– ¡Bueno! -dijo cordialmente-. Entren, por favor. Habrán venido a comprar una alfombra, ¿no?
Les tendió una mano como si fueran viejos amigos a los que no había visto en mucho tiempo, o tal vez clientes de dinero, con una debilidad precisamente por esa artesanía. Los nudos. Los colores. Los dibujos con claves religiosas. Nacimiento, vida, muerte, dolor, victoria y orgullo, una alfombra para poner debajo de la mesa del comedor o delante de la televisión. A prueba de todo, única.
– Tiene mucho espacio -comentó Sejer, mirando a su alrededor.
– Dos plantas enteras, además de un ático. Créanme, esto ha sido una gran inversión. Me he dejado la piel en esta tienda; tenía una pinta horrible cuando me la traspasaron. Llena de humedades y todo gris. La limpié bien y encalé las paredes, no hizo falta más. Antaño fue una vieja mansión. Por favor, síganme -añadió señalando la escalera, que coducía a lo que él llamaba el despacho, pero que en realidad era una espaciosa cocina, con fregadero de acero inoxidable, cocina eléctrica, cafetera y una pequeña nevera. La pared de la encimera tenía bonitos azulejos holandeses que representaban lindas muchachas con tocas, molinos de viento, y rollizos gansos. De una viga del techo colgaban antiguos cazos de cobre, convenientemente abollados. La mesa de cocina tenía el canto hacia arriba y guarniciones de latón en las esquinas, como si hubiera formado parte del mobiliario de un viejo barco.
Se sentaron alrededor de la mesa, y sin preguntar, Johnas sacó de la nevera un mosto de color azul que les sirvió.
– ¿Qué tal los cachorros? -preguntó Skarre.
– Dejaré a Hera que se quede con uno, y dos ya están comprometidos. Así que ya pueden arrepentirse. ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó y tomó un sorbo de zumo.
Sejer sabía que esa amabilidad enseguida despegaría y desaparecería volando.
– Sólo unas preguntas sobre Annie. Me temo que tenemos que hacer la misma ronda otra vez.
Sejer se limpió discretamente la boca.
– Usted la recogió en la rotonda, ¿no fue así?
Las palabras, el tono, y la ligerísima indicación de que dudara de sus declaraciones anteriores, agudizaron la atención de Johnas.
– Eso fue lo que dije y me ratifico en ello.
– Pero lo cierto es que ella quería ir andando, ¿verdad?
– ¿Cómo dice?
– Según tengo entendido, usted tuvo que insistirle para que subiera al coche.
Los ojos de Johnas se estrecharon aún más, pero conservó la compostura.
– En realidad quería ir andando -prosiguió Sejer-, y rechazó su oferta de transporte. ¿Me equivoco?
Johnas hizo de repente un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.
– Lo hacía siempre, era muy educada. Pero me sabía mal que tuviera que ir andando hasta Horgen. Es un buen trecho.
– ¿De manera que la convenció?
– No, no… -esta vez negó con la cabeza vehementemente, y cambió de postura en la silla-. Supongo que insistí un poco. Algunas personas tienen esa mala costumbre y siempre hay que estarles insistiendo.
– ¿De modo que no se debía a que no tuviera ganas de subir a su coche?
Johnas oyó claramente el énfasis que puso al decir «su coche».
– Annie era así. Se hacía de rogar, por así decirlo. ¿Con quién ha hablado usted? -preguntó de repente.
– Con centenares de personas -contestó Sejer-. Y una de ellas la vio entrar en el coche tras una larga discusión. De hecho, es usted la última persona que la vio con vida, y por eso tenemos que aferramos a usted, ¿sabe?
Johnas le devolvió la sonrisa, una sonrisa de complicidad, como si estuvieran jugando a algún juego en el que él participaba con sumo gusto.
– Yo no fui el último -se apresuró a decir-. El último fue el homicida.
– Está resultando un poco difícil encontrarle -apuntó Sejer con falsa ironía-. Y no tenemos ningún fundamento para suponer que el hombre de la moto realmente la estuviera esperando. Sólo le tenemos a usted.
– Disculpe, pero, ¿a dónde quiere ir a parar?
