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– ¿Mi padre? -se enderezó y lo miró algo confusa-. ¿Quiere decir mi padre de Adamstuen?

Sejer asintió con un movimiento de cabeza.

– Vino al entierro de Annie.

– Seguramente lo echas de menos, ¿no?

Sølvi no contestó a esa pregunta. Fue como si Sejer tocara algo en lo que ella rara vez se parara a pensar, algo incómodo que intentaba olvidar, un atisbo de mala conciencia tal vez, algo causado por otros, leyes no escritas que ella siempre había seguido y aceptado sin protestar, porque nunca había entendido lo que realmente había detrás. Sejer se sintió un poco insistente en ese momento. Tenía que mostrarse considerado, no debía olvidar que tenía que acercarse a la gente bajo sus propias premisas, no entrar dando patadas en su mundo.

– ¿Cómo llamas a Eddie? -preguntó con cautela.

– Lo llamo papá -contestó en voz baja.

– ¿Y a tu verdadero padre?

– A él lo llamo padre -dijo con sencillez-. Siempre lo he llamado así. Era él quien lo quería, era muy anticuado.

Era… Como si ya no existiera.

– Estoy oyendo el coche de mis padres -dijo Sølvi aliviada.

El Toyota verde de los Holland se posó delante de la casa. Sejer vio a Ada Holland poner un pie en la gravilla y echar un vistazo hacia la ventana.

– ¿Me dejas ese pájaro, Sølvi?

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿El pájaro roto? Claro que sí -le dio el pájaro con una mirada interrogante.

– Gracias. No voy a molestarte más -dijo Sejer sonriendo, y salió de la habitación. Se metió el pájaro en un bolsillo y se dirigió al cuarto de estar, donde se quedó esperando junto a la pared.

El pájaro. Arrancado de la tumba de Eskil. En la habitación de Annie. ¿Por qué?

Holland entró primero. Lo saludó con un movimiento de la cabeza y luego le dio la mano, con la mirada parcialmente dirigida a otra parte. Había en él un sentimiento de rechazo que antes no había mostrado. La señora Holland fue a hacer café.

– Sølvi se va a quedar con la habitación de Annie -dijo Holland-. Así no estará vacía y tendremos algo de qué ocuparnos. Vamos a tirar la pared y a empapelar de nuevo. Habrá bastante trabajo. Quiero decirle algo -continuó-. He visto en los periódicos que un chico de dieciocho años está en prisión preventiva. ¡Pero si es imposible que haya sido Halvor! Lo conocemos desde hace dos años. Es verdad que no resulta fácil intimar con él, pero uno aprende a conocer a las personas. No quiero insinuar que ustedes no sepan lo que hacen, pero nosotros somos incapaces de imaginarnos que Halvor sea un homicida, ninguno de nosotros.

Sejer sí era capaz de imaginárselo. Los homicidas eran como la mayoría de la gente. Tal vez hubiera volado la cabeza de su padre; fría y deliberadamente podría haber matado a un hombre dormido.

– ¿Es Halvor el que está en prisión preventiva? -preguntó Holland.

– Ya lo hemos soltado -contestó Sejer en voz alta.

– Pero, ¿por qué estuvo detenido?

– Nos vimos obligados a hacerlo. No puedo decir nada más sobre ese asunto.

– «¿Debido a la investigación?»

– Correcto.

La señora Holland entró con cuatro tazas y un plato de galletas.

– ¿Hay algo más?

– Sí.

Sejer miró por la ventana, buscando algo que pudiera distraerles.

– Por ahora no puedo decir mucho más.

Holland sonrió con amargura.

– Claro que no. Supongo que nosotros seremos los últimos en enterarnos. Cuando por fin lo cojan, los periódicos lo sabrán mucho antes que nosotros.

– En absoluto.

Sejer lo miró a los ojos, que eran grandes y grises como habían sido los de Annie. En ese momento estaban rebosantes de dolor.

– La prensa está en todas partes y tiene sus contactos. El que usted lea cosas en el periódico no significa que nosotros les hayamos dado la información. Los avisaremos cuando procedamos a la detención de alguien, se lo prometo.

– Nadie nos dijo lo de Halvor -dijo Holland en voz baja.

– Eso se debe simplemente a que nunca creímos que se tratara del homicida.

– Cuando lo pienso -murmuró Holland-, no sé si quiero saberlo…, saber quién lo ha hecho.

– ¿Qué estás diciendo?

Ada Holland entró con la cafetera y lo miró escandalizada.

– Ya nada importa. Todo es como si hubiera sido un accidente, un accidente inevitable.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó su mujer afligida.

– Puesto que de todos modos iba a morir, todo da igual ya.

Holland miró el interior de la taza vacía, la cogió y la puso en movimiento, como si quisiera mancharse con un café caliente que no había.

– No da igual -objetó Sejer tenazmente-. Tienen ustedes derecho a saber el motivo. Podré tardar, pero lo averiguaré, aunque tal vez sea un proceso muy largo.

– ¿Un proceso muy largo? -Holland sonrió con amargura-, Annie se está desintegrando lentamente -susurró.

– ¡Pero Eddie, por favor! -exclamó la señora Holland apenada-. Tenemos a Sølvi.

– Tú tienes a Sølvi.

Holland se levantó y desapareció en alguna parte de la casa. Nadie lo siguió. La señora Holland se encogió de hombros, desesperada.

– Annie era la niña de sus ojos -susurró en voz baja.

– Ya lo sé.

– Me temo que nunca volverá a ser el mismo.

– No lo será, es cierto. Ahora está intentando adaptarse a otro Eddie. Necesita tiempo. Tal vez sea más fácil cuando sepamos lo que realmente ocurrió.

– No sé si me atreveré a saberlo.

– ¿Tiene miedo a algo?

– Tengo miedo a todo. Me imagino toda clase de cosas allí arriba en la laguna.

– ¿Puede explicarme lo que se imagina?

Ella negó con la cabeza y agarró la taza.

– No, no puedo. No son más que imaginaciones. Si las digo en voz alta pueden convertirse en realidad.

– Parece que Sølvi se maneja bien -comentó Sejer para distraerla.

– Sølvi es fuerte -dijo Ada Holland de repente con gran decisión.

Fuerte, pensó Sejer. Pues sí, tal vez fuera una característica correcta. Tal vez Annie fuera la débil. Las cosas empezaban a dar vueltas en su cerebro de forma inquietante. La señora Holland fue a la cocina a por azúcar y leche. Sølvi entró.

– ¿Dónde está papá?

– Viene enseguida -gritó la señora Holland desde la cocina en tono imperativo, tal vez con la esperanza de que Eddie la oyera y volviera a entrar. No sólo ha muerto Annie, pensó Sejer, sino que la familia entera se derrumba, se abren las juntas soldadas, hay grandes agujeros en el casco y el agua entra a chorros. Ella intenta meter viejas frases y órdenes en las grietas para mantener el barco a flote.

Echó el café. Sejer no encontró sitio para los dedos en el asa y tuvo que coger la taza con las dos manos.

– Habla usted constantemente del motivo -dijo Ada Holland cansada-, como si el asesino hubiera tenido una buena razón.

– No buena, pero evidentemente una razón. Una razón que en ese momento y en ese lugar sería su única salida.

– ¿Así que entiende usted a esa gente a la que encarcela por homicidios y miserias?

– Si no, no podría desempeñar mi profesión.

Sejer bebió más café y pensó en Halvor.

– ¿Pero tiene que haber excepciones?

– Rara vez las hay.

Ada Holland suspiró y miró a su hija, que estaba sentada frente a ella.

– ¿Tú qué crees, Sølvi? -preguntó muy seria en voz baja y en un tono distinto al que había empleado antes, como si por una vez quisiera penetrar en la rubia y ligera cabeza de su hija y encontrar una respuesta, tal vez una respuesta inesperada y aclaratoria. Como si esa única hija que le quedaba fuera tal vez diferente de lo que había pensado y más parecida a Annie de lo que imaginaba.

– ¿Yo? -exclamó la joven mirando sorprendida a su madre-. La verdad es que a mí nunca me ha gustado ese Fritzner de la casa de enfrente. He oído decir que se pasa toda la noche leyendo sentado en una barca de vela en medio del cuarto de estar, con una cerveza en un soporte para botellas.