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– ¿Ah sí?

– Uno de mis hijos acababa de cumplir tres años entonces -prosiguió-. Y le encantan los gofres. Yo siempre le doy la lata, como solemos hacer los padres, para que no se meta tanta comida en la boca a la vez.

– Pero en este caso allí no había nadie -indicó Sejer- para darle tales consejos.

– No. Si lo hubiera habido, el accidente no se habría producido.

Sejer no contestó nada a eso.

– Imagínese a su propio hijo a la misma edad aproximadamente, con un plato de gofres delante. ¿A su hijo se le habría ocurrido coger dos, doblarlos y metérselo todo en la boca de una vez?

Hubo una larga pausa.

– Eh… se trataba de un niño algo especial.

– ¿Exactamente de dónde procedía esa información, de que era tan especial?

– Del padre. Estuvo aquí, en el hospital, todo el día. La madre vino más tarde, acompañada por un hijo adolescente. Todo está anotado en los papeles. Le he hecho una copia, tal y como me pidió.

Puso un dedo sobre el montón de papeles que tenía delante y empujó hacia un lado el libro chino. Sejer reconoció el primer signo de la portada como el que significaba «hombre».

– Según tengo entendido, el padre estaba en el cuarto de baño cuando ocurrió el accidente.

– Así es. Estaba afeitándose. Además, había atado al niño a la silla y por eso no pudo bajar a pedir ayuda. Cuando el padre entró en la cocina el niño yacía desplomado sobre la mesa. Había tirado el plato al suelo y se había hecho añicos. Lo peor es que el padre oyó eso.

– ¿Y no corrió hasta la cocina?

– Al parecer era un niño que siempre estaba rompiendo cosas.

– ¿Quién más había en casa cuando ocurrió?

– Según tengo entendido, sólo la madre. El hijo mayor acababa de marcharse en el autocar escolar o algo así, y la madre estaba durmiendo en el piso de arriba.

– ¿Y no oyó nada?

– No habría nada que oír, ya que el niño no podía gritar.

– No claro, con dos corazones de gofres en la garganta. Pero luego se despertó. ¿La despertó el marido?

– Puede que él la llamara a gritos. Las personas reaccionamos de manera muy distinta ante ese tipo de situaciones. Algunos gritan sin parar, otros se quedan completamente paralizados.

– ¿Pero ella no acompañó al niño en la ambulancia?

– Llegó más tarde. Fue primero a buscar al hijo mayor al colegio.

– ¿Cuánto tardaron en llegar?

– Vamos a ver… alrededor de hora y media, según pone aquí.

– ¿Podría usted decir algo de cómo se comportó ella? ¿Y el padre?

El médico calló y cerró los ojos, como si de verdad quisiera reproducir en su mente aquella mañana, tal y como había sido.

– Él estaba en estado de shock y no decía gran cosa.

– Es comprensible. Pero, ¿se acuerda usted de lo poco que pudo haber dicho? ¿Recuerda algunas de sus palabras?

El médico lo miró interrogante, y movió la cabeza negativamente.

– Hace bastante tiempo. Casi ocho meses.

– Inténtelo de todos modos.

– Creo que dijo algo así como: ¡Oh Dios, no! ¡Oh Dios, no!

– ¿Fue el padre el que avisó a la ambulancia?

– Eso es lo que pone aquí.

– ¿Se tarda realmente veinte minutos en ir de aquí a Lundeby?

– Sí, lamentablemente. Y otros veinte de vuelta. No llevaban personal preparado para realizar una traqueotomía. En ese caso a lo mejor podrían haberlo salvado.

– ¿Qué quiere decir?

– Una traqueotomía es un agujero que se hace en la traquea desde fuera.

– ¿Quiere decir que se abre la garganta?

– Sí, de hecho es una intervención bastante sencilla. Tal vez pudiera haber salvado al niño. Pero tampoco sabemos con exactitud cuánto tiempo estuvo sentado en la silla antes de que el padre lo encontrara.

– Más o menos lo que se tarda en afeitarse, ¿no?

– Pues sí, tal vez.

El médico hojeó los papeles mientras empujaba sus gafas.

– ¿Existe la sospecha de algo… delictivo?

Se había guardado esa pregunta durante mucho tiempo. En ese momento se sintió con cierto derecho a hacerla.

– No creo. ¿Usted qué opina?

– ¡Yo no puedo opinar sobre eso!

– Pero usted abrió al niño y lo examinó. ¿Encontró algo anormal en esa muerte?

– ¿Anormal? Los niños son así. Se hinchan a comer.

– Pero si tenía un plato delante con varios gofres, estaba solo y no tenía miedo a que nadie se lo quitara, ¿por qué iba a meterse dos corazones en la boca a la vez?

– Dígame una cosa: ¿a dónde quiere ir a parar con todo esto?

– No tengo ni idea.

