Y así se lo haría saber al coronel Leandro Gómez.
De todos modos, a ojos de Martín Zamora, era evidente que el capitán prefería remolonearse sus minutos antes de abandonar la seguridad del calabozo y atravesar la plaza. Al fin se dio vuelta y observó al brasileño enfermo.
– Él morirá en pocas horas, ni siquiera habrá tiempo para ajusticiarlo… Pero usted podrá esperar. Si Paysandú resiste, puede que tengan alguna suerte; de lo contrario…
Desde el fondo penumbroso del recinto, emergió ronca y cauta la voz del inglés:
– ¿Y qué pasará conmigo, capitán?
Hermógenes Masanti le dedicó una ojeada intrigante, pero luego optó por rebuscar en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un Orden del Día doblado en cuatro, en el que el coronel Gómez daba cuenta al Ministro de Guerra y Marina, de ocho desertores de Venancio Flores llegados a Paysandú tres semanas atrás e interrogados por el Estado Mayor. Uno de ellos era Raymond Harris.
El oficial omitió la información que no venía al caso y leyó el tramo final de la carta, alto, para que fuese escuchado con claridad:
– “… Y con respecto al capitán Raymond Harris, de nacionalidad inglesa, luego de su interrogatorio se sospecha que finge su condición de desertor. Y de confirmarse que es un espía del gobierno de Mitre, será pasado por las armas a la brevedad…”.
Sin mirarlo siquiera, sin importarle el efecto que había provocado, el capitán Masanti suspiró hondo, guardó el papel en el mismo bolsillo y dejó caer dos veces un puño cerrado sobre la madera de la puerta. Alguien, el guardia o el abogado de mariposas en el habla, abrió para que abandonase el calabozo. Antes de irse, Hermógenes Masanti se volvió y le dio la última instrucción:
– Apenas muera el brasileño, avise al guardia para que retiren el cuerpo…
Luego, todo volvió a quedar en la penumbra del principio.
– Quisiera mi guitarra, ahora… -murmuró Martín Zamora en voz muy baja, para nadie.
– Y a mí me agradaría escucharle una canción… -dijo de pronto el inglés, girándose en el catre y asintiendo con una sombría comprensión, como si considerase que en situaciones como aquella, una guitarra tiene el mismo valor que un medicamento capaz de retardar la muerte.
– La historia que le ha contado al oficial es muy convincente y es seguro que le ha removido las entrañas. Es usted un buen hombre, Zamora…
– Es la verdad, palabra por palabra… -volvió a repetir-. Mi consuelo es que no viviré para ver los estragos que se vienen.
Raymond Harris se irguió de repente, sacudió el revoltijo de su melena rubia y se afirmó sobre un codo para verlo mejor.
– Se equivoca, camarada… Sobreviviremos este infierno los dos.
Con una sorpresa manada de la amargura, Martín Zamora lo observó con detenimiento y por primera vez, desde que convivían por la fuerza, le preguntó quién era él en realidad, de dónde sacaba su enfermizo optimismo.
Entonces, el inglés Raymond Harris se levantó, se lavó vigorosamente la cara y terminó por sentarse en el mismo sitio donde antes había estado leyendo Hermógenes Masanti. Luego, a sabiendas de que tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo, comenzó a explicarle a Martín Zamora lo noble y lo perverso que tienen todos los sitios de los que él había tenido noticia.
31
– Yo debo haber vivido muy cerca de usted, Zamora, pues vengo de Gibraltar en donde encontré la vida fácil como soldado, mal pintor y traficante de cuadros falsos. Pero esa es otra historia. Lo cierto es que este es mi segundo sitio en la vida y ya estoy empezando a creer que la fascinación de los ingleses por la guerra es nuestro defecto fatal, pues nos va llevando de la mano a la decadencia… Vea usted, el Imperio Británico, como le llaman ahora, ha recibido verdaderas bofetadas en estos años, pero ninguna más humillante que el gran motín de la India.
