– ¡Cállate, forajido, para qué crees que estamos nosotros aquí…!
– Sí, señor… -resignó Laurindo José mientras retrocedía un paso hacia sus hombres.
– No, señor presidente provincial… -sonrió cortésmente el cónsul Guillenea-. Permítame que le pruebe a este demonio mis palabras… Sepa que, hace tres meses apenas, el vicario de Villa San Gabriel denunció ante el mismísimo vizconde de Abaeté, que en Santa Ana do Livramento, un cura epiléptico llamado Joaquín Ferreira bautizó como esclavas y de una sola vez, la friolera de veinticinco niñas nacidas en el estado oriental… Es más, la conmovedora ceremonia religiosa ocurrió en la casa del capitán Chagas, un asqueroso reducidor de negros y proveedor de soldados esclavos del general Flores. Pregunto yo: ¿qué pasó con el indigno sacerdote Ferreira? Deje que yo mismo aclare la cuestión, señor… ¡Nada!… ¡Abso-lu-ta-men-te nada. Aquel hijo de Dios se perdió en lontananza con doscientos cincuenta pelados de plata, a cuenta de los documentos fraguados en la parroquia. Y sin que nada ni nadie lo impidiera, dio todas las facilidades para que el traficante Germano Kray revendiera a las niñas en Pelotas como semovientes.
– Tal vez sea cierto lo que dice, señor cónsul… -dijo el presidente João Vieira, reclinándose cómodamente en su silla, su melena blanca despeinada y los ojos de conejo enrojecidos por el alcohol. Prosiguió con cautela, armando cuidadosamente el efecto de las palabras.
– Tal vez sea cierto, pues ya nada me extraña en este mundo… Pero usted me habla de sacerdotes desconocidos… Sin embargo, yo estoy en condiciones de referirle desmanes de sus mismos gobernantes contra súbditos del Imperio… ¿Qué me dice, señor cónsul, de sus piromaníacos compatriotas? Del asesinato en Cural de Piedras del brasileño Juan da Silveira, su mujer, sus cinco hijos menores y un huésped que los visitaba, a manos del coronel Trifón Ordóñez quien los incendió en su propia vivienda, solo porque se negaron a tragar pimienta con pólvora. O de José Lindonga, el comisario de Cerro Largo quien prendió fuego al calabozo cerrado a dos vueltas de llave con tres brasileños dentro, los ciudadanos cantores José de Santana, Manuel Leão y Carlinho do Couto, todos convertidos en pocos minutos en tristes muertos cuando tenían toda una vida por delante… ¿Lo recuerda, señor cónsul?
– No… -contestó Guillenea con serenidad. El cónsul uruguayo terminó el vaso, lo llenó nuevamente y cruzó las manos sobre la mesa-. Lo que sí recuerdo es la alianza siniestra entre Manuel Marques de Noronha y este señor aquí presente, Laurindo José da Costa. Los dos, seguidos por los mismos secuaces aquí presentes, tomaron por asalto a toda la familia de la negra Carlota Olivera en la costa del río Olimar. Según lo que pudimos saber por el testimonio de un tal Prusiano Santos, desertor de la gavilla, a la negra Carlota le degollaron el marido y a ella le ataron las manos y la colgaron de los tirantes del techo, mientras estos señores discutían en medio de la borrachera, si debían matarla o no. Al fin, la dejaron colgada. La abandonaron allí, confiados en que moriría de hambre, y se llevaron a sus hijos Cleto, Higinio e Inés, ninguno de ellos mayor de trece años…
– Esa es la versión de un desertor de gavilla y nada más. Delirios, señor cónsul…
– Pues no, señor. La versión del desertor ilustra solo una parte de lo que ocurrió después. Por él se supo que los subieron a las canoas, bajaron por el Olimar hasta el Cebollatí, entraron a la laguna Merín y desembarcaron en la capilla del Taluim donde vendieron a los niños… Pero no fue sólo Prusiano Santos quien contó esta historia en Cangussú… Fue la misma Carlota, cargada de llagas y agonías, quien llevada por esas fuerzas sobrehumanas que da el amor de madre, rompió las prisiones y logró arrastrarse hasta llegar a las autoridades de la villa de Maldonado. Acompañada de dos hombres y de los papeles correspondientes, la infeliz intentó seguirles el rastro, pero solo logró ubicar a Higinio, el mayor de sus hijos. Hasta ahora se desconoce el destino de los otros dos… ¿Qué le parece? ¿Delirios o niños desaparecidos?… Y sin embargo, señoría, aquí, en esta misma taberna, cualquiera puede ver a don Laurindo José da Costa con tres niñas y una madre, enteramente desnudas y prisioneras a sus pies, a punto de tomarse unos tragos con su gente y con toda la tolerancia de las autoridades brasileñas.
