– Fue un mal hombre, pero lo quise igual… -dijo Martín Zamora, mientras estiraba con delicadeza la prenda mugrienta, a plena conciencia de que una vez que lo cubriera hasta la cabeza, no lo vería nunca más.
El inglés Harris quedó sorprendido ante la escena. Al comprobar que nada había allí de forzado, interpretó aquel gesto como una forma en extremo sencilla de separarse definitivamente de un pasado reciente y turbio; o por el contrario, de ingresar a una época seguramente infinitamente más breve que la anterior, pero de mayor incertidumbre y de creciente soledad. Incluso imaginó que si las autoridades hubiesen tenido la oportunidad que él tenía de observar en Martín Zamora aquel gesto de incuestionable pureza, fue supremo cansancio, de consternado alivio, de capitulación absoluta, entonces no hubiesen dudado en perdonarle al andaluz todos los pecados acarreados en las andanzas con los ladrones de negros, sus secuaces brasileños. A las claras se veía que al instante de abandonar Hermes Nieves este mundo, el suyo se reduciría en un soplo a la compañía impropia de un inglés. Tampoco se equivocaba si profundizaba un poco más y se figuraba a Martín Zamora rodeado de una agobiante nada humana de la cual sería difícil emerger, a menos que se propusiera el penoso objetivo de reparar el decrépito puente con el pasado originario y desandar el cada vez más lejano camino del océano. Eso, por supuesto, en el hipotético caso de que le permitiesen esquivar el fusilamiento prometido.
Durante un buen rato ambos permanecieron sin decir nada, como si hubieran coincidido en que la presencia de un incómodo cadáver fuese una suerte de excusa para dejar a un lado los resabios de la muerte y comenzar de una vez por todas a pensar con sentido práctico en lo poco que restaba por vivir.
Y para eso, el primer paso era sacar aquel muerto de allí.
– Usted es realmente un buen hombre… -dijo Raymond Harris con sincera admiración.
Por primera vez en los días de calabozo, Martín Zamora tuvo una reacción instintiva de viejos tiempos, que lo llevó a girarse con fastidio y decirle al inglés:
– ¡Déjese de mariconadas y dígale al guardia que aquí hay un muerto!
35
29 de noviembre
Antes del amanecer, dos de los veintiocho hombres que estaban bajo el mando del capitán Masanti entraron al calabozo y despertaron a Martín Zamora de mal modo, anunciándole que tenía autorización para trasladar el cuerpo del bandolero brasileño hasta el cementerio.
Por un momento temió que aquello fuese una farsa y buscó en el bulto de Raymond Harris alguna especie de ánimo, pero el desgraciado dormía como un inglés o simulaba que dormía. De modo que se puso de pie, enfundó la camisa dentro de los pantalones, se calzó las botas y luego comenzó a manipular el cuerpo de Hermes Nieves tratando de sentarlo sobre el catre. Fue inútil. Estaba rígido como un poste y apestaba como el desayuno de un buitre. Los dos individuos se impacientaron y le dijeron que no había tiempo que perder, que no tuviese miramientos en arrastrar el cadáver de aquel negrero hasta la salida, pues afuera un carro le facilitaría el traslado al camposanto.
En silencio, Martín Zamora tomó el cuerpo por los sobacos, trepó los escalones de espaldas y medio agachado lo arrastró hasta el patio central, hasta depositarlo cuan largo era en el interior del pequeño carro que habían dispuesto para la ocasión. En ese instante, mientras enderezaba su espinazo y se erguía, sintió que la luz celeste del principio del día le llenaba los ojos de lágrimas.
Fue una emoción involuntaria, pues durante días había buscado infructuosamente dejarse invadir con aquella luminosidad mediterránea a través del ventanuco del calabozo, convencido de que no la vería nunca más, que no se la dejarían ver, que terminarían con él a la menor oportunidad antes de la salida del sol.
Pero no estaba ocurriendo del modo que había temido.
En realidad, el capitán Hermógenes Masanti había pensado con acierto que el andaluz Martín Zamora, un hombre con el corazón puesto en ningún sitio, podía ser más útil vivo que muerto. Y eso lo comprendió pronto mientras tiraba del carro, cuando al trasponer trincheras y fogones para desembocar en la calle Yaguarón, uno de los soldados le ordenó detenerse frente a la portada del cementerio, pues lo que seguía, dijo, era tarea del enterrador y no de él.
Un hombre escuálido, de sombrero de fieltro y pañuelo negro anudado al cuello, se metió entre las varas del carro y se lo llevó por el sendero de las tumbas. Martín Zamora miró por última vez los pies del bandolero, amarillentos allí donde no los cubría la mugre carbonada de sus últimas andanzas y dijo en voz baja, como una reflexión de frontera a modo de despedida:
– Hermes, saliste de la nada y hacia la nada vas…
Luego se volvieron por el mismo camino. Cuando llegaron nuevamente a las primeras trincheras y se detuvieron, Martín Zamora observó los alrededores y por primera vez tuvo una idea de lo que era en verdad la zona fortificada: a lo sumo, seis u ocho cuadras de largo por dos de ancho, teniendo en el centro y a lo largo a la calle 18 de Julio, la principal de la villa. Fuera de esa zona, quedan algunas casas coloniales y casi un centenar de ranchos de adobe y paja, en su mayoría viviendas aisladas en medio de grandes baldíos y consideradas inútiles en la planificación defensiva. No se veía humo de cocinas sobre las techumbres y todo permanecía inmóvil en las inmediaciones bajo la luz avanzante del amanecer. Era evidente que la mayoría de sus habitantes ya se habían ubicado dentro de los límites de la defensa o, tal vez, algunos estuviesen esperando en algún sitio la protección del ejército de Venancio Flores.
A medida que observaba las manzanas vecinales, enlazadas entre sí por las rudimentarias trincheras que cerraban las bocacalles en forma continua, Martín Zamora recordó las palabras de Raymond Harris y se convenció aun más de que la idea de Leandro Gómez de presentar batalla era una locura.
En eso, uno de los hombres aindiados le tomó el brazo y lo indujo a caminar hacia la plaza:
– Vamos, gallego, el capitán Masand quiere verlo…
– Me llamo Martín Zamora y soy andaluz…
– Gallego o andaluz, lo mismo da… -dijo el indio y lanzó un potente salivazo que se expandió afrentosamente sobre la punta de una de sus botas.
36
El edificio de la Comandancia Militar, situado en la esquina de las calles Florida y Monte Caseros, hervía en sudores de verano y menesteres de guerra. Allí tenía el coronel Leandro Gómez su residencia y su despacho.
Vigilado de cerca por uno de los hombres que lo acompañaron al cementerio, Martín Zamora esperó de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, a que el otro volviese de anunciarlo al capitán. Estaba en el rincón de un gran patio apenas sombreado por un parral de plantación tardía y alcanzaba a divisar, a lo lejos, la maraña de mástiles de los barcos imperiales del Barón de Tamandaré, prontos para entrar en acción.
Nadie ignoraba que en caso de que las naves brasileñas iniciaran el bombardeo, no habría medios en la plaza para responderles; apenas cinco piezas de artillería, tres de hierro y dos de bronce, cuyo poder no alcanzaría para mojar las balas en el río.
Sin que tuviese la menor idea de lo que querían hacer con él, Martín Zamora se sentía extraño, muy extraño. Buena parte se debía al contraste entre el espacio opresivo del calabozo y aquella estancia a cielo abierto, pero donde todo indicaba que, en poco tiempo, se vería involucrado en otro infierno ajeno a su voluntad.
“Si pudiera fugarme lo haría”, pensó…
Sabía que nunca se habían visto tantos barcos extranjeros apostados en las inmediaciones del pequeño puerto, pues el guardia del calabozo le había comentado a lo largo de los días, las llegadas sucesivas de las cuatro cañoneras de Italia, Francia, Inglaterra y España, cada una de ellas con la misión de proteger los bienes de los compatriotas residentes en la ciudad; o de los dos buques de guerra argentinos al mando del almirante Murature, espía de la situación y apoyo discreto del general Venancio Flores.