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Skarre había apagado casi todas las luces del despacho. Sólo estaba encedida la lámpara del escritorio, sesenta watios en un círculo blanco iluminando los papeles. La impresora sonaba débil y regularmente mientras escupía página tras página, cubiertas de una escritura perfecta, la que más le gustaba y que se llamaba Palatino. Al fondo, como a lo lejos, se abrió una puerta y alguien entró. Quiso levantar la vista y mirar, pero en ese momento salió la hoja de la impresora. Se agachó, la cogió y volvió a levantarse. Descubrió en el papel blanco algo que se estaba metiendo en su campo de visión: un pájaro de bronce sobre un palo.

– ¿Dónde? -dijo presuroso.

Sejer se sentó.

– En casa de Annie. Sølvi está «heredando» las cosas de su hermana, y el pájaro estaba entre ellas, envuelto en papel de periódico. Me pasé por la tumba. Encajaba como un guante en una mano. Pero alguien pudo habérselo dado -añadió mirando a Skarre.

– ¿Quién, por ejemplo?

– No lo sé. Pero si fue ella misma la que lo cogió, si fue hasta allí en medio de la noche con alguna herramienta para arrancarlo de la tumba del niño, entonces se trata de un acto bastante desconsiderado. ¿No te parece?

– Pero Annie no era desconsiderada, ¿no?

– No lo sé. Ya no estoy seguro de nada.

Skarre giró la lámpara para alejar la luz del escritorio. Formó una media luna perfecta en la pared. Se quedaron mirándola fijamente. Skarre tuvo la ocurrencia de levantar el pájaro agarrándolo por el palo y hacer que se contoneara delante de la lámpara. La sombra que formaba sobre la luna blanca parecía un gigantesco pato borracho camino de casa después de una juerga.

– Jensvoll ha dimitido como entrenador del equipo femenino -dijo Skarre.

– ¿Qué dices?

– Empezaron a propagarse los rumores. Ese asunto de la violación vuela bajo sobre los lagos. Las chicas dejaron de acudir a los entrenamientos.

– Ya me lo figuraba. Lo uno trae consigo lo otro.

– Y Fritzner tenía razón. Se avecinan días duros para muchos. Hasta que el culpable se venga abajo. Y será pronto, porque ahora entiendes todo el contexto, ¿verdad?

Sejer hizo un gesto negativo.

– Hubo algo entre Annie y Johnas. Algo sucedió entre ellos.

– Tal vez la chica quería simplemente tener un recuerdo de Eskil.

– En ese caso podría haber ido a su casa a pedir un osito de peluche o algo por el estilo.

– ¿Crees que él pudo haber abusado de ella?

– De ella, o tal vez de alguien con quien ella tenía relación. Alguien a quien ella quería.

– No te entiendo… ¿Quieres decir Halvor?

– Me refiero a su hijo, a Eskil, que murió mientras Johnas estaba afeitándose en el cuarto de baño.

– Pero ella no podía reprocharle eso, ¿no?

– Sólo si hay algo sin aclarar sobre las circunstancias de la muerte del pequeño.

Skarre silbó.

– Allí no había nadie para verlo. Sólo tenemos las declaraciones de Johnas.

Sejer cogió el pájaro una vez más y hurgó cuidadosamente el agudo pico.

– ¿Tú que piensas, Jacob? ¿Qué pasó realmente aquella mañana del siete de noviembre?

Los recuerdos se le cayeron encima como una avalancha cuando abrió la puerta doble de cristal y dio un par de pasos por el interior: el olor a hospital, esa mezcla de formol y jabón, junto al olor a chocolate del kiosco y el aroma perfumado de los claveles de la floristería…

En lugar de pensar en la muerte de su mujer intentó pensar en su hija Ingrid, en el día en que nació, porque ese enorme edificio alojaba tanto su mayor dolor como su mayor alegría en esta vida. En esas dos ocasiones había entrado por esa misma puerta y percibido esos mismos olores. Sin querer, había comparado a su hija recién nacida con los demás bebés. Los otros le parecieron más rojos y más gordos, más arrugados y además despeinados. O eran prematuros, o estaban amarillos como la cera o habían tardado demasiado en salir y parecían desnutridos ancianos en miniatura. Sólo Ingrid era perfecta. Los recuerdos le hicieron relajarse por fin.