Ocurrió hace ocho años apenas, yo estaba en la colonia y me parece que fue ayer. No fui como un soldado más, sino para vender una pequeña colección de óleos a una familia de nobles insoportables por su soberbia. En realidad, no solo ellos, sino todos los ingleses eran soberbios allí. “Soberbios, confiados y estúpidos”, como solía llamarlos mi amigo, el teniente escocés Rupert Coates. Y en verdad, que lo eran en exceso puede deducirlo claramente de la imprudencia de disponer sólo de treinta mil soldados británicos en la India, sumándose apenas a la exageración de un cuarto de millón de cipayos, esos soldados nativos que nunca fueron demasiado confiables ni demasiado fieles a sus jefes ingleses.
Preste atención y dígame usted si conoce alguna guerra en que alguna religión no esté detrás, con sus dioses bárbaros, sus éticas estúpidas y sus rituales acatados por las mayorías. Aquí mismo, el general Flores le llama “cruzada” a sus carnicerías y trae en sus estandartes el Sagrado Corazón de Jesús, sólo para obtener el respaldo de los primitivos. En todo el orbe es igual, Zamora. Mis compatriotas demostraron durante diez años una prepotencia difícil de aceptar en todos los rincones del Imperio; en la India en particular. En nombre de nuestra reina virtuosa, se pasaron de la raya jugando a las reformas religiosas y los indios no se sintieron muy complacidos de verlos ocupados en esas tareas. Había que ver a mis compatriotas cazando a los thugs o a los suttis, solo porque se resistían al evangelio.
Y a veces, como aquí en Paysandú, el conquistador opera con la misma delicadeza de un elefante en un bazar. Ya lo verá usted: tarde o temprano, cometerán una soberana estupidez que a ellos les aguará la victoria y a usted le recordará mis palabras… “¿Quién Iba a sospechar, por ejemplo, que un moderno rifle iba a ser derrotado por una simple creencia de la chusma y desatar una horrenda carnicería?”, me preguntó una noche de brandy mi amigo, el heroico Rupert Coates. Nadie, ninguno de los que allí estábamos. Pues así fue, amigo mío. Cuando el ejército inglés adoptó el nuevo rifle Enfield, los cartuchos venían de la fábrica revestidos de mucha grasa. Y es necesario morderlos para liberar la pólvora. Por esa razón corrió el rumor entre los regimientos indios de que la grasa era de cerdos y de vacas, que aquellos cartuchos eran una artimaña para deshonrar a los cipayos y llevarlos a violar sus propias normas religiosas.
Eso fue en enero. En enero del cincuenta y siete. Cuando cayeron en la cuenta de la estupidez cometida, las autoridades se pusieron muy nerviosas y actuaron con toda la rapidez que les permitió su miedo de patanes. Ordenaron que los cartuchos engrasados en la fábrica se suministraran únicamente a los europeos y autorizaron a los cipayos a untar los suyos con aceite vegetal. Pero aquella medida, que hubiera sido muy razonable en otro tiempo, llegó demasiado tarde. La irritación de la gente era tan grande, que para marzo los cipayos ya habían rebanado los primeros pescuezos de oficiales británicos. Y en mayo estalló el alzamiento general.
El episodio más sangriento del motín ocurrió precisamente donde yo estaba, en Cawnpore, una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes a orillas del Ganges, un sitio donde pude comprobar todo lo noble y lo absurdo que existe en la sociedad de hoy. Un millar de británicos, incluso trescientas mujeres y niños, estuvieron bajo el fuego enemigo durante dieciocho días. Y a pesar de que las condiciones de vida terminaron por violar todos los elementos de la decencia, durante los primeros días del sitio la vida se desarrolló con sorprendente normalidad: los soldados bebían champaña, comían arenque ahumado y hasta se celebró una boda, a pesar del fuego constante de los rifles y de la artillería que se mantenía día y noche. Eso lo vi con mis propios ojos, Zamora.