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– Los oí gritar -susurró-. Henning estaba furioso, tenía un genio muy fuerte. Yo me tapé la cabeza con la almohada porque no soportaba oírlos.

– Continúe.

– Oí a Eskil hacer ruido, tal vez estuviera dando golpes en la mesa con la taza, y a Henning regañarle y hacer ruido a su vez con armarios y puertas.

– ¿Pudo usted distinguir alguna de sus palabras?

El labio inferior de la mujer comenzó a temblar de nuevo.

– Sólo una frase. La última antes de que se metiera en el baño. Gritaba tan alto que yo tenía miedo de que le oyeran los vecinos. Miedo de lo que pensarían de nosotros. No nos resultaba nada fácil. Tuvimos un niño que no se comportaba como habíamos esperado, pues teníamos ya uno de antes, y Magne siempre fue muy tranquilo, todavía lo es. Nunca hacía ruido, siempre hacía lo que le decíamos, él…

– ¿Qué es lo que oyó? ¿Qué dijo su marido?

De pronto sonó la campanilla de la tienda, y la puerta se abrió. Entraron dos señoras que se pusieron a mirar las lanas con ojos brillantes. La señora Johnas se sobresaltó y quiso salir a la tienda. Sejer la detuvo poniéndole una mano sobre el hombro.

– ¡Cuéntemelo!

Ella agachó la cabeza como si se avergonzara.

– Henning estuvo a punto de hundirse. Jamás pudo perdonárselo. Y yo ya no podía seguir viviendo con él.

– ¡Cuénteme lo que dijo!

– No quiero que lo sepa nadie. Ya no importa. Eskil está muerto.

– Pero si ya no es su marido…

– Es el padre de Magne. Me contó que estaba en el baño temblando de pena porque no conseguía comportarse como debía. Decidió quedarse allí hasta haberse tranquilizado, luego entraría a pedir perdón por haberse enfadado tanto. No soportaba la idea de irse al trabajo sin haber hecho las paces. Por fin volvió a entrar en la cocina. Ya conoce usted el resto de la historia.

– Cuénteme lo que dijo.

– Jamás. Jamás se lo contaré a nadie.

Ese pensamiento horrible que había anidado en su cerebro comenzó a crecer. Había visto tantas cosas que sólo se dejaba sorprender en contadas ocasiones. ¿Habría sido Eskil Johnas un niño del que era conveniente librarse?

Fue a buscar a Skarre a la sala de guardia y se lo llevó por el pasillo.

– Vayamos a mirar alfombras persas -dijo.

– ¿Para qué?

– Acabo de visitar a Astrid Johnas. Creo que le atormenta una terrible sospecha, la misma que ha echado raíces en mí, que Johnas es culpable en parte de la muerte del niño. Creo que ella lo dejó por eso.

– ¿Pero cómo?

– No lo sé. Pero a ella le horroriza sólo pensar en ello. Otra cosa que me ha extrañado es que Johnas no mencionara nada de esa muerte cuando fuimos a verle.

– ¿Y eso es tan raro? Fuimos allí a hablar de Annie.

– A mí me parece extraño que no lo mencionara. Dijo que ya no había ningún niño que cuidar porque su mujer se había marchado. No dijo que el niño a quien Annie cuidaba había muerto. Ni siquiera cuando tú hiciste un comentario de la foto de él que había colgada en la pared.

– No tendría fuerzas para hablar de ello. Perdona que mencione esto -dijo Skarre de repente bajando la voz-, pero también tú has perdido a alguien muy querido. ¿Te resulta fácil hablar de ello?

Sejer se sorprendió tanto que se detuvo en seco. Notó que se ponía pálido.

– Claro que puedo hablar de ello -objetó-. En una situación de absoluta necesidad. Si hubiera que considerar otras cosas antes que mis propios sentimientos.

El olor a ella, el olor a su pelo y a su piel, una mezcla de productos químicos y sudor, su frente tenía casi siempre un brillo metálico. Las pastillas le habían estropeado el esmalte de los dientes, dejándolo azulado como la leche desnatada. Y el blanco de los ojos se volvió lentamente amarillo.

