaras algunas cartas en la manga -confesó Skarre-. No puedo aceptar que no avancemos nada. Las semanas pasan. La carpeta de Annie se hincha. Y tú eres el que aporta los consejos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Tu nombre -sonrió Skarre-. Konrad significa el que aporta consejos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Sejer levantando una ceja.

– Tengo un libro en casa. Suelo consultarlo cuando alguien nuevo aparece en mi camino. Es muy entretenido.

– ¿Qué significa Annie? -preguntó Sejer.

– Bonita.

– Vaya. Bueno, en este momento no hago mucho honor a mi nombre. De todas formas no pierdas la esperanza, Jacob. Por cierto, ¿qué significa Halvor? -preguntó con curiosidad.

– Halvor significa el Vigilante.

Ha dicho Jacob, pensó Skarre extrañado. Es la primera vez que me llama Jacob.

El sol, que estaba bajo, se metió en la terraza, formando un abrigado rincón en el que podían quitarse las chaquetas. Estaban esperando a que se calentara la barbacoa. Olía a carbón, a alcohol de quemar, y a hierbas que crecían en la macetas de la terraza de Ingrid, porque acababa de regarlas.

Sejer tenía a su nieto sobre las rodillas y lo columpió hasta que le dolían los músculos de los muslos. Con ese niño, algo desaparecería en su interior. Dentro de unos años le superaría en altura y su voz se volvería grave. Por eso sentía siempre una especie de nostalgia cuando tenía a Matteus sobre las rodillas, a la vez que sentía cosquillas en la espalda como una sensación, de gran bienestar.

Ingrid se levantó, cogió los zuecos del suelo de la terraza y los sacudió. Luego metió los pies en ellos.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó su padre.

– Un viejo hábito nada más -sonrió Ingrid-, de Somalia.

– Aquí no tenemos serpientes ni escorpiones.

– Es algo espontáneo -se rió Ingrid-. No consigo dejar de hacerlo. Y además tenemos víboras y avispas.

– ¿Crees que una víbora sería capaz de meterse en un zapato?

– Ni idea.

Sejer abrazó a su nieto y le husmeó la nuca.

– Colúmpiame más -dijo el niño.

– Me duelen las piernas. ¿Por qué no vas a buscar un libro y te leo algo?

El niño se bajó de sus rodillas de un salto y se metió corriendo en la casa.

– ¿Y por lo demás, cómo estás, papá? -le preguntó su hija de repente. «Por lo demás», pensó. Significaba realmente, que cómo le iba realmente, cómo le iba por dentro, en el fondo de su alma. O también podía tratarse de una pregunta camuflada, sobre algo que hubiera sucedido. Por ejemplo si se había buscado una amiga, o sí tal vez se había enamorado a distancia de alguien, lo cual no era el caso. Estaría bien.

– Pues, bien, gracias -contestó Sejer en un tono convenientemente inocente.

– ¿Ya no se te hacen tan largos los días?

¿Por qué preguntaba con tanta delicadeza? Se le ocurrió pensar que su hija estaba buscando algo.

– Tengo mucho que hacer en el trabajo -dijo-. Y además os tengo a vosotros.

Esas últimas palabras hicieron que Ingrid se pusiera a mover los cubiertos de la ensalada enérgicamente. No paraba de dar vueltas a los tomates y a los pepinos.

– Sí. Pero, ¿sabes? Estamos pensando en volver a bajar. Por un período más. El último -se apresuró a añadir mirándole, como con sentimiento de culpabilidad.

– ¿Bajar? -Sejer saboreó la palabra-. ¿A Somalia?

– Se lo han pedido a Erik. No hemos contestado todavía, pero lo estamos considerando seriamente. Un poco por Matteus también. Nos gustaría que viera algo del país y que aprendiera el idioma. Si nos fuéramos en agosto estaríamos de vuelta cuando le tocara empezar primero de básica.

Tres años, pensó Sejer. Tres años sin Ingrid y Matteus. Sólo las visitas en Navidad. Cartas y postales, y el nieto, cada año un nuevo estirón.

– No dudo de que hagáis falta allí -dijo, tomando impulso para que la voz sonara normal-. ¿No querrás decir que la consideración por mi persona es un impedimento para vosotros? No tengo noventa años, Ingrid.

La hija se sonrojó ligeramente.

– También pienso en la abuela.

– Yo me ocuparé de la abuela. Pronto habrás hecho puré de esa ensalada -señaló.

– No me gusta que te quedes solo -dijo Ingrid en voz baja.

– Tengo a Kollberg.

– ¡Pero no es más que un perro!

– Alégrate de que no te entienda.

Sejer echó un vistazo al perro, que dormía plácidamente bajo la mesa.

– Nos arreglamos bien. Quiero que os vayáis si de verdad os apetece. ¿Erik se ha cansado ya de anginas y apendicitis?

– Es todo tan distinto allí abajo… -explicó Ingrid-. Te sientes mucho más útil.

– ¿Y Matteus?, ¿qué vais a hacer con él?

– Irá a una guardería americana con un montón de niños. Y además -añadió pensativa-, resulta que Matteus tiene parientes allí a los que nunca ha visto. Eso me preocupa. Quiero que lo sepa todo.

– ¿Americana? -dijo escéptico-. ¿Y a qué te refieres con que lo sepa todo?

Sejer pensó en los verdaderos padres de Matteus y en el destino que la suerte les había deparado.

– Lo de su madre tendrá que esperar hasta que el niño sea mayor.

– ¡Marchaos! -dijo Sejer con determinación.

Ingrid lo miró sonriente.

– ¿Qué crees que hubiera dicho mamá?

– Lo mismo que yo. Y luego habría lloriqueado un poco en la cama.

– ¿Y tú no?

Matteus llegó corriendo con un libro infantil en una mano y una manzana en la otra. Erase una noche oscura y tormentosa.

– ¿No da mucho miedo? -preguntó Sejer.

– ¡Qué va! -exclamó el pequeño trepando hasta sus rodillas.