El médico se quedó absorto en sus propios pensamientos. Volvió a pensar en aquella mañana en que el pequeño Eskil yacía desnudo sobre la mesa de porcelana, abierto en canal, desde la garganta hasta abajo. Recordó el momento en que descubrió esa bola en la traquea y vio que se trataba de gofres. Dos corazones enteros. Una única bola empalagosa de huevos, harina, mantequilla y leche.

– Recuerdo la autopsia -dijo en voz baja-. De hecho, la recuerdo muy bien. Tal vez eso en sí muestra que en realidad estaba intrigado. No, no lo sé, no puedo decir nada. Nunca suelo pensar así. Pero -dijo de repente-, ¿cómo se le ha ocurrido a usted que pudo haber alguna irregularidad?

Irregularidad, esa palabra capciosa en la que cabían tantas posibilidades.

– Bueno -dijo Sejer sin apartar la vista del otro-, el niño tenía una niñera. Digamos que esa chica emitió ciertas señales en relación con la muerte del niño que me han hecho dudar.

– ¿Señales? Puede preguntárselo a ella, ¿no?

– No, no puedo. Es demasiado tarde.

Gofres para desayunar, pensó. Tenían que haber sido del día anterior. Estaba seguro de que Johnas no se había levantado tan temprano por la mañana para hacer la masa. Gofres del día anterior, fríos y viscosos. Sejer se abrochó la chaqueta y se metió en el coche. Nadie sospecharía nada. Los niños siempre se atragantan. El patólogo lo había expresado así: se hinchan a comer. Arrancó el coche, cruzó la calle de Rosenkrantz y bajó hasta el río, donde se desvió a la izquierda. No tenía hambre, pero se fue a los Juzgados, aparcó, y cogió el ascensor hasta la cantina, donde servían gofres. Pidió una plancha, un platito de mermelada y café, y se sentó junto a la ventana. Esos gofres estaban crujientes y recién hechos. Los dobló una vez y luego otra. Después se quedó mirándolos. Pudo, con algo de esfuerzo, metérselos en la boca y todavía le quedaba espacio para masticar. Una vez masticados, notó cómo iban bajando por la traquea sin ningún problema. Los gofres recién hechos eran lisos y grasientos. Bebió café y sacudió la cabeza. Analizó desganado esas imágenes que venían empujando en su mente, del niño con la garganta llena. De cómo habría gesticulado y agitado las manos, roto el plato y luchado por su vida sin que nadie lo oyera. Sólo el padre había oído romperse el plato. ¿Por qué no fue corriendo a la cocina a ver qué había pasado? Porque el niño siempre estaba rompiendo cosas, había dicho el médico. Pero de todos modos… un niño tan pequeño y un plato hecho añicos. Yo habría acudido instantáneamente, pensó Sejer. Habría pensado que la silla podría haberse volcado y que el niño podría haberse hecho daño. Pero el padre se tomó el tiempo de acabar de afeitarse. ¿Y si la madre hubiera estado despierta a pesar de todo? ¿Habría oído romperse el plato? Sejer acabó el café y untó el resto de los gofres de mermelada. Luego leyó el informe detenidamente. Por fin se levantó y se fue al coche. Pensó en Astrid Johnas, acostada en el piso de arriba sin saber lo que estaba pasando abajo.

Halvor cogió una rebanada de pan del plato y conectó el ordenador. Le gustaba ese pequeño toque de trompeta y el flujo de luz azul en la habitación cuando el ordenador se ponía en marcha. Cada toque de trompeta era un momento solemne. Para él era como si la máquina diera la bienvenida a una persona importante, como si le hubieran estado esperando. Ese día tenía ideas diferentes. Estaba de un humor endiablado, como Annie había estado muchas veces. Por eso empezó fuerte con «Fuera de aquí», «Prohibido entrar», «Desaparece de mi vista». Esas eran las cosas que Annie solía decirle cuando él le rodeaba los hombros con un brazo cuidadosa y siempre amistosamente. Pero Annie siempre lo decía en un tono cariñoso. Y cuando él se atrevía a pedirle un beso, ella le amenazaba con morderle el gesto malhumorado de la boca. La voz siempre expresaba algo distinto a lo que decían las palabras. Ciertamente las palabras estaban ahí, pero al menos resultaba más llevadero. En realidad, nunca le había permitido llegar hasta ella del todo. Y sin embargo, Annie quería tenerlo consigo. Solían estar acostados muy juntos el uno al otro, robarse calor el uno al otro. Tampoco estaba mal, estar en la oscuridad, debajo del edredón, muy cerca de Annie, escuchando el silencio fuera, libre del terror y de las pesadillas relacionados con su padre, que ya no podía irrumpir en la habitación y arrancarle el edredón, que ya no podía alcanzarle. La seguridad. La costumbre de tener a alguien acostado al lado, como había tenido siempre a su hermano. Oír la respiración del otro, notar su calor en la cara.