¿Por qué había escrito eso Annie? ¿Qué era? ¿Lo entendería cuando por fin lo encontrara? Masticaba pan con paté de hígado y oyó el sonido de la televisión del cuarto de estar. Tenía mala conciencia porque su abuela estaba sola todas las tardes, e iba a seguir sola hasta que él consiguiera encontrar la clave y penetrar en su secreto. Debe tratarse de algo oscuro, pensó, por lo inaccesible que es. Algo oscuro y peligroso, algo que no se puede decir en voz alta, sólo escribirse y encerrarse, como un asunto de vida o muerte. Lo tecleó: «Vida o muerte». Nada.
La señora Johnas estaba almorzando en la trastienda. Miró a Sejer desde dentro con una rebanada de pan crujiente en la mano, vestida con el mismo traje rojo que la vez anterior. Parecía algo preocupada. Dejó el pan sobre el papel, como si fuera poco decoroso masticar cuando iban a hablar de Annie. En lugar de ello, se centró en el café.
– ¿Ha sucedido algo? -preguntó, bebiendo de la taza del termo.
– Hoy no quiero hablar de Annie.
Astrid Johnas levantó la taza y lo miró boquiabierta.
– Hoy quiero hablar de Eskil.
– ¿Cómo?
La boca llena se volvió más pequeña y más estrecha.
– Para mí aquello ya es algo acabado, lo he dejado atrás. Y si me permite decirlo, me ha costado mucho.
– Lamento no ser más considerado. Hay algunos detalles relacionados con la muerte del niño que me interesan.
– ¿Por qué?
– No tengo que contestar a esa pregunta, señora Johnas -dijo con delicadeza-. Usted limítese a contestar a las mías.
– ¿Y si me niego? ¿Y si no tengo fuerzas para volver a enfrentarme con todo eso una vez más?
– En ese caso me marcho -contestó Sejer tranquilamente-. La dejo que lo piense. Ya volveré otro día con las mismas preguntas.
La mujer empujó la taza hacia un lado, colocó las manos en su regazo y se enderezó, como si en realidad hubiera estado esperando exactamente eso y quisiera armarse de valor.
– Esto no me gusta -dijo con voz tensa-. Vino usted aquí el otro día a hablar sobre Annie, y no se me hubiera ocurrido no querer colaborar. Pero tratándose de Eskil… acabe enseguida y márchese cuanto antes.
Sus manos se buscaron y se entrelazaron, como si tuviera miedo de algo.
– Justo antes de morir -dijo Sejer mirándola-, el niño dio un golpe al plato y éste cayó al suelo y se hizo añicos. ¿Lo oyó usted?
La pregunta le sorprendió. Lo miró extrañada, como si hubiera esperado otra cosa, tal vez algo peor.
– Sí -se apresuró a contestar.
– ¿Lo oyó? ¿De manera que estaba usted despierta?
Sejer estudió el rostro de la mujer, tomando nota de esa pequeña sombra que se dibujaba en él, y prosiguió:
– ¿Así que no estaba dormida? ¿Oyó la máquina de afeitar?
Ella agachó la cabeza.
– Le oí entrar en el baño y la puerta cerrarse de golpe.
– ¿Cómo sabe usted que entró en el baño?
– Lo sabía, sin más. Llevábamos mucho tiempo viviendo en esa casa, las puertas tenían cada una su propio sonido.
– ¿Y antes de eso? ¿Antes de que se metiera en el baño?
Astrid Johnas volvió a vacilar, buscaba en la memoria.
– Sus voces en la cocina. Estaban desayunando.
– Eskil comió gofres -dijo él con cautela-. ¿Era costumbre en su casa? ¿Gofres para el desayuno? -sonrió.
– Supongo que los pediría a gritos hasta que su padre acabó dándoselos -dijo ella cansada-. Siempre se salía con la suya. No era fácil negarle nada a Eskil. Las negativas desataban enormes rabietas en él. No soportaba que se le opusiera resistencia. Era como soplar las brasas. Y Henning no era muy paciente. No aguantaba los gritos del niño.
– ¿De modo que usted le oyó gritar?
Astrid Johnas separó una mano de la otra y agarró de nuevo la taza.
– Se pasaba el día gritando -dijo, dirigiéndose al vapor que subía del café.
– ¿Hubo entre ellos algún conflicto, señora Johnas?
Sonrió levemente.
– Siempre los tenían. El niño se puso pesado para que le diera gofres. Henning le había preparado una rebanada de pan que no quiso comer. Y ya sabe usted lo que pasa, hacemos cualquier cosa para que nuestros hijos coman, así que le buscaria esos dichosos gofres, o tal vez Eskil los viera. Estaban en la encimera cubiertos con un plástico, desde la noche anterior,
– ¿Oyó usted alguna palabra?
– ¿A dónde quiere ir a parar? -quiso saber de repente la señora Johnas. Sus ojos cambiaron de color-. Eso tendrá que hablarlo con Henning, yo no estuve presente. Estaba en el piso de arriba.
– ¿Cree que él tiene algo que contarme?
Silencio. Ella cruzó los brazos, como para excluirle. El miedo iba en aumento.
– No quiero hablar por Henning. Ya no es mi esposo.
– ¿Fue la pérdida del niño lo que creó los problemas en el matrimonio?
– En realidad no. Se habría roto de todos modos. Nos costaba demasiados esfuerzos.
– ¿Fue usted la que quiso romper?
– ¿Qué tiene que ver eso? -preguntó ella suspicaz.
– Seguramente nada. Sólo pregunto.
Sejer puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba.
– ¿Qué hizo su marido al encontrar a Eskil sobre la mesa? ¿La llamó?
– Sólo abrió la puerta del dormitorio y se quedó mirándome. De repente me di cuenta de lo silencioso que estaba todo, no se oía ni un ruido en la cocina. Me senté en la cama y grité.
– ¿Hay algo en la muerte de su hijo que le parezca poco claro?
– ¿Cómo?
– ¿Su marido y usted han repasado juntos todo lo que sucedió? ¿Usted se lo preguntó?
De nuevo Sejer volvió a ver miedo en los ojos de la mujer.
– Me lo contó todo -contestó-. Estaba tremendamente afligido. Tenía remordimientos de conciencia, decía que él tuvo la culpa de lo que había sucedido, que no había cuidado lo suficiente al niño… Eso es algo duro con lo que tener que convivir. Él no lo logró, yo no lo logré. Tuvimos que tirar cada uno por nuestro lado.
– ¿Pero hay algo en la muerte de su hijo que no haya entendido o que no le hayan aclarado?
Los grandes ojos de color pizarra de Sejer eran en ese momento indulgentes, porque ella estaba al borde de algo, y tal vez, con un poco de suerte, la mujer rebosaría.
Le empezaron a temblar los hombros. Sejer permanecía sentado, esperando pacientemente, pensando que no debía moverse, no romper el silencio ni distraerla. Ella estaba a punto de confesar algo. Sejer lo sabía por otras conversaciones, flotaba en el aire que los rodeaba. Había algo que la atormentaba, algo en lo que no se atrevía a pensar.