– Ya lo veo… -concedió inexplicablemente el presidente João Vieira, como si de pronto hubiera arremetido contra él una gran desilusión o hubiera comprendido repentinamente, mirando sin ver a aquellas criaturas humilladas, que semejantes ruindades eran culpas más de los tiempos que de los hombres.
Era evidente que aquel duelo entre buenas memorias y reseñas de atropellos los había fatigado.
Se hizo un silencio de moscas en la Casa de la Pastora y al fin levantó un dedo anillado de plata hacia el oficial de gendarmes que observaba atento desde el mostrador y le ordenó que metiera a todos en un calabozo hasta que el juez hiciera su trabajo.
– Pero no festeje todavía, señor cónsul… -advirtió volviendo hacia Guillenea el mismo dedo de plata-. Los atropellos del gobierno del Uruguay contra los infelices cuarenta mil brasileños que viven en su país repercuten por todo el Imperio y superan con creces sus líos con negros borrachos y alborotadores. A esta altura de la madrugada, puedo asegurarle que tanto al emperador don Pedro, como al general Venancio Flores y a su amigo, el general Mitre… se les terminó la paciencia…”
29
El silencio del calabozo apenas se horadaba con el ronquido tortuoso de Hermes Nieves, pero Martín Zamora no estaba muy seguro de que al otro lado de la penumbra, el inglés Harris no estuviera atento a los intercambios de comentarios con el capitán a lo largo de la lectura.
– ¿Qué quiso decir João Vieira?… ¿Qué significa eso de la paciencia terminada? -preguntó Hermógenes Masanti, como si no lo supiese.
– Exactamente… no lo sé… Por lo que allí se comentó, el almirante Tamandaré quiere la bandera imperial sobre la iglesia de Paysandú para el día del Año Nuevo…
– En dos horas tendremos a ese macaco de lujo frente a la ciudad… -comentó con desprecio el capitán, mientras cabeceaba en dirección al río.
– Luego caerá Montevideo. Caerá el presidente Atanasio Aguirre… y Venancio Flores se hará cargo de esta tierra… -agregó Martín Zamora.
– ¿Qué ocurrió con el resto de la gavilla?
– El cónsul Guillenea exigió la entrega de Laurindo José y los suyos para ser juzgados en este país. Pero era mucho pedir. Consideraron que era una concesión excesiva. Y además un peligro, puesto que el bandolero sabía demasiado de movimientos de tropa y secretos de guerra. Al final João Vieira terminó por invitarlo a que se conformara con dos integrantes elegidos al azar, mientras que los demás quedarían en Río Grande para ser investigados por los jueces del Imperio… cosa que nadie cree; de modo que nos entregó a Hermes Nieves y a mí, para que el cónsul Guillenea nos sometiera a juicio en territorio uruguayo. El resto lo sabe usted, señor: considerando el riesgo de encontrarse durante el trayecto con las partidas armadas del general Flores, el cónsul fue cauto y prefirió abreviar el trámite: nos dejó en Paysandú y él siguió aliviado de peso hacia Montevideo.
– ¿Qué quiere que haga con estos papeles? ¿Para qué escribe?
– Escribo por las razones que dije al principio: para que los que deseen emigrar, sean informados. Es la verdad, palabra por palabra.
30
27 de noviembre
La apariencia del capitán Masanti era la de un hombre melancólico, pero lleno de decisión. Dejando entrever que un delgado hilo había quedado establecido entre él y Martín Zamora, se acercó al ventanuco del calabozo y miró hacia el río. A juzgar por los apuntes recién leídos, el descaminado prisionero andaluz no tenía ninguna posibilidad real de provocar trastorno alguno. A su entender, apenas alcanzaba la estatura de un desgraciado buscavidas, un vagabundo con la existencia desquiciada por las circunstancias hostiles de un mundo que no le depararía jamás un sitio de preferencia.