– El carbón ya está blanco -anunció Ingrid mientras se quitaba los zapatos-. Voy a poner los solomillos.
Ingrid colocó la carne sobre la parrilla, cuatro trozos en total, y entró en casa a buscar las bebidas.
– Tengo una pitón verde en mi cuarto -susurró Matteus-. ¿Se la metemos en un zapato?
Sejer vaciló.
– No estoy muy seguro. ¿Crees que vale la pena?
– ¿No te parece bien?
– En realidad no.
– Los viejos siempre tienen mucho miedo -dijo el niño con consideración-. No te preocupes, me echarán la culpa a mí.
– Bueno -dijo Sejer en voz baja-. Miraré hacia otro lado.
Matteus volvió a bajarse de un salto de las rodillas del abuelo y se fue corriendo a buscar su serpiente de goma. Al volver la metió con mucho cuidado en el zueco de su madre.
– Ahora ya me puedes empezar a leer.
Sejer pensó con horror en esa repugnante serpiente de goma y en la sensación del pie desnudo al encontrarse con ella. Luego empezó a leer con voz grave y dramática:
– «Erase una noche oscura y tormentosa. Había ladrones en las montañas y lobos» ¿Estás seguro de que este libro no da demasiado miedo? -preguntó.
– Mamá me lo ha leído muchas veces -Matteus dio un mordisco a la manzana y masticó contento.
– No te metas trozos tan grandes en la boca -le advirtió Sejer-. Te puedes atragantar.
– ¡Lee, abuelo!
Creo que me estoy haciendo viejo, pensó Sejer con tristeza viejo y preocupado.
– «Erase una noche oscura y tormentosa» -volvió a leer, y en ese momento apareció Ingrid con tres cervezas y una Coca Cola. Sejer se calló en el acto y la miró fijamente. Lo mismo hizo Matteus.
– ¿Por qué me miráis así? ¿Qué os pasa?
– Nada -dijeron al unísono, y volvieron a inclinarse sobre el libro.
Ingrid puso las botellas sobre la mesa, las abrió y buscó sus zuecos. Los cogió del suelo y los sacudió tres veces, pero no pasó nada. Se ha enganchado en la punta, pensaron los dos alborozados. Luego sucedieron muchas cosas a la vez. De repente apareció Erik, el yerno, en la puerta. Matteus se bajó de un salto de las rodillas de su abuelo y se abalanzó sobre su padre. Kollberg se despertó, dio un salto debajo de la mesa y se puso a mover el rabo con tanta energía que tiró las botellas, e Ingrid metió los pies en los zuecos.
Sølvi estaba en su cuarto sacando cosas de una caja de cartón. Se enderezó un instante y echó un vistazo por la ventana. Fritzner, que vivía justo enfrente, estaba junto a la ventana mirándola. Tenía un vaso en la mano y lo levantó haciendo un gesto con la cabeza, como queriendo hacer un brindis.
Sølvi le dio la espalda inmediatamente. No le importaba nada que un hombre la contemplara, pero Fritzner era calvo. Pensar en una vida junto a un calvo resultaba tan inaudito como imaginarse una vida junto a un hombre gordo. No entraba en sus sueños. Nunca se le ocurrió pensar que Eddie también estaba calvo. No le importaba que los hombres fueran calvos, tan sólo que no lo fueran aquellos con los que salía. Frunció la nariz con desprecio y volvió a mirar. El hombre ya no estaba. Ese loco se habría vuelto a meter en su barca.
Oyó sonar el timbre y fue a abrir a paso ligero, vestida con un traje de pantalón azul claro, un cinturón plateado en la cintura y zapatillas planas de piel.
– ¡Ah! -dijo amablemente-, ¡es usted! Estoy ordenando la habitación de Annie. Pase, mis padres están a punto de llegar.
Sejer la siguió a través del salón hasta su cuarto, que estaba al lado del de Annie. Era bastante más grande y pintado en tonos pastel. En la mesilla de noche había una foto de la hermana muerta.
– He heredado algunas cosas -sonrió, como disculpándose-. Algo de ropa y cosas así. Y si logro convencer a papá para que me dejen tirar la pared de la habitación de Annie, tendré una gran habitación.
Sejer asintió con la cabeza.
– Quedará estupendo -murmuró avergonzándose de los sentimientos arrogantes que amenazaban con emerger. No tenía derecho a juzgar a nadie. Ellos se esforzaban por seguir viviendo y tenían derecho a hacerlo a su manera. Nadie debe decir a otros cómo superar el duelo por un ser querido. Mientras se echaba esta pequeña reprimenda miraba a su alrededor. Jamás había visto una habitación con tantos cachivaches, figuras y trastos.
– Y voy a tener una televisión para mí sola -sonrió Sølvi-. Y con una nueva antena podré recibir la TV-Noruega -se agachó sobre una caja de cartón en el suelo, no paraba de sacar cosas-. Casi todo son libros -dijo-, Annie no tenía cosméticos ni joyas ni esas cosas. Luego tenía un montón de compactos y cintas de casete.
– ¿Te gusta leer?
– En realidad no. Pero la estantería quedará bonita llena de libros.
Sejer hizo un gesto de comprensión.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó la muchacha.
– Pues sí, en cierto modo. Pero aún no entendemos del todo el significado.
Sølvi seguía sacando cosas de la caja de cartón envueltas en papel de periódico.
– ¿De modo que conoces a Magne Johnas, Sølvi?
– Sí -contestó la joven. A Sejer le pareció que se sonrojaba pero no estaba seguro, porque ya estaba roja antes-. Ahora vive en Oslo. Trabaja en Gym & Greier.
– ¿Sabes si alguna vez hubo algo entre Annie y él?
– ¿Si hubo algo? -repitió mirando a Sejer sin comprender nada.
– Si salieron juntos, o si Magne alguna vez estuvo enamorado de ella, o si había intentado ligar con ella antes que contigo.
– Annie siempre se reía de él -contestó Sølvi como lamentándolo-. Ni que Halvor fuera gran cosa. Magne al menos tiene pinta de chico. Quero decir, tiene músculos y eso.
La joven luchaba con el papel de periódico y evitaba mirar a Sejer.
– ¿Annie pudo ofender a Magne de alguna manera? -preguntó Sejer mirando un objeto brillante que apareció entre los envoltorios.
– No me extrañaría. A Annie no le bastaba con decir que no. Podía llegar a ser bastante sarcástica, y no admiraba nada los músculos. Todo el mundo habla de lo buena y lo maravillosa que era, y yo no es que pretenda decir nada malo de mi hermanastra, pero muchas veces era sarcástica. Sólo que nadie se atreve a decirlo porque ha muerto. No entiendo cómo podía soportarlo Halvor. Siempre era Annie la que lo decidía todo.
– ¿Ah sí?
– Pero conmigo siempre era buena.
Por un instante pareció asustada al recordar a su hermana y todo lo que había sucedido.
– ¿Cuánto tiempo llevas con Magne? -preguntó Sejer cortesmente.
– Sólo unas semanas. Vamos al cine y cosas así.
– Él es más joven que tú, ¿no?
– Cuatro años -contestó de mala gana-. Pero es muy maduro para su edad.
– Exactamente.
Sølvi levantó algo hacia la luz y lo miró. Era un pájaro de bronce sobre un palo. Una criatura pequeña y redonda vestida de plumas y con la cabeza ladeada.
– Creo que está roto -dijo Sølvi insegura.
Sejer miró sorprendido. Lo que vio se le clavó en la sien como una flecha. Parecía un pajarito de los que se ponían en las tumbas de niños.
– Puedo hacer un poco de masa de miga de pan y hacerle un pie nuevo -dijo la joven pensativa-. Le diré a papá que me ayude. El pájaro es muy bonito.
Sejer no contestó. Le estaba emergiendo lentamente la imagen de otra Annie, una imagen más matizada que la que Halvor y sus padres le habían dibujado.
– ¿Qué crees que es? -murmuró.
Ella se encogió de los hombros.
– Ni idea. Una figura de ésas de adorno rota, ¿no?
– ¿Nunca la habías visto hasta ahora?
– No. Annie no me dejaba entrar en su habitación cuando ella no estaba en casa.
Dejó el pájaro sobre el escritorio, donde quedó balanceándose. Sølvi volvió a meter la cabeza en la caja de cartón.
– ¿Hace mucho que no ves a tu padre? -preguntó Sejer mirando el pájaro que seguía balanceándose cada vez más despacio. Su cerebro trabajaba a marchas forzadas.