– Bueno -contestó Sejer, extendiendo los brazos-, hasta el fondo del caso. En virtud de mi puesto, es mi obligación dudar de la gente.
– ¿Se me acusa de haber mentido?
– Necesariamente tengo que pensar así -contestó Sejer, dando un repentino giro-. Espero que me perdone. ¿Por qué no quería subir Annie?
Johnas se mostró inseguro.
– ¡Claro que quería! -enseñó la primera púa y se puso rígido-. Ella subió y yo la llevé hasta Horgen.
– ¿No más lejos?
– No, como ya le dije, Annie se bajó donde la tienda. Pensé que iba a comprar algo. Ni siquiera la llevé hasta la puerta, sino que me detuve en la carretera y allí la dejé. Y después de eso… -se levantó y cogió un paquete de cigarrillos de la encimera-, jamás volví a verla.
Sejer condujo la locomotora ruidosamente por una nueva vía.
– Usted ha perdido un hijo, Johnas. Sabe lo que se siente. ¿Ha hablado de ello con Eddie Holland?
Por un instante, Johnas se mostró sorprendido.
– No, no, él es muy introvertido, y yo no quiero meterme. Además, a mí tampoco me resulta fácil hablar de ello.
– ¿Cuánto tiempo hace?
– ¿Ha hablado con Astrid, verdad? Pronto hará ocho meses. No es algo que uno pueda olvidar o superar fácilmente.
Sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió con gestos casi femeninos.
– A menudo la gente intenta imaginarse cómo es -explicó mirando a Sejer-. Lo hacen con la mejor intención. Se imaginan la cama del niño vacía, creyendo que uno se queda mirándola así a lo tonto. Yo lo hacía a menudo. Pero la cama vacía no es más que una parte. Me levantaba por las mañanas y entraba en el baño. Allí estaba su cepillo de dientes, debajo del espejo, uno de esos que cambian de color cuando se calientan, el patito de goma en el borde de la bañera, sus zapatillas debajo de la cama. Descubrí que ponía un cubierto de más en la mesa cuando íbamos a comer, lo estuve haciendo durante un montón de tiempo. En el coche estaba su animalito de peluche, que había dejado olvidado. Varios meses más tarde encontré un chupete debajo del sofá -Johnas hablaba con los dientes apretados, como si estuviera diciéndoles algo en contra de su voluntad, algo que ellos no tenían derecho a saber-. Lo fui ordenando y retirando todo poco a poco, siempre con la sensación de estar cometiendo un delito. Era una tortura verse rodeado de sus cosas día tras día, y era horrible quitarlas. Me perseguía cada instante del día y me persigue todavía. ¿Sabe usted cuánto tiempo permanece el olor de una persona en un pijama de algodón?
Se calló, su rostro bronceado había adquirido un tono grisáceo. Sejer no dijo nada. Recordó de repente los zuecos de Elise, que siempre dejaba en la puerta para poder ponérselos rápidamente cuando iba a tirar la basura o bajar a por el correo. Él haber tenido que abrir la puerta, coger los zapatos blancos y meterlos dentro era algo que recordaba con un agudo dolor.
– Dimos una vuelta por el cementerio -dijo Sejer en voz baja-. ¿Hace tiempo que no va por allí?
– ¿A qué viene esa pregunta? -dijo Johnas con voz ronca.
– Sólo quiero saber si se ha dado cuenta de que han sustraído algo de la tumba.
– ¿Se refiere al pajarito? Sí, desapareció justo después del entierro.
– ¿Pensó en adquirir uno nuevo?
– Su curiosidad no tiene límites, por lo que veo. Sí, claro que lo pensé. Pero no soportaba la idea de volver a vivirlo de nuevo, por eso opté por dejarlo tal cual.
– ¿Sabe usted quién lo cogió?
– ¡Pues claro que no! -contestó de repente con dureza-. Si lo hubiera sabido lo habría denunciado inmediatamente, y si hubiera tenido ocasión, habría dado un escarmiento para toda su vida al culpable.
– ¿Una regañina quiere decir?
Johnas sonrió agriamente.
– No, no me refiero a una regañina.