Skarre seguía delante de él con la cabeza bien alta. No se mostraba avergonzado en absoluto, como Sejer esperaba. Esta vez se había pasado, ¿no? ¿No le pediría perdón?

– ¿Pero nunca te ha parecido necesario?

Extrañado, Sejer clavó la mirada en ese jovenzuelo que tenía delante. Se estaba pasando de la raya, el muy payaso.

– No -contestó con firmeza-. Por ahora no.

Y siguió andando.

– Bueno -prosiguió Skarre imperturbable-. ¿Qué dijo la señora Johnas?

– Tuvieron una discusión él y el niño. Ella los oyó gritar. La puerta del cuarto de baño se cerró de un golpe y el plato se rompió al caer al suelo. Johnas tiene un genio muy fuerte. Ella dice que el marido se culpa a sí mismo.

– Yo también me habría culpado en su lugar -admitió Skarre.

– ¿Y tú? ¿Tienes algo positivo que decir?

– En cierto modo. Sobre la mochila de Annie.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Recuerdas que estaba untada de grasa, seguramente con el fin de eliminar las huellas dactilares?

– ¿Sí?

– Por fin ha sido identificada. Una especie de pomada que entre otras cosas contiene brea.

– Yo tengo una así para mi eccema -dijo Sejer sorprendido.

– No, era grasa para patas. Para patas de perro doloridas.

Sejer afirmó con la cabeza.

– Johnas tiene perro.

– Y Axel Bjørk tiene un pastor alemán. Y tú tienes un león, por decir algo -exclamó abriéndole la puerta. El inspector jefe salió delante. En realidad estaba algo confuso.

Axel Bjørk le puso la correa al perro y lo dejó salir del coche.

Echó una rápida mirada a ambos lados, y al no ver a nadie cruzó la plaza y sacó una llave maestra del uniforme. Se volvió una vez más para mirar el coche, que estaba aparcado bien visible delante de la entrada principal, un Peugeot de color gris plomo, con un cofre portaesquís en el techo y el logo de la compañía de seguridad sobre la puerta y sobre el capó. El perro aguardaba mientras su amo luchaba con la llave. Por el momento no olfateó nada, pues eso lo habían hecho un sinfín de veces: salir y entrar del coche, salir y entrar por puertas y ascensores, miles de olores distintos. El perro seguía fiel a su amo. Llevaba una buena vida de perro, con mucho entrenamiento, montones de impresiones y correcta alimentación.

El edificio de la fábrica estaba en silencio. No había nadie, ya sólo se usaba como almacén. Por todas partes había cajas, cartones y sacos apilados, olía a cartón, polvo y madera mohosa. Bjørk no dio la luz. Llevaba una linterna colgando del cinturón, la encendió y se adentró en la gran nave. Sus botas sonaban huecas contra el suelo de piedra. Cada paso resonaba en su cabeza como algo muy especial. Sus propios pasos, uno detrás de otro, solos en medio del silencio. No creía en Dios, de modo que sólo los oía el perro. Aquilles lo seguía con pasos comedidos atado a la correa larga y poco tensa, perfectamente amaestrado. No sospechaba nada y amaba a su amo.

Se estaban acercando a la máquina, una laminadora. Bjørk se metió detrás del hierro, llevando consigo al perro. Metió la correa en una palanca de acero y le ordenó que se sentara. El perro obedeció, pero estaba alerta. Un olor se iba extendiendo por la nave, un olor que ya no resultaba extraño, un olor que cada vez formaba una parte mayor de su vida cotidiana. Pero había algo más, el rancio olor a miedo. Bjørk se deslizó hasta el suelo. El sonido deslizante del traje de nailon y el jadear del perro eran los únicos sonidos audibles. Bjørk sacó una petaca del bolsillo del muslo, desenroscó el tapón y empezó a beber.

El perro esperaba, con los ojos brillantes y las orejas tiesas. Nadie iba a darle galletas, pero allí seguía de todos modos, esperando y escuchando. Bjørk lo miró fijamente a los ojos, ninguna palabra salía de su boca. La tensión en esa oscura nave iba en aumento. Notó cómo el perro lo vigilaba, y cómo él vigilaba al perro. En el bolsillo llevaba el revólver.