No llegó sin avisar. Tardó exactamente ocho minutos en localizar por teléfono al patólogo que había realizado la autopsia de Eskil Johnas. Le explicó de antemano de qué se trataba para que pudieran buscar carpetas y diarios y tenerlo todo preparado sobre la mesa cuando él llegara. Una de las cosas que de hecho le gustaba de la burocracia, ese pesado y lento y minucioso sistema que gobernaba todos los organismos públicos, era la norma que exigía que todo se anotara y archivara. Fechas, horas, nombres, diagnósticos, rutinas, irregularidades, todo tenía que registrarse. Todo podía volver a ser sacado y analizado de nuevo, por otras personas, con otros motivos y con ojos frescos.

En eso iba pensando al salir del ascensor. Notó cómo se acentuaba el olor a hospital mientras andaba por el pasillo de la octava planta. El patólogo, que por teléfono había sonado como un hombre algo mayor, resultó ser un hombre joven. En la mesa tenía un archivador pequeño, un teléfono, una pila de papeles, y un gran libro rojo con caracteres chinos.

– He de admitir que revisé el informe a toda prisa -dijo el médico, que llevaba unas gafas que le conferían una expresión de susto constante-. Me entró la curiosidad. Es usted inspector de policía, ¿no es así?

Sejer asintió con la cabeza.

– Y de eso deduzco que esta muerte puede tener algo de extraño. ¿Eh?

– Sobre eso no tengo ninguna opinión.

– ¿Pero usted está aquí por eso?

Sejer lo miró y parpadeó dos veces. Esa fue toda la respuesta que recibió el patólogo. Como Sejer no dijo nada, el otro siguió hablando, un fenómeno que nunca dejaba de sorprender a Sejer, y que le había proporcionado muchas confesiones a lo largo de los años.

– Una historia muy trágica -murmuró el patólogo mientras miraba los papeles-. Niño de dos años. Accidente doméstico. Sin vigilancia durante unos minutos. Muerto al llegar. Lo abrimos y encontramos una obstrucción total en el esófago, en forma de comida.

– ¿Qué clase de comida?

– Gofres en forma de corazón. De hecho, pudimos desdoblarlos tal cual, estaban casi enteros. Dos corazones de gofres hechos una bola. Eso es mucha comida en una boca tan pequeña, aunque el niño era grande y fuerte. Luego me enteré de que era un crío muy glotón y además hiperactivo.

Sejer intentó imaginarse una plancha de gofres de los que solía hacer Elise, de cinco corazones. El hierro de Ingrid era más moderno y sólo tenía cuatro corazones, y además no era completamente redondo.

– Recuerdo muy bien esa historia. Uno se acuerda siempre de los casos trágicos, se quedan fijados en la memoria. La inmensa mayoría de las personas que nos llegan a la mesa tiene entre ochenta y noventa años. Recuerdo aquellos corazones de gofres puestos en el plato. Los niños y los gofres se pertenecen de alguna manera. Por eso resultó más triste aún el que precisamente lo mataran los gofres. Se había sentado a la mesa para disfrutar.

– Dice usted «nosotros». ¿Eran más?

– Estuvo conmigo el patólogo jefe, Arnesen. Entonces yo era nuevo aquí y a él le gustaba controlar a los nuevos. Ya se ha jubilado. Ahora tenemos una jefa -explicó, mirándose fijamente las manos.

– ¿Dos corazones completos de gofres? ¿Los había masticado?

– Aparentemente no. Estaban bastante enteros.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Sejer con curiosidad.

– Tengo cuatro -contestó el médico contento.

– ¿Pensaba usted en ellos cuando realizó aquella autopsia?

El médico lo miró inseguro, como si no entendiera la pregunta.

– Bueno, sí, en cierta manera. Aunque creo que pensé más bien en los niños en general, y en cómo